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Authors: Patricia Cornwell

La granja de cuerpos (2 page)

BOOK: La granja de cuerpos
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—Buenos días, señora.

El saludo, al unísono, las identificó al instante. Los agentes de la DEA, la Brigada Antidroga, eran famosos en la Academia por sus modales irritantemente corteses.

Empecé a quitarme las ropas húmedas con cierta timidez; no había llegado a acostumbrarme al ambiente, casi machista y militarista, de aquel lugar donde las mujeres no tenían el menor reparo en charlar o exhibir sus sentimientos sin nada encima más que las luces. Cogí la toalla y corrí a las duchas. Acababa de abrir el paso del agua cuando un par de ojos verdes familiares asomó al otro lado de la cortina de plástico y me sobresaltó. El jabón se me escapó de la mano y resbaló por el suelo de baldosas hasta detenerse junto a las Nike embarradas de mi sobrina.

—Lucy, ¿puedes esperar a que termine? —Cerré la cortina de un tirón.

—¡Joder! Len ha estado a punto de matarme esta mañana —dijo ella, feliz, al tiempo que devolvía el jabón al plato de la ducha con la puntera de la zapatilla deportiva—. Ha sido estupendo. La próxima vez que hagamos la pista dura de entrenamiento le preguntaré si puedes venir.

—No, gracias —Me froté los cabellos con el champú—. No tengo ganas de romperme un hueso o de torcerme un tobillo.

—Pues te aseguro que deberías pasarla una vez, tía Kay. Aquí es un rito de iniciación.

—No. Para mí, no.

Lucy guardó silencio un instante; después añadió con cierta vacilación:

—Tengo que preguntarte una cosa.

Me aclaré los cabellos y me los aparté de los ojos antes de descorrer la cortina y mirarla. Mi sobrina estaba ante la ducha, sucia y sudorosa de pies a cabeza, con manchas de sangre en la camiseta gris del FBI. A sus veintiún años y a punto de graduarse por la Universidad de Virginia, sus facciones se habían pulido hasta hacerla bastante guapa y sus cabellos castaño rojizo, que llevaba cortos, los había aclarado el sol. Recordé cuando su melena era larga y de un rojo más oscuro, cuando era una chica gordita y llevaba aparatos de ortodoncia.

—Quieren que vuelva después de la graduación —continuó—. El señor Wesley ha escrito una propuesta y hay muchas posibilidades de que los federales accedan.

—¿Y qué quieres preguntarme?

De nuevo, la ambivalencia golpeó con fuerza.

—Quería saber qué te parece.

—Ya sabes que hay congelación de plantilla... Lucy me observó fijamente e intentó obtener una información que yo no estaba dispuesta a darle.

—De todos modos, no podría ser una nueva agente recién salida de la universidad —dijo—. La cuestión es incorporarme al ERF ahora, quizá mediante una beca. Respecto a lo que haré después... —se encogió de hombros—, ¿quién sabe?

El ERF era el Servicio de Gestión de Investigaciones del FBI, un austero complejo de reciente construcción en el mismo recinto de la Academia. Las actividades que se desarrollaban allí eran materia reservada y me mortificaba un poco que, siendo yo la jefa de Servicios Forenses de Virginia y patóloga forense consultora de la Unidad de Apoyo a la Investigación del FBI, no estuviera autorizada a cruzar unas puertas que mi joven sobrina traspasaba cada día.

Lucy se quitó las zapatillas y los pantalones cortos y se desembarazó de la camiseta y del sujetador deportivo.

—Seguiremos la conversación más tarde —dije al tiempo que salía de la ducha y ella entraba.

—¡Ay! —se quejó cuando el agua le tocó las contusiones.

—Utiliza agua y jabón en abundancia. ¿Cómo te has hecho eso en la mano?

—He resbalado mientras bajaba un talud y se me ha enganchado la cuerda.

—Habría que poner un poco de alcohol, ahí.

—De ninguna manera.

—¿A qué hora sales del ERF?

—No lo sé. Depende.

—Nos veremos antes de que regrese a Richmond —le prometí, dispuesta a volver al vestuario.

Empecé a secarme el cabello y, apenas un minuto después, Lucy, tan desinhibida como las demás, pasó ante mí a paso ligero y sin otra cosa encima que el Breitling de pulsera que yo le había regalado por su aniversario.

—¡Mierda! —masculló entre dientes mientras empezaba a vestirse—. No tienes idea del trabajo que me espera hoy. Nuevo reparto del disco duro, recargarlo todo porque me estoy quedando sin espacio, incluir más, cambiar un montón de archivos... Sólo espero que no tengamos más problemas de hardware...

Sus quejas no sonaban muy convincentes. Lucy disfrutaba cada minuto del trabajo que llenaba su jornada.

—Mientras corría he visto a Marino. Se queda aquí esta semana —le comenté.

—Pregúntale si quiere hacer prácticas de tiro. Lucy arrojó las zapatillas al fondo de la taquilla y cerró con un estruendo entusiasta.

