La gran caza del tiburón (22 page)

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Authors: Hunter S. Thompson

Tags: #Comunicación

BOOK: La gran caza del tiburón
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Lo cual puede llevarles algún tiempo. El Consejo Juvenil dispone de muy poco dinero y sus miembros conservan trabajo de jornada completa para poder mantenerse. La mayoría son universitarios graduados, más cultos que sus mayores, y con muchas más ganas de «atacar a unas cuantas personas», según dijo el señor Warrior, para conseguir que se hagan las cosas.

En realidad, lo más significativo de lo que pasó aquí la semana pasada, es esto en concreto: los indios, jóvenes y viejos, estaban deseando «atacar a unas cuantas personas». Los indios están luchando en todo el país contra el gobierno federal y los gobiernos estatales por una serie de causas. Y, aunque la pesca reivindicativa de la semana pasada y las diversas manifestaciones y protestas que se produjeron aquí no acabaron más que en tablas, las actitudes que reflejan podrían tener repercusiones de gran alcance.

National Observer,
8 de marzo de 1964

AQUELLOS AUDACES JÓVENES EN SUS MAQUINAS VOLADORAS… YA NO SON LO QUE ERAN

En Norteamérica, los mitos y las leyendas tardan mucho en morir. Los amamos por esa dimensión suplementaria que proporcionan, esa ilusión de posibilidad casi infinita de borrar los estrechos confines de la realidad de la mayoría de los hombres. Los héroes extraños y los extraños campeones que rompen los moldes existen como prueba viviente para quienes la necesitan de que la tiranía de la «carrera de ratas» aún no es definitiva. Mira a Joe Namath, dicen; rompió todas las reglas y logró derrotar al sistema. O Hugh Hefner, el Horatio Alger de nuestra época. Y Cassius Clay (Muhammad Ali), que voló tan alto como el U-2, y cuando los zánganos le derribaron no podía creerlo.

Gary Powers, el piloto del U-2 derribado en Rusia, es ahora piloto de pruebas de Lockheed Aircraft, y prueba aviones más nuevos y más «invencibles» en los fríos y luminosos cielos que hay sobre el desierto de Mojave, en Valle Antílope, al norte de Los Angeles. Ese valle está lleno de instalaciones aeronáuticas, sobre todo en la Base Edwards de las Fuerzas Aéreas, junto a Lancaster, que es donde las Fuerzas Aéreas prueban sus nuevos aviones y engendran una visión nueva y computada del piloto de pruebas temerario y mítico. El alto mando de las Fuerzas Aéreas de Edwards está asombrado de la persistencia de la vieja imagen «patada al neumático, vuelta a la llave y allá vamos». Hoy en día, la palabra clave en las Fuerzas Aéreas, insisten, es «profesionalismo».

Esto hizo un poco difícil mi visita a la base. Se hizo penosamente obvio, incluso después de una hora o así de charla intrascendente, que los serios profesionales de la pista de vuelos no se sentían muy complacidos con el tono de mi conversación… sobre todo cuando hacía preguntas comprometidas. Las Fuerzas Aéreas jamás han valorado el sentido del humor en sus hombres, y en sectores de gran riesgo como los vuelos de pruebas, la conciencia del absurdo puede paralizar el futuro de un hombre tanto como podría hacerlo un hábito de LSD.

Los pilotos de pruebas son gente muy recta. Están absolutamente consagrados a su trabajo y no acostumbran a tratar con desaliñados civiles que incluso parecen vagamente descontrolados… sobre todo con escritores. Mi imagen quedaba aún más empañada por un hueso dolorosamente astillado de mi mano derecha, que me obligaba a utilizar la izquierda en las presentaciones.

En determinado momento, hablando con dos coroneles, expliqué torpemente que ya me había roto la muñeca hacía más o menos un año. «La última vez —dije—, fue un accidente de moto una noche de lluvia; entré en una curva muy cerrada a 120 Km/h y no hice el cambio de velocidades».

