La gran caza del tiburón (18 page)

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Authors: Hunter S. Thompson

Tags: #Comunicación

BOOK: La gran caza del tiburón
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Pero no dije eso, pensé un poco la pregunta, y al final contesté así:

—Bueno, estoy aquí sentado fumando marihuana —alcé la pipa—. Esta es la razón de que sea tan rápido esquiando.

Abrieron los ojos como pomelos. Me miraron fijo. Esperando una risa, imagino, luego, por fin, retrocedieron, y se alejaron. Cinco minutos después, alcé la vista y les vi mirándome aún desde detrás del Chevrolet Z-28 azul cielo que giraba en su lenta plataforma móvil a unos siete metros de distancia. Esgrimí la pipa hacia ellos y sonreí como Hubert Humphrey… pero no contestaron.

El número de Killy en el salón del automóvil era una mezcla de entrevistas y autógrafos, en la que hacían las preguntas Roller y una modelo rubia platino de pantalones muy estrechos y plastificados. La gente de Chevrolet había instalado un podio de contrachapado junto al Z-28, del que decían era un modelo nuevo especial, pero que parecía un Camaro normal con una rejilla arriba para los esquís (de la Head).

No lejos de allí, en otro podio, contestaba O. J. Simpson a las preguntas de una sabrosa negrita, que vestía también pantalones de esquiar muy ceñidos. Todo se mantuvo segregado así salvo en momentos de inesperada presión del público, en que la modelo negra tenía que entrevistar esporádicamente a Killy. La rubia no trabajaba nunca con O.J… al menos no lo hizo mientras yo estuve allí. Lo que en realidad apenas si tiene importancia, salvo como prueba casual de que la gente que proyecta la imagen de Chevrolet aún considera buen negocio la separación racial, sobre todo en Chicago.

Al entrar, Roller había preparado a Jean-Claude para la serie de preguntas y respuestas:

—Bueno, luego yo diré: «Veo que hay allí un coche que tiene un aspecto interesante, Jean-Claude, ¿puedes decirnos algo de él?». Y entonces, tú dices… ¿qué?

J.-C.: «Ah sí, ése es mi coche, el nuevo Z-28. Los asientos están forrados con jerséis de esquiar austríacos. Y fíjese en la placa especial de la matrícula, JCK…».

Roller: Muy bien. Lo importante es ser espontáneo. J.-C. (desconcertado): ¿Es-pues-tan-eo?

Roller (sonriendo): No te preocupes… lo harás perfectamente. Y lo hizo, el número publicitario de Killy se desarrolla en clave muy baja, en agudo contraste con el de O. J. Simpson, cuya técnica de ventas tiene la sutileza de un gancho en la barbilla… A O. J. le
gusta
la cosa. Su explosiva confianza en sí mismo sugiere un Alfred E. Neuman maquillado de negro o un Rap Brown vendiendo sandías de la Feria del estado de Mississippi. O.J. no tiene una mentalidad muy complicada; lleva tanto tiempo teniendo a Dios de su parte que ni siquiera se le ocurre que el vender Chevrolets sea menos santo que ganar un partido de fútbol americano. Como Frank Gifford, comprende que el fútbol americano no es más que el principio de su carrera en la televisión. O.J. es un capitalista negro en el sentido más elemental del término; tiene un sentido tan vigoroso del negocio que es capaz de enfocar su negritud como un simple factor de ventas: una introducción natural al mercado negro, donde un farolón blanco como Killy está condenado desde el principio.

Hay, de hecho, algunas personas en el «negocio», que no pueden entender por qué los magos de Chevrolet consideran a Killy tan valioso (en la escala de imagen vendedora) como a un héroe popular norteamericano tan famoso como O. J. Simpson.

—¿En qué demonios pensarían cuando contrataron a ese tío por trescientos de los grandes al año? —murmuraba un «periodista de automoción» cuando presenciaba el número de Killy el sábado por la tarde.

Cabeceé y me lo pregunté, recordando la confianza sabihonda de DeLorean aquella mañana en el desayuno de prensa. Luego, contemplé la multitud que rodeaba a Killy. Eran blancos, parecían solventes, tenían una edad media de unos treinta años: eran, evidentemente, el tipo de individuos que podían permitirse comprar esquís y pagar las letras de un coche nuevo. O. J. Simpson atraía a mucha más gente, pero la mayoría de sus admiradores tenían sobre los doce años de edad: dos tercios eran negros y muchos parecían fugitivos del archivo de embargados de una casa de crédito.

Mark McCormack firmó para dirigir a Arnold Palmer hace una década, justo antes del Gran Boom del Golf. Sus razones por apostar por Killy son igual de evidentes. El esquí ya no es un deporte esotérico de ricos ociosos, sino un juego-status invernal nuevo y fantásticamente popular entre los que pueden permitirse pagar quinientos dólares en equipo. Hace cinco años, la cifra habría sido tres veces más, y otros mil dólares aproximadamente por una semana en Stowe o Sun Valley, pero ahora, con las máquinas de hacer nieve, hasta Chatanooga es una «estación de esquí». El Medio Oeste norteamericano está salpicado de pistas de slalom iluminadas como las pistas de golf miniatura de la era Eisenhower.