—Tengo la sensación de que va a hacer bastantes. Mis palabras la alcanzaron cuando, ya en la puerta, se cruzaba con media docena de agentes más, vestidas de negro.

—Buenos días, señora.

Los cordones azotaban el cuero mientras las agentes de la Antidroga se quitaban las botas.

Cuando terminé de vestirme y hube dejado la bolsa de gimnasia en mi habitación, ya eran las nueve y cuarto y llegaba con retraso.

Crucé dos puertas de seguridad, bajé a toda prisa tres tramos de escaleras, tomé el ascensor en la sala de reserva de armas y descendí veinte metros hasta el nivel inferior de la Academia, donde normalmente transcurría mi calvario. Sentadas en torno a la gran mesa de roble de la sala de conferencias había nueve personas, investigadores de la policía, expertos en identificación del FBI y un analista del VICAP. Mientras en derredor se sucedían los comentarios, tomé asiento junto a Marino.

—Este tipo sabe mucho sobre pruebas forenses.

—Y cualquiera que haya estado entre rejas sabe mucho de eso.

—Lo importante es que se siente sumamente a gusto con esta forma de comportamiento.

—Para mí, eso indica que no ha pisado nunca la cárcel.

Añadí mi expediente al resto de material sobre el caso que circulaba por la sala y susurré a uno de los expertos del FBI que quería fotocopias del diario de Emily Steiner.

—Sí, bien, no estoy de acuerdo con eso —intervino Marino—. Que alguien haya pasado por la cárcel no significa que tema volver a ella.

—La mayoría de la gente, sí. Recuerde eso del gato escaldado y el agua fría...

—Gault no es como la mayoría de la gente. A él le gusta el agua hirviendo.

Llegó a mis manos un montón de hojas de impresora láser con imágenes de la casa de los Steiner, una vivienda de estilo ranchero. Al fondo, una ventana de la planta baja aparecía forzada; por ella, el asaltante había accedido a un pequeño lavadero de suelo de linóleo blanco y paredes a cuadros azules.

—Si tomamos en cuenta el vecindario, la familia y la propia víctima, parece que Gault se está volviendo más atrevido.

Seguí un pasillo enmoquetado hasta el dormitorio principal, donde la decoración consistía en un estampado en tonos pastel de ramitos de violetas y globos sueltos. Conté seis almohadas en la cama con dosel y varias más en un estante del armario empotrado.

—Sí, aquí estamos hablando de un margen de vulnerabilidad realmente escaso.

El dormitorio de decoración infantil era el de Denesa, la madre de Emily. Según su declaración a la policía, el asaltante la había despertado a punta de pistola hacia las tres de la madrugada.

—El tipo quizá pretende provocarnos.

—No sería la primera vez.

Según la descripción de la señora Steiner, su atacante era de talla mediana y complexión normal. Respecto a la raza, no estaba segura porque el hombre llevaba guantes, máscara, pantalones largos y chaqueta. El tipo la había atado y amordazado con cinta aislante de color naranja subido y la había encerrado en el armario. Después, había seguido por el pasillo hasta la habitación de Emily y, una vez allí, la había arrancado de la cama y desaparecido con ella en la oscuridad de la madrugada.

—Creo que debemos andarnos con cuidado y no obsesionarnos con el tipo. Con Gault.

—Buen consejo. Es preciso no actuar con ideas preconcebidas.

—¿La cama de la madre está hecha? —inquirí.

La conversación se interrumpió. Un investigador de mediana edad, con unas facciones relajadas y coloradas, asintió con la cabeza al tiempo que sus ojos azules y despiertos posaban la mirada, como un insecto, sobre mis cabellos rubios, sobre mis labios y sobre el fular gris que asomaba en el cuello abierto de mi blusa a rayas grises y blancas. La mirada continuó su inspección y descendió hasta mis manos para fijarse en el sello de oro de mi anillo y en el dedo anular, sin huella de alianza.

—Soy la doctora Scarpetta —me presenté sin la menor calidez, mientras su mirada recorría mi pecho.

—Max Ferguson, SBI, Asheville.

—Y yo soy el teniente Hershel Mote, de la policía de Black Mountain —Un hombre pulcramente vestido de caqui y ya en edad de jubilarse se reclinaba sobre la mesa para tender una manaza encallecida—. Es un verdadero placer, doctora. He oído muchas cosas de usted.

—Según parece —Ferguson se dirigió a todo el grupo—, la señora Steiner hizo la cama antes de que llegara la policía.

—¿Por qué? —quise saber.

—Por recato, tal vez —apuntó Liz Myre, la única mujer del equipo de expertos del FBI.— Ya había tenido a un extraño en el dormitorio y esperaba la llegada de la policía...

—¿Cómo iba vestida cuando llegó la patrulla? —pregunté. Ferguson consultó un informe:

—Un salto de cama rosa cerrado con cremallera, y calcetines.

—¿Era lo que llevaba en la cama? —preguntó detrás de mí una voz que no me resultó desconocida.