¡Zang!
Eso fue la puntilla. Quedaron aterrados. «¿Cómo puede hacer alguien una cosa así?» preguntó el teniente coronel Ted Sturmthal, que acababa de volver de pilotar el inmenso XB-70 cruzando el país a la velocidad del sonido. El teniente coronel Dean Godwin, considerado junto con Sturmthal uno de los mejores pilotos de pruebas de las Fuerzas Aéreas, me miró como si acabase de sacar un dije de reloj del Vietcong.

Estábamos sentados en una especie de oficina plástico-gris junto a la línea de vuelo. Fuera, en la pista gris y fría, había un avión llamado SR-71, que podía volar a dos mil millas por minuto (o a unos tres mil cien pies por segundo) en el aire sutil que hay allá en el borde mismo de la atmósfera terrestre, a casi veinte millas de altura. El SR-71 ha dejado ya anticuado al U-2; la potencia de sus dos motores equivale a la de cuarenta y cinco locomotoras Diesel y vuela a una altura que queda ya incluida en el reino del vuelo espacial. Sin embargo, ni Sturmthal ni Godwin habrían vacilado un instante ante la posibilidad de meterse en la cabina de aquel chisme y sacarle el mayor rendimiento posible.

Las Fuerzas Aéreas llevan veinte años intentando acabar con la imagen del piloto de pruebas tipo loco y temerario «apunta hacia el suelo y a ver si se estrella», y lo han logrado al fin. El piloto de pruebas de la cosecha del 69 es un monumento supercauto, superinstruido y superintelígente en la era de la computadora. Es el espécimen perfecto, sobre el papel, y está tan seguro de su superioridad natural sobre los demás tipos de seres humanos, que uno empieza a preguntarse (tras pasar un rato en compañía de pilotos de prueba) que quizás nos fuese mejor a todos si la Casa Blanca pudiese trasladarse, mañana por la mañana mismo, a este triste páramo llamado Base Edwards de las Fuerzas Aéreas. Mi propia visita a la base me sirvió al menos para convencerme de que los pilotos de prueba de las Fuerzas Aéreas nos ven a los demás, quizás con razón, como piltrafas físicas, mentales o morales.

Salí de Edwards con la sensación de haber estado en la versión IBM del Olimpo. ¿Por qué había dejado yo aquel mundo perfecto? Porque yo estuve en tiempos en las Fuerzas Aéreas, y me parecieron entonces un torpe experimento de lobotomía masiva, en el que utilizaban normas en vez de bisturís. Y ahora, diez años después, las Fuerzas Aéreas aún se benefician del mito del piloto romántico que sus jefes de personal han destruido hace ya mucho.

Allá en los buenos tiempos, cuando los hombres eran Hombres y poderío era Derecho y el diablo y el mal ocupaban los puestos de cola, las pacíficas autopistas del desierto de Valle Antílope eran pistas de carreras para pilotos libres de servicio en grandes motocicletas. Los viajeros de movimiento lento se veían con frecuencia desalojados de la carretera por salvajes de cazadora de cuero y pañuelo blanco, torpedos humanos de dos ruedas que desafiaban todo límite de velocidad sin reparar en absoluto en su propia seguridad. Las motos eran un juguete muy popular entre los pilotos de aquella era pasada, y más de un furioso ciudadano se vio arrancado de su lecho en plena noche por el espantoso estruendo que hacía una inmensa Indian de cuatro cilindros bajo la ventana de su hija. La imagen del piloto salvaje y temerario persiste en la canción y en la leyenda, como si dijésemos, y en películas como el clásico de Howard Hughes,
Hell's Angels.

