Read La granja de cuerpos Online
Authors: Patricia Cornwell
—¿La señora Steiner dijo qué tomó Emily esa noche? —pregunté a los reunidos.
—Me contó que habían cenado macarrones con queso y ensalada —respondió Ferguson.
—¿A qué hora?
Según el informe de la autopsia, el contenido del estómago de Emily consistía en una pequeña cantidad de un fluido parduzco.
—Hacia las siete y media, me dijo.
—¿Habría terminado de digerir una cena así cuando fue raptada, a las tres de la madrugada?
—Sí —contesté—. Su estómago habría quedado vacío mucho antes.
—Cabe la posibilidad de que no le diera mucho de comer o de beber mientras la tuvo cautiva.
—¿Explicaría eso la cifra elevada de sodio, la posible des-hidratación? —me preguntó Wesley.
—Es posible, desde luego...
Tomó unas notas más mientras murmuraba:
—En la casa no hay sistema de alarma, ni perros.
—¿Sabemos si el hombre robó algo?
—Quizás algo de ropa.
—¿De quién?
—De la madre, tal vez. Mientras estaba atada y amordazada en el baño, tuvo la impresión de que oía al asaltante revolver los cajones.
—Si lo hizo, fue muy ordenado. La señora Steiner también dijo que no estaba segura de si faltaba o se había estropeado algo.
—¿Qué enseñaba el padre? ¿Tenemos ese dato?
—La Biblia.
—Broad River es uno de esos centros fundamentalistas. Los chicos empiezan el día cantando
El pecado nunca, prevalecerá sobre mí.
—
No bromee.
—Lo digo en serio.
—¡Dios santo!
—Sí, de Él también hablan muchísimo.
—Tal vez podrían hacer algo con mi nieto.
—¡Mierda, Hershel, nadie puede sacar provecho de tu nieto porque tú mismo lo has malcriado y estropeado! ¿Cuántas minibicis tiene ya? ¿Tres?
Intervine de nuevo:
—Me gustaría saber más cosas de la familia de Emily. Supongo que son gente religiosa.
—Muchísimo.
—¿Más hermanos?
El teniente Mote hizo una profunda inspiración con aire cauto.
—Esto es lo más triste del caso. Hubo otro bebé hace algunos años, pero murió al poco de nacer.
—¿También en Black Mountain? —pregunté.
—No, señora. Sucedió antes de que los Steiner se trasladaran a la zona. Son de California. Tenemos gente de todas partes, ¿sabe?
—Muchos forasteros —intervino Ferguson— vienen a nuestras montañas cuando se jubilan, de vacaciones o para asistir a reuniones religiosas. Mierda, si tuviera una moneda por cada baptista que viene, no estaría sentado aquí.
Dirigí una mirada a Marino. Su irritación era tan palpable como el calor; tenía la cara al rojo vivo.
—El lugar ideal para que Gault se instale. Allí, la gente lee todo lo que publican sobre ese hijo de puta en la revista
People
, en el
National Enquirer
o en
Parade.
Pero a nadie le cabe en la cabeza que la alimaña pueda bajar al pueblo. Para ellos, ese tipo es Frankenstein. En realidad, no existe.
—No olviden que también hubo esa película de televisión sobre él —insistió Mote.
—¿Cuándo fue eso? Ferguson frunció el entrecejo.
—El verano pasado. Me lo dijo el comisario Marino. No recuerdo el nombre del actor, pero ha hecho muchas películas de ésas de
Terminators
, ¿verdad?
Marino no se molestó en responder. Su batida personal agitaba el aire de la sala.
—¡Estoy convencido de que el hijo de puta todavía está aquí! —dijo. Apartó la silla de la mesa y añadió otro envoltorio de goma de mascar al cenicero.
—Todo es posible —murmuró Wesley sin alterar un ápice el tono.
—En fin... —Mote carraspeó—. Será sumamente apreciada cualquier ayuda que puedan prestar ustedes. Wesley echó un vistazo al reloj.
—¿Quiere apagar las luces otra vez, Pete? He pensado que debíamos revisar esos casos anteriores y enseñar a nuestros dos visitantes de Carolina del Norte cómo se las gastó Gault mientras estuvo en Virginia.
Durante la hora siguiente, los horrores se sucedieron en la oscuridad de la sala como escenas inconexas de mis peores pesadillas. Ferguson y Mote no apartaron un solo instante sus ojos, abiertos como platos, de la pantalla. No dijeron una palabra. No los vi parpadear.
A
l otro lado de las cristaleras de la cafetería, unas rollizas marmotas se solazaban sobre el césped mientras yo tomaba una ensalada y Marino rebañaba de su plato los últimos restos del pollo frito especial.