El jefe de unidad, Benton Wesley, cerró la puerta de la sala de conferencias al tiempo que nuestras miradas se cruzaban un instante. Alto y delgado, de facciones angulosas y cabellos plateados, vestía un traje oscuro y venía cargado de papeles y cartuchos de diapositivas. Nadie dijo nada mientras el recién llegado ocupaba su asiento en la cabecera de la mesa y garabateaba enérgicamente varias notas con una estilográfica Mont Blanc.

Sin levantar la mirada, Wesley repitió:

—¿Sabemos si la mujer iba vestida así cuando tuvo lugar el ataque? ¿O si se puso esa ropa después de los hechos?

—Yo lo llamaría una bata, más que un salto de cama —apuntó Mote—. Tela de franela hasta los tobillos, mangas largas, cremallera hasta el cuello...

—Lo único que llevaba debajo eran las bragas —indicó Ferguson.

—No te preguntaré cómo sabes eso —intervino Marino.

—El Estado me paga para que sea observador. Los federales, que quede claro —paseó la mirada en torno a la mesa—, no me pagan por cagadas.

—Nadie debería pagarte las cagadas, a menos que comieras oro —masculló Marino.

Ferguson sacó un paquete de cigarrillos.

—¿Le molesta a alguien si fumo?

—A mí.

—Sí, a mí también.

—Kay —Wesley deslizó hacia mí un grueso sobre de papel manila—. Informes de autopsia, más fotos.

—¿Xerocopias? —pregunté.

No me gustaba trabajar con ellas porque, como las imágenes de las impresoras de aguja, sólo resultan satisfactorias desde cierta distancia.

—No. En auténtico papel fotográfico.

—Bien.

—Estamos buscando el
modus operandi
característico del asaltante, ¿no es eso? —Wesley miró en torno a la mesa y varios de los presentes asintieron—. Y tenemos un sospechoso viable. O, al menos, digamos que suponemos tenerlo.

—Para mí, no hay la menor duda de que es él —asintió Marino.

—Sigamos revisando la escena del crimen; después pasaremos a las víctimas —continuó Wesley al tiempo que empezaba a hojear la documentación—. Y creo que, de momento, será mejor mantener fuera del asunto los nombres de delincuentes conocidos —Nos observó a todos por encima de las gafas de lectura y preguntó—: ¿Tenemos un plano?

Ferguson distribuyó fotocopias.

—Están señaladas la casa de la víctima y la iglesia. También está marcado el camino en torno al lago que, se supone, tomó la niña de vuelta a casa tras la reunión.

A Emily Steiner, con su carita menuda y su cuerpecillo frágil, nadie le habría echado más de ocho o nueve años. En la fotografía escolar más reciente que le habían hecho, la primavera anterior, llevaba un suéter verde abotonado hasta el cuello y los cabellos, de color rubio pajizo, peinados con raya al lado y sujetos con un prendedor en forma de loto.

Que nosotros supiéramos, no le habían tomado más fotos hasta la despejada mañana del martes, 7 de octubre, cuando un viejo llegó a la orilla del lago Tomahawk para disfrutar de un rato de pesca. Mientras el hombre procedía a colocar su silla plegable en un saliente fangoso junto al agua, había advertido un pequeño calcetín rosa que asomaba de un matorral cercano. A continuación, el viejo había observado que el calcetín estaba unido a un pie.

Ferguson procedió entonces a pasar unas diapositivas. Con el extremo de la sombra del bolígrafo proyectada en la pantalla señaló un punto y comentó:

—Descendimos por el camino y localizamos el cuerpo ahí.

—¿Y a qué distancia queda de la iglesia y de la casa?

—Un kilómetro y medio de cualquiera de los dos, si uno va en coche. En línea recta, un poco menos.

—¿Y el camino alrededor del lago sería el más directo?

—Sí, es un buen atajo —Ferguson hizo un resumen de lo encontrado—: Tenemos a la niña tendida en el suelo con la cabeza hacia el norte. Tenemos un calcetín a medio sacar en el pie izquierdo y el otro en el derecho. Tenemos un reloj. Tenemos un collar. Llevaba un pijama de franela azul y bragas, que hasta la fecha no han aparecido. Esta es una ampliación de la herida en la zona posterior del cráneo.

La sombra del bolígrafo se desplazó y encima de nosotros, a través de los gruesos muros, resonaron los estampidos amortiguados procedentes de la sala de tiro cubierta.

El cuerpo de Emily Steiner estaba desnudo. Tras un examen minucioso, el forense del condado de Buncombe había establecido que la niña había sufrido abusos sexuales y que las grandes manchas oscuras y brillantes de la parte interna de los muslos, el torso y el hombro que se veían en las imágenes correspondían a zonas en las que faltaba carne. La víctima también había sido atada y amordazada con cinta adhesiva anaranjada y la causa de la muerte era un único disparo en la nuca con un arma de pequeño calibre.

Ferguson pasó diapositiva tras diapositiva y, mientras las imágenes del pálido cuerpo de la chiquilla se sucedían en la oscuridad, se produjo un silencio. No he conocido a ningún investigador que se haya acostumbrado alguna vez a ver niños maltratados y asesinados.

BOOK: La granja de cuerpos
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