Los orígenes del auge del esquí se apoyan exclusivamente en razones económicas y en el atractivo del propio deporte… no hubo campañas ni montajes artificiales… el boom monetario de los años sesenta produjo una insolente clase media que disponía de tiempo, y empezó a haber una súbita demanda de cosas como clubs de golf, lanchas de motor y esquíes. Lo asombroso del caso, visto retrospectivamente, es que gente como McCormack tardase tanto en aprovechar un asunto tan bueno. O quizás el problema fuese la falta de héroes en el esquí. ¿Se acuerda alguien, por ejemplo, de quién ganó medallas de oro en las olimpíadas de invierno del año 64? Lo que dio de pronto una imagen al esquí fue la fama de Jean-Claude Killy (como gran esquiador en 1966 y como héroe periodístico en el 67 y el 68). Jean-Claude salió de las olimpíadas del 68 transformado en una especie de Joe Namath en plan suave, un «francés de mundo», con el estilo de un disidente de la alta sociedad y la mentalidad de un camarero parisino.

El resultado era inevitable: una importación francesa de alto precio, estrictamente a la medida del mercado del ocio norteamericano, en rápido crecimiento, la misma gente que se veía de pronto en condiciones de permitirse Porsches, Mercedes y Jaguars… además de MGs y Volkswagens.

Pero no Fords ni Chevrolets. El «acero de Detroit» no entraba en esa liga… sobre todo porque en los altos niveles de la industria automovilística norteamericana no hay espacio para el tipo de directivo que entiende por qué un hombre que puede permitirse un Cadillac comprará en su lugar un Porsche. La razón es simplemente que un coche de 10.000 dólares sin asiento trasero y con un capó de sólo uno cincuenta de largo, no proporciona ningún status.

Así pues, tenemos ahora una guerra relámpago estilo DeLorean en favor de Chevrolet, que va, por cierto, magníficamente. El brusco aumento de ventas de la Chevrolet es la principal causa del aumento brusco hasta más de un cincuenta por ciento de la General Motors en el conjunto del mercado del automóvil. La estrategia ha sido muy simple: centrarse sobre todo en la velocidad, el estilo deportivo y el «mercado joven». Esto es lo que explica la preferencia de la Chevrolet por creadores de imagen como Simpson, Glenn Campbell y Killy. (Se habló de que DeLorean estaba a punto de fichar a Allen Gínsberg, pero es falso: la General Motors no necesita poetas).

Killy ha pasado toda su vida adulta en el capullo finamente disciplinado que forma parte del precio que se paga por pertenecer al equipo francés de esquí. Como estilo de vida, es tan riguroso como el del jugador de fútbol americano profesional. En un deporte en el que fama o total oscuridad dependen de décimas de segundo, la disciplina del entrenamiento inflexible y constante es de una importancia suma. Los campeones de esquí, como los de kárate, necesitan usar músculos que la mayoría de la gente no ejercita nunca. La comparación con el kárate se amplía aún más, aparte de los músculos, a la necesidad de una concentración casi sobrehumana: uno ha de ser capaz de ver y recordar todos los desniveles y giros de la pista, y luego recorrerla sin un solo error: sin vacilaciones ni distracciones ni esfuerzos derrochados. La única forma de ganar es recorrer la pista con la máxima eficacia, como una bala de cañón por una vía de un solo canal. El esquiador que piensa demasiado quizás quede bien en las entrevistas, pero raras veces gana una carrera.

Los especialistas han acusado a Killy de «falta de estilo». Dicen que esquía con la torpe desesperación de quien está a punto de caer, luchando por mantener el equilibrio. Pero es evidente, aun a nivel «amateur», que todo el secreto de Killy es su concentración febril. Ataca una ladera como Sonny Listón atacaba a Floyd Patterson… y con el mismo tipo de resultados sobrecogedores. No sólo quiere esquiarla sino también derrotarla. Recorre la pista de slalom lo mismo que O. J. Simpson un circuito secundario: los mismos movimientos increíbles; se desliza, medio cae, luego, de pronto, se repone y avanza demencialmente hacía la meta para derrotar a ese reloj espantoso, el único juez del mundo que tiene poder para enviarle a casa como perdedor.

Poco después de que le conociese, le expliqué que debería ver algunas películas de O.J. corriendo con un balón. Jean-Claude no conocía el fútbol americano, según me dijo, pero insistí en que daba igual.

—Es como ver correr a un borracho entre el tráfico de una autopista —dije—. No tienes que conocer el juego para apreciar la actuación de O.J… es todo un espectáculo, algo digno de verse…

Eso fue antes de que advirtiera los límites de la curiosidad de Killy. Killy parece creer, como Calvin Coolidge, que, «el negocio de Norteamérica son los negocios». Viene aquí a ganar dinero y le importa un rábano la estética. Lo único que le interesaba de O. J. Simpson era la cuantía de su contrato con la Chevrolet… y en realidad sólo vagamente.