El cielo tenía un tono azul desvaído y los árboles empezaban a dar indicios del encendido resplandor con que arderían sus ramas cuando el otoño alcanzara su punto culminante. En cierto modo, envidiaba a Marino. El esfuerzo físico que le esperaba durante la semana de prácticas casi parecería un descanso en comparación con lo que me aguardaba a mí, con lo que se cernía ominosamente sobre mí como un ave de presa enorme e insaciable.
—Lucy espera que encuentre un rato para hacer prácticas de tiro con ella mientras esté por aquí —le dije.
—Depende de si ha mejorado sus modales. Marino apartó a un lado la bandeja.
—Qué curioso, eso es lo que ella dice de usted, normalmente. Él sacó un cigarrillo del paquete.
—¿Le importa?
—No, porque va a encenderlo de todos modos.
—Nunca le da el menor margen a nadie, doctora —El cigarrillo se agitó de un lado a otro mientras Marino hablaba—. Y no es que no haya reducido el consumo... —accionó el encendedor—. Pero le diré la verdad: uno piensa constantemente en el pitillo.
—Tiene razón. No pasa un minuto sin que me pregunte cómo he podido mantener un vicio tan desagradable y antisocial.
—Tonterías. Echa de menos el tabaco terriblemente. Ahora mismo le gustaría estar en mi lugar —Exhaló una columna de humo y echó un vistazo por la ventana—. Un día de éstos, todo el complejo se convertirá en un sumidero por culpa de esa peste de marmotas que no paran de copular.
—¿Por qué habría de trasladarse Gault a las montañas occidentales de Carolina del Norte? —pregunté.
—¿Por qué cono habría de ir a ninguna parte? —La mirada de Marino se endureció—. Cualquier pregunta que haga sobre ese hijo de puta tiene la misma respuesta. Porque le da la gana. Y no va a detenerse con esa niña. Otro chiquillo... o una mujer, o un hombre, joder, cualquiera... estará en el lugar inoportuno en el momento inoportuno cuando a Gault le vuelvan a entrar ganas...
—¿Y cree de verdad que sigue allí? Marino hizo saltar la ceniza.
—Sí, estoy convencido de que sigue allí.
—¿Por qué?
—Porque la diversión sólo acaba de empezar —respondió él, al tiempo que Benton Wesley aparecía en la puerta de la cafetería—. El mayor espectáculo del mundo y él está ahí, sentado en primera fila y partiéndose de risa mientras la policía de Black Mountain da vueltas en círculo y trata de decidir qué demonio hacer. Allí apenas tienen un homicidio al año, por término medio.
Seguí con la mirada a Wesley mientras éste se acercaba al bar de ensaladas, se servía un cazo de sopa en un cuenco, ponía unas tostadas en la bandeja y dejaba varios dólares en la bandejita a disposición de los clientes cuando no estaba el cajero. No hizo la menor indicación de que nos hubiera visto, pero yo conocía su habilidad para asimilar hasta el menor detalle de cuanto le rodeaba, aunque pareciese envuelto en una bruma.
—He observado varios detalles físicos del cuerpo de Emily Steiner que me llevan a pensar que permaneció refrigerado —comenté a Marino mientras Wesley se encaminaba hacia nosotros.
—Claro. Por supuesto que ha estado en un frigorífico. El del depósito de cadáveres.
Marino me dirigía una mirada de extrañeza.
—Da la impresión de que me estoy perdiendo algo importante —intervino Wesley al tiempo que agarraba una silla y se sentaba con nosotros.
—Tengo la sospecha de que el cuerpo de Emily Steiner estuvo en un frigorífico antes de ser abandonado junto al lago —repetí.
—¿Y en qué te basas?
Un gemelo de oro con el símbolo del Departamento de Justicia asomó bajo el puño de la chaqueta cuando Wesley alargó la mano para coger la pimienta.
—La piel estaba seca y pastosa —respondí—. El cadáver apareció bien conservado y prácticamente limpio de insectos y otros bichos.
—Eso echaría por tierra la idea de que Gault pueda esconderse en algún hotel de paso para turistas —apuntó Marino—. Desde luego, el minibar no es el lugar adecuado para guardar un cuerpo.
Wesley, siempre meticuloso, tomó una cucharada de sopa de almejas y se la llevó a los labios sin derramar una gota.
—¿Qué objetos se han dado a investigar? —pregunté.
—Las joyas que llevaba y los calcetines —informó Wesley—. Y la cinta adhesiva, aunque ésta, por desgracia, fue arrancada sin que nadie se ocupara de buscar huellas. En el depósito, la cinta estaba hecha pedazos.
—¡Joder! —murmuró Marino.
—Pero es de un tipo especial y aún tenemos esperanzas de seguir su rastro. De hecho, les aseguro que nunca había visto una cinta adhesiva de color naranja y fluorescente.