Antes de la Segunda Guerra Mundial, se consideraba a los pilotos seres atados a la muerte, semimíticos, muy admirados por su audacia, pero un poco insensatos si se les juzgaba por las normas habituales. Mientras otros hombres conducían trenes o recorrían la tierra en Ford T, los pilotos acrobáticos ambulantes recorrían el país con «espectáculos aeronáuticos» sensacionales, deslumbrando a los palurdos en un millón de ferias rurales. Cuando la acrobacia fallaba, se estrellaban… y, a menudo, morían. Los supervivientes seguían adelante, tratando a la muerte como a un acreedor terco y porfiado, brindando por su propia leyenda con jarras de ginebra y fiestas desenfrenadas para cortar el escalofrío. «Vive deprisa, muere joven y procura que tu cadáver tenga buen aspecto». Esta frase arrancaba muchas risas en las fiestas de presentación en sociedad, pero en los círculos aeronáuticos resultaba un poco cruda, un poco descarnada.

Era especialmente adecuada para los pilotos de pruebas, cuya tarea era descubrir qué aviones volarían y cuáles serían trampas mortales inevitables. Sí los otros corrían riesgos insensatos, lo hacían al menos en aviones probados. Los pilotos de pruebas, entonces y ahora, son los que prueban definitivamente los productos de las teorías de los ingenieros. Ningún avión experimental es «seguro» hasta que no se prueba. Unos funcionan maravillosamente, otros tienen fallos fatales. El desierto de Mojave está lleno de marcas de viruela que son las cicatrices del fracaso. Sólo las nuevas son visibles. Las cicatrices viejas han quedado cubiertas por las arenas y los matorrales de mezquite.

Cada funeral significa más donaciones, de amigos y supervivientes, al «fondo de la vidriera». La vidriera conmemorativa de los pilotos de pruebas de la capilla es una pared de mosaicos vidriados de colores, pagada con donaciones que podrían sí no haberse invertido en la compra de efímeras flores. La idea era en principio tener sólo una vidriera conmemorativa, pero cada año traía, invariablemente, más donaciones, así que ya sólo quedan unas cuantas ventanas normales. Todas las demás han sido sustituidas por reliquias de vidrio coloreado a los cien nombres que hay en la placa del vestíbulo de la capilla.

Todos los años se añaden dos o tres nombres nuevos, como media, pero hay años que son peores que otros. Ni en 1963 ni en 1964 hubo muertes en vuelos de prueba. Después, en 1965 hubo ocho. En 1966, la lista de bajas descendió a cuatro, pero dos de ellos murieron el mismo día, el 8 de junio, en un choque en pleno vuelo entre un caza monoplaza y uno de los dos únicos bombarderos XB-70 que llegaron a construirse.

Aquel fue un día terrible en Edwards. Los pilotos de pruebas están muy unidos: viven y trabajan juntos como un equipo de fútbol profesional. Sus mujeres son buenas amigas, y los hijos forman parte del mismo mundo pequeño. Así que una desgracia doble estremece a todos. Los pilotos de pruebas de hoy y sus familias viven casi tan cerca de la muerte como los pilotos de los viejos tiempos, pero la nueva generación la teme más. Con escasas excepciones, están casados, tienen por lo menos dos hijos y, en sus horas libres, viven tan sosegada y mesuradamente como cualquier profesor de física. Algunos andan en Hondas y Suzukís pequeñitas y en otras motos enanas, pero estrictamente como medio de transporte… o, como explicaba uno de ellos: «Para que Mamá pueda utilizar el coche de la familia». El aparcamiento que hay junto a la línea de vuelo, donde dejan los coches los pilotos que están trabajando, no se diferencia gran cosa del aparcamiento de un supermercado. También aquí, con raras excepciones, el vehículo terrestre del piloto de pruebas es modesto: un Ford o un Chevrolet de hace cinco años, puede que un Volkswagen, un Datsun u otro coche barato de importación. Al otro extremo de la línea de vuelo, frente a la escuela de pilotos de pruebas, la mezcla es algo más abigarrada. Entre los cuarenta y seis coches que conté allí una tarde, había un Jaguar XKE, un IK-150, un Mercedes viejo con motor Chevrolet V-8 y un Stingray; el resto eran cacharros. Junto a la puerta había un grupo de motos, pero la más feroz del lote era una modesta Yamaha 250.