A lo largo de nuestras numerosas y vagas conversaciones, le desconcertaba y le irritaba un poco el estilo errabundo de mi charla. Parecía creer que un periodista digno de su profesión debía someter diez preguntas muy concretas, anotar las diez respuestas que él diese y luego largarse. Esto reflejaba sin duda el pensamiento de sus asesores de relaciones públicas, muy partidarios de conceptos como «input», «exposición» y «el Imperativo Barnun».

Mi decisión de dejar el reportaje de Killy llegó súbitamente, sin ningún motivo especial… un exabrupto irracional de cólera desorbitada y angustia supurante ante el papel suplicante que llevaba dos días representando, ante la perspectiva de tener que tratar con aquella pandilla de miserables lacayos, cuyo sentido de la importancia personal parecía depender por completo del brillo de su alquilado artículo francés.

Algún tiempo después, cuando me había calmado ya lo suficiente para considerar otra tentativa de romper la barrera de los relaciones públicas, hablé por teléfono con Jean-Claude. El estaba en Sun Valley, dejándose fotografiar para un artículo de una revista sobre el «estilo Killy». Yo llamé para explicar por qué no había ido con él, según lo planeado, en aquel viaje de Chicago a Sun Valley.

—Has hecho algunas amistades raras este último año —le dije—. ¿No te pone un poco nervioso tener que viajar por ahí con un puñado de polis?

Soltó una risilla y dijo:

—Así es. Son exactamente igual que polis, ¿verdad? No me gusta, pero ¿qué puedo hacer? Nunca estoy solo… Esta es mi vida, sabes.

Tengo una cinta de esta conversación, y de vez en cuando la pongo para reírme. Es una especie de extraño clásico: cuarenta y cinco minutos de comunicación fallida, pese a los heroicos esfuerzos desplegados por ambas partes. El efecto de conjunto es el de un anfetaminoso profesional cargado como el Gran Colibrí, intentando abrirse camino a base de labia por una barrera de estupefactos conserjes para conseguir sentarse gratis en primera fila en un concierto de Bob Dylan en que ya no hay entradas.

Yo había hecho la llamada, medio a regañadientes, después de que Millie Wiggins Solheim, la Reina de la Elegancia de Sun Valley, me hubiera asegurado que ella se había enterado a través de las altas jerarquías de Head Ski de que Jean-Claude estaba ansioso de tener una charla íntima conmigo. Qué demonios, pensé, ¿por qué no? Pero esta vez según mis reglas: al estilo medianoche del Gran Colibrí. La grabación está llena de risas y de desvaríos descoyuntados. Killy sugirió, en principio, que nos viésemos en el Salón del Automóvil de Chicago, donde él tenía programado un segundo fin de semana de actuaciones para la Chevrolet, con el mismo horario: 1-3-5-7-9.

—Ni hablar —contesté—. A ti te pagan por andar por allí con esos cerdos, pero a mí no. Me miraban como si temieran que les robase la batería de aquel horrible coche que estabas vendiendo.

Se echó a reír de nuevo.

—Es cierto que a mí me pagan por estar allí… pero a ti te pagan por escribir el artículo.

—¿Qué artículo? —dije—. Que yo sepa, tú no existes. Tú eres un muñeco de tamaño natural hecho con gomaespuma. No puedo escribir nada interesante si he de explicar cómo vi una vez a Jean-Claude Killy al fondo de un salón atestado en el Stockyards Amphitheatre.

Hubo una pausa, otra risilla queda y luego:

—Bueno, quizás pudieras escribir sobre lo difícil que es escribir sobre mí.

Oh, jo, pensé. Eres un mariconcete muy sutil; tiene algo en la cabeza, después de todo. Fue la única vez que tuve la sensación de que estábamos en la misma longitud de onda… y sólo por un instante. Después de esto, la conversación se deterioró rápidamente.

Hablamos un rato más y por fin dije:

—Bueno, al diablo. Tú no necesitas publicidad y yo desde luego no necesito nada de esta mierda… deberían haberle encargado este artículo a una puta enana ambiciosa con dientes de oro…

Hubo una larga pausa al otro lado de la línea. Luego:

—¿Por qué no llamas a Bud Stanner, el director de Head Ski? Está aquí en el Lodge esta noche. Creo que él puede preparar algo. ¿Por qué no?, pensé. Cuando conseguí contactar con Stanner ya era la una.

Le aseguré que lo único que necesitaba era un poco de charla sin agobios y un tiempo para observar a Killy en acción.

—No me sorprende que Jean-Claude no quisiera hablar contigo esta noche —me dijo con una risilla maliciosa—. Da la casualidad de que están… bueno…
divirtiéndole
en este momento.

Qué raro —dije—. Acabo de hablar ahora mismo cuarenta y cinco minutos con él.

—¿Sí?… —Stanner consideró un momento mis palabras y luego, como habilidoso político, las ignoró y continuó muy animoso—: Es algo terrible. Esas condenadas no le dejan en paz. A veces, da apuro incluso ver cómo se le echan encima…

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