—Yo tampoco —intervine—. ¿Su laboratorio ha encontrado algo, ya?
—Nada todavía, salvo que hay un rastro de manchas de grasa. Al parecer, los bordes del rollo del que procede la cinta están manchados de grasa. Aunque no sé de qué nos puede servir esto.
—¿Qué más tienen los del laboratorio?
—Muestras de microscopio, tierra que estaba bajo el cuerpo, la manta y la bolsa que se emplearon para trasladarlo desde el lago...
Mientras Wesley seguía hablando, noté que crecía mi frustración. Me pregunté qué se nos había pasado por alto, qué testimonios microscópicos habían sido silenciados para siempre.
—Me gustaría tener copia de las fotografías e informes, y de los resultados del laboratorio cuando se reciban —indiqué.
—Todo lo nuestro es vuestro —respondió Wesley—. El laboratorio se pondrá en contacto contigo directamente.
—Debemos fijar el momento de la muerte —intervino Marino—. Todavía no lo hemos determinado.
—Sí, es muy importante que lo precisemos —asintió Wesley—. ¿Podrías seguir con eso, doctora?
—Haré lo que pueda —respondí.
Marino echó una ojeada al reloj y se levantó de la mesa.
—Ya debería estar en la galería de tiro. De hecho, calculo que habrán empezado sin mí.
—Supongo que se cambiará de ropa antes de ir —le comentó Wesley—. Póngase una sudadera con capucha.
—Ya. Para caer muerto de agotamiento y de calor.
—Mejor eso que ser abatido por balas de pintura de nueve milímetros. Duelen de mil demonios —dijo Wesley.
—¿Qué es esto? No habrán estado hablando del asunto entre ustedes, ¿verdad?
Le seguimos con la mirada. Mientras se alejaba, se abotonó la chaqueta de lana sobre la panza prominente, se alisó los cabellos ya escasos y se ajustó los pantalones. Marino tenía la costumbre de atusarse como un gato, en un gesto que denotaba timidez, cada vez que hacía una entrada o un mutis.
Wesley contempló el sucio cenicero colocado ante la silla que había ocupado Marino. Luego dirigió la mirada hacia mí y sus ojos me parecieron inusualmente sombríos y cansados.
Sus labios estaban tensos como si no hubieran aprendido a sonreír jamás.
—Tienes que hacer algo con él —me dijo.
—Ojalá estuviera en mi mano, Benton.
—Eres la única persona que él trata que tiene alguna posibilidad.
—Eso me da miedo.
—Lo que da miedo es lo sofocado que estaba durante la reunión. No hace absolutamente nada de lo que debería. Fritos, cigarrillos, alcohol... —Wesley apartó la mirada—. Desde que Doris se marchó, no se cuida.
—Yo he visto cierta mejoría —repliqué.
—Breves remisiones —Él volvió a fijar sus ojos en los míos—. En general, se está matando.
En general, aquello era lo que Marino venía haciendo toda la vida. Y yo nunca había sabido cómo remediarlo.
—¿Cuándo vuelves a Richmond, doctora? —quiso saber Wesley y yo me pregunté cómo le iría en su casa, qué sería de su esposa.
—Depende —respondí—. Esperaba pasar una temporadita con Lucy.
—¿Te ha contado que queremos que vuelva? Contemplé la hierba y las hojas que se agitaban al viento, bañadas por el sol.
—Está encantada —murmuré.
—Pero tú, no.
—No.
—Lo entiendo. No quieres que Lucy comparta tu realidad, Kay —Su expresión se dulcificó casi imperceptiblemente—. Supongo que debería animarme el comprobar que, al menos en un aspecto, no eres completamente racional y objetiva.
Existía más de un aspecto en que yo no era completamente racional y objetiva, y Wesley lo sabía muy bien.
—Ni siquiera estoy segura de qué es lo que Lucy está haciendo ahí —dije—. ¿Qué te parecería si fuera hija tuya?
—Me parecería lo mismo que en el caso de cada uno de mis hijos. No los quiero con los militares ni en los cuerpos de seguridad. No quiero que se habitúen a las armas. Y al mismo tiempo deseo que participen en todas esas cosas.
—Porque conoces lo que hay ahí fuera —asentí, mientras mis ojos se fijaban en los suyos quizá más tiempo del debido.
Wesley arrugó la servilleta de papel y la dejó sobre su bandeja.
—A Lucy le gusta lo que hace. A nosotros también.
—Me alegro de oír eso.
—Es una chica notable. El programa que nos ayuda a desarrollar para el PCDV va a cambiarlo todo. No queda muy lejos el día en que podamos seguir el rastro de estas alimañas por todo el globo. Imagina que Gault hubiera atