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Authors: Patricia Cornwell

La granja de cuerpos (5 page)

BOOK: La granja de cuerpos
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—No lo lamentes. Le conviene tener una compañera de habitación y compartir las dependencias con otras, aunque no necesariamente se lleve bien con ellas.

—Los genios no siempre trabajan bien ni se sienten cómodos con otros.

—Es el único borrón en su expediente —dije.

Pasé las horas siguientes al teléfono, tratando en vano de ponerme en contacto con el doctor Jenrette, quien, según parecía, se había tomado libre el día para jugar a golf.

Me alegré de saber que mi despacho de Richmond estaba en orden; los casos del día, hasta el momento, sólo requerían inspecciones visuales, es decir, exámenes externos con extracción de fluidos corporales. Por fortuna, no había habido homicidios desde la noche anterior y mis dos comparecencias ante tribunales, previstas para aquella semana, se habían aplazado. Wesley y yo nos encontramos en el lugar y a la hora convenidos.

—Colócate esto —Me entregaba un pase especial de visitante, que procedí a colgar del bolsillo de la chaqueta junto a la tarjeta de identificación.

—¿Te han puesto inconvenientes? —quise saber.

—Me ha ocupado un buen rato, pero al final lo he conseguido.

—Me tranquiliza saber que he superado el examen de mis antecedentes —comenté en tono irónico.

—Bueno, sólo por los pelos.

—Muchas gracias.

Llegamos ante una puerta y Wesley se detuvo brevemente, cediéndome el paso. Cuando la hube cruzado, noté un leve toque en la espalda.

—Kay, no es preciso que te diga que nada de cuanto veas u oigas en el ERF debe salir del edificio.

—Tienes razón, Benton. No es preciso que me lo digas.

En el exterior de la cafetería, los puestos de venta del Post Exchange eran asediados por un grupo de alumnos de la Academia Nacional con camisas rojas que curioseaban entre mil y un objetos, hasta el más inimaginable, adornados con las letras FBI. Hombres y mujeres en buena forma nos saludaron respetuosamente mientras se dirigían a sus clases a paso vivo; entre aquella aglomeración codificada por colores no se distinguía una sola camisa azul, pues hacía un año que no se abría la matrícula a nuevos alumnos.

Seguimos un largo pasillo hasta el vestíbulo, donde un rótulo digital colgado sobre el mostrador de recepción recordaba a los invitados la obligación de exhibir debidamente sus pases de visitante. Más allá de la puerta principal, los estampidos lejanos de los disparos salpicaban la tarde perfecta.

El ERF constaba de tres edificios amarillentos, de cristal y hormigón, más los terrenos adyacentes, rodeados por una valla alta de tela metálica y con barreras en las entradas. Las hileras de coches aparcados daban testimonio de una población laboral que no llegué a ver en ningún momento, pues el ERF parecía engullir a sus empleados y expulsarlos en algún momento en que los demás estábamos inconscientes.

Al llegar a la puerta, Wesley se detuvo ante el portero automático con teclado numérico instalado en la pared. Colocó el pulgar derecho sobre una lente lectora, que inspeccionó su huella dactilar al tiempo que la pantalla de datos le indicaba que marcase su número de identificación personal. El cerrojo biométrico se abrió con un leve chasquido.

—Es evidente que ya has estado aquí otras veces, Benton —comenté mientras él me abría la puerta.

—Muchas —asintió, y yo me pregunté qué asuntos lo llevarían normalmente a aquel lugar.

Avanzamos por un pasillo enmoquetado, silencioso y envuelto en una luz suave, más largo que dos campos de fútbol. Pasamos ante unos laboratorios donde científicos de trajes oscuros y con batas de trabajo estaban enfrascados en actividades de las cuales yo no sabía nada y que no pude identificar a primera vista. En numerosos cubículos, hombres y mujeres se afanaban ante mesas y mostradores cubiertos de instrumentos, ordenadores, monitores de video y extraños aparatos. Tras unas puertas dobles sin ventanas, una sierra eléctrica cortaba madera con un agudo gemido.

Al llegar a un ascensor fue precisa una nueva comprobación de la huella dactilar de Wesley para tener acceso al lugar silencioso y tranquilo donde Lucy pasaba la jornada laboral.

La segunda planta era, en esencia, un cráneo con aire acondicionado que encerraba un cerebro artificial. Paredes y moqueta eran de un gris mate y el espacio estaba dividido con precisión como una bandeja de cubitos de hielo. Cada cubículo contenía dos escritorios modulares con pulidos ordenadores, impresoras láser y pilas de papel. No me costó localizar a Lucy. Era la única analista que llevaba el uniforme de faena del FBI.

Estaba de espaldas a nosotros y hablaba por un teléfono acoplado a auriculares mientras con una mano movía un punzón sobre un bloc de notas informático y con la otra pulsaba un teclado. De no haber sabido a qué se dedicaba, habría imaginado que mi sobrina estaba componiendo música.