En estos tiempos, las carreteras que hay por Valle Antílope están tranquilas a media noche, salvo alguna esporádica carrera de coches que hagan los chavales. Los pilotos de pruebas de hoy se acuestan temprano, y contemplan las grandes motos con el mismo desdén analítico que reservan para hippies, borrachos y otros símbolos de fracaso. Ellos corren sus riesgos —es su trabajo—, entre el amanecer y las cuatro y media de la tarde. Pero cuando disponen de su tiempo, prefieren meterse en el emparedado anonimato de sus casas de una planta y de tejado liso tipo Levittown entre la pista de golf de la Base y el club de oficiales, para relajarse frente a la tele con una suculenta cena televisiva. Su música es Mantovani, y su idea de un «artista» Norman Rocwell. Los viernes por la tarde, de cuatro y media a siete, se amontonan en el bar del club de oficiales para la «hora feliz» semanal, en la que la mayor parte de la conversación gira alrededor de los aviones y de los planes de pruebas en curso. Luego, poco antes de las siete, van a casa a recoger a sus mujeres y a arreglarse para la cena, de nuevo en «el club». Después de cenar, hay un poco de baile con la máquina de discos o puede que con un pequeño conjunto musical. El beber mucho queda descartado; un piloto de pruebas borracho es algo que produce auténtica alarma a los demás, que ven en cualquier forma de exceso social (beber, andar con mujeres, trasnochar, cualquier comportamiento «extraño») el indicio de un problema más profundo, un cáncer anímico de algún tipo. La borrachera de esta noche es un riesgo de resaca mañana (o el lunes), unos ojos que tardan en centrarse o una mano que tiembla en los controles de un aparato de cien millones de dólares. Las Fuerzas Aéreas han adiestrado a tres generaciones de pilotos de élite para evitar todo riesgo humano predecible en el programa de pruebas de vuelo. Los aviones son el factor desconocido inevitable de la ecuación a la que se reduce teóricamente todo plan de pruebas. (Los pilotos de pruebas son muy aficionados a las ecuaciones; pueden describir un avión y todas sus características utilizando sólo números). Y hasta un loco sabe que una ecuación con una sola incógnita es algo mucho más fácil de resolver que otra con dos. El propósito es, pues, reducir al mínimo la posibilidad de una segunda incógnita (como, por ejemplo, un piloto impredecible), que podría convertir una ecuación simple de vuelo de pruebas en un cráter calcinado en el desierto y otra ola de donaciones para la vidriera conmemorativa.

Los pilotos de pruebas civiles, que trabajan contratados por compañías como Boeing y Lockheed, pasan por una selección tan cuidadosa como sus hermanos espirituales de las Fuerzas Aéreas. Los individuos que dirigen el «complejo de la industria militar» no están dispuestos a confiar los frutos de sus proyectos de miles de millones de dólares al tipo de piloto que pudiera sentirse tentado a lanzarle con un avión nuevo por debajo del puente de Golden Gate a la hora punta. Toda la filosofía de las pruebas de investigación consiste en
reducir al mínimo el riesgo.
Los pilotos de pruebas reciben instrucciones concretas. Su trabajo consiste en realizar con el avión una serie de maniobras escrupulosamente proyectadas, para valorar su eficacia en circunstancias concretas (estabilidad a grandes velocidades, índice de aceleración en determinados ángulos de subida, etc.) y luego volver con ellos a tierra sin problema y escribir un informe detallado para los ingenieros. Hay muchos pilotos buenos, pero sólo hay unos cuantos que puedan comunicarse en el lenguaje de la aerodinámica superavanzada. El mejor piloto del mundo (aunque fuera capaz de aterrizar con un B-52 en el
green
número 8 de Pebble Beach sin chamuscar la yerba) no valdría para vuelos de prueba a menos que pudiese explicar, en un informe escrito, exactamente cómo y porqué podría hacerse el aterrizaje.

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