—No, no —le oí decir—. Un pitido largo seguido de dos cortos y, probablemente, estamos ante un fallo del monitor, o quizá de la placa que contiene los chips de vídeo.

Cuando se percató de nuestra presencia por el rabillo del Ojo, se volvió en su silla giratoria. Siguió hablando;

—Exacto. Si sólo ha sido un pitido corto, la cosa es muy distinta —explicó a su interlocutor del otro extremo de la línea—. Entonces seguro que es un problema en una placa del sistema... Escucha, Dave, ¿puedo llamarte más tarde?

Medio enterrado bajo papeles en el escritorio, descubrí un escáner biométrico. En una estantería repleta situada sobre su cabeza y esparcidos por el suelo había formidables manuales de programación, cajas de disquetes y cintas, pilas de revistas sobre ordenadores y software, y diversas publicaciones, encuadernadas en azul claro, con el sello del Departamento de Justicia.

—Se me ha ocurrido enseñarle a su tía a qué se dedica aquí —dijo Wesley.

Lucy se quitó los auriculares. Yo no habría sabido decir si se alegraba de vernos.

—En este momento estoy metida en problemas hasta las orejas —anunció—. Tenemos errores en un par de máquinas 486 —Me miró y añadió una explicación—: Utilizamos esos PC para desarrollar un sistema informático avanzado de persecución de criminales que llamamos CAÍN.

—¿CAÍN? —repetí con admiración—. ¡Unas siglas muy irónicas, tratándose de un sistema diseñado para seguir el rastro de delincuentes violentos!

—Supongo que se podría considerar un acto de contrición póstumo por parte del primer asesino del mundo. O tal vez, simplemente, que se necesita recurrir a uno de ellos para conocerlos —apuntó Wesley.

—Básicamente —continuó Lucy—, nuestra ambición es hacer del CAÍN un sistema automatizado que reproduzca el mundo real lo más fielmente posible.

—En otras palabras —apunté—, que llegue a pensar y actuar como lo haríamos nosotras.

—Exacto —Lucy tecleó de nuevo—. Ahí tienes el informe de los análisis criminológicos al que estás acostumbrada.

En la pantalla aparecieron las casillas del familiar formulario de quince páginas que llevaba años rellenando cada vez que me llegaba un cuerpo sin identificar o que había sido víctima de un agresor que probablemente había matado antes y volvería a hacerlo.

—Está un poco condensado. Lucy pasó unas cuantas páginas.

—El verdadero problema no ha sido nunca el impreso —apunté—. Lo difícil es conseguir que el investigador lo complete y lo envíe.

—Ahora tendrán ocasión de elegir —dijo Wesley—. Se puede instalar un terminal en el puesto de policía que permita sentarse a rellenar el formulario en cualquier momento. O, para los auténticos alérgicos a las máquinas, tenemos papel de verdad: una copia de impresora o el original, que podrán enviar como de costumbre o por fax.

»También estamos trabajando en tecnología para el reconocimiento de la escritura a mano, la identificación grafológica —continuó Lucy—. Los blocs de notas informáticos pueden utilizarse mientras el investigador está en su coche, en el despacho o esperando a declarar en un juicio. Y todo lo que tengamos en papel, sea escrito a mano o de cualquier otro modo, se puede introducir en el sistema con el escáner.

»La parte interactiva se produce cuando CAÍN hace una identificación o necesita información complementaria. Entonces CAÍN se comunicará realmente con el investigador por módem, o dejándole mensajes, orales o por correo electrónico.

—Las posibilidades son enormes —me aseguró Wesley.

Estaba clara la verdadera razón de que me hubiera llevado allí. Aquel cubículo parecía muy lejos de los despachos de primera línea en el centro de la ciudad, de los atracos a bancos y de los ajustes de cuentas por drogas. Wesley quería convencerme de que, si Lucy trabajaba para el FBI, estaría a salvo. Sin embargo, yo sabía que no era así: conocía las emboscadas de la mente.

Las páginas en blanco que mi joven sobrina me enseñaba en su impoluto ordenador se llenarían pronto de nombres y descripciones físicas que harían real la violencia. Lucy organizaría una base de datos que se convertiría en un vertedero de partes anatómicas, torturas, armas y heridas. Y un día ella escucharía los gritos silenciosos. E imaginaría el rostro de las víctimas en la gente con la que se cruzara.

—Supongo que todo eso que aplicas a los investigadores de la policía también tendrá utilidad para nosotros —dije a Wesley.

—No es preciso decir que los médicos forenses formarán parte de la red.

Lucy nos enseñó más pantallas y divagó sobre otras maravillas con palabras que incluso a mí me sonaban difíciles. Para mí, los ordenadores eran la moderna Babel. Cuanto más se elevaba la tecnología, mayor era la confusión de lenguas.

—Ahí está la novedad del Lenguaje de Interrogación de Estructuras —explicaba mi sobrina—. Es más enunciativo que navegacional; eso significa que el usuario especifica a qué quiere acceder de la base de datos, y no cómo quiere acceder a ello.

Yo había empezado a observar a una mujer que avanzaba en dirección a nosotros. Alta y de andar garboso, pero paso firme, la joven llevaba una bata larga de laboratorio que se mecía en torno a sus rodillas. Venía removiendo lentamente con un pincel el contenido de una lata de aluminio de pequeño tamaño.

Wesley continuaba de charla con mi sobrina:

—¿Ya hemos decidido cómo vamos a gestionar todo esto, finalmente? ¿Con un servidor principal?

—De hecho, la tendencia es hacia unos entornos servidores cliente/base de datos de tamaño reducido. Ya sabe, minis, LANs. Todo es cada día más pequeño.

La mujer se detuvo ante nuestro cubículo y, cuando alzó la vista, sus ojos se clavaron en los míos durante un momento, traspasándome. Enseguida desvió la mirada.

—¿Acaso había convocada alguna reunión de la que yo no estaba informada? —preguntó con una sonrisa fría, al tiempo que dejaba la latita sobre su mesa.

Tuve la clara sensación de que la intromisión la había disgustado.

—Tendremos que ocuparnos de nuestro proyecto un poco más tarde, Carrie. Lo siento —respondió Lucy; y añadió—: Supongo que ya conoces a Benton Wesley. Te presento a la doctora Kay Scarpetta, mi tía. Y ésta es Carrie Grethen.

—Encantada de conocerla —me dijo Carrie Grethen, y su mirada me incomodó.

La observé mientras se instalaba en su silla y se acariciaba con aire ausente sus cabellos castaño oscuro, largos y recogidos en un anticuado moño. Le calculé unos treinta y cinco años. La piel lisa, los ojos de un azul intenso y las facciones limpiamente esculpidas proporcionaban a su rostro una belleza patricia fuera de lo común.

Cuando Carrie Grethen abrió un cajón del archivo, advertí lo ordenado que tenía su lugar de trabajo en comparación con el de mi sobrina, pues Lucy estaba demasiado abstraída en su mundo esotérico como para dedicar mucha atención a dónde guardar un libro o un fajo de papeles. Pese a su probada inteligencia, mi sobrina seguía siendo una colegiala adicta a la goma de mascar y capaz de vivir en el desorden.

—Lucy —intervino Wesley—, ¿por qué no le enseñas un poco todo esto a tu tía?

—Desde luego.

De manifiesta mala gana, Lucy procedió a salir de una pantalla y se puso en pie.

—Bien, Carrie, cuénteme qué hacen ustedes aquí, exactamente —oí decir a Wesley mientras nos alejábamos.

Lucy se volvió hacia ellos y la emoción que vislumbré en su mirada me sorprendió.

—Lo que ves en esta sección se explica por sí mismo

—me dijo, nerviosa y muy tensa—. Sólo hay personal y estaciones de trabajo.

—¿Todos trabajan en el PCDV?

—No, de eso sólo nos ocupamos tres. Casi todo lo que se hace aquí es táctico —Volvió a mirar a su espalda antes de continuar—. Táctico en el sentido de utilizar los ordenadores para hacer funcionar mejor una pieza de equipo, como diversos aparatos de escucha electrónicos y algunos de los robots que utilizan los de Respuesta de Crisis y los de HRT.

Decididamente, Lucy tenía la cabeza en otra parte mientras me conducía al extremo opuesto de la planta, donde había una sala aislada mediante otro cerrojo biométrico.

—Ahí sólo estamos autorizados a entrar unos cuantos

—comentó, al tiempo que marcaba el número de identificación personal y aplicaba el pulgar para la lectura de la huella dactilar.

La puerta metálica gris daba paso a un espacio refrigerado donde se disponían ordenadamente estaciones de trabajo, monitores y una serie de módems de luces parpadeantes colocados en estantes. De la parte trasera de los aparatos salían haces de cables que desaparecían bajo el suelo; en las pantallas, unas letras en azul brillante que giraban en espirales y tirabuzones proclamaban «CAÍN». Como el aire, la luz artificial era limpia y fría.

—Aquí es donde se almacenan todas las huellas dactilares

—me contó Lucy.

—¿De las cerraduras? —pregunté mientras miraba a mi alrededor.

—De los escáneres que ves por todas partes para control de acceso físico y para seguridad de los datos.

—¿Y este complicado sistema de cerraduras es una invención del ERF?

—Aquí lo estamos mejorando y refinando. De hecho, en este momento tengo entre manos un proyecto de investigación relacionado con ello. Hay mucho por hacer.

Se inclinó sobre un monitor y graduó el brillo de la pantalla.

—Más adelante almacenaremos también datos de las imprentas digitales obtenidas sobre el terreno cuando los agentes detengan a alguien y utilicen el escáner electrónico para recogerlas —prosiguió—. Las huellas del detenido pasarán directamente a CAÍN y, si ha cometido otros delitos de los que se hayan recogido huellas y se hayan introducido en el sistema, serán cotejadas en unos segundos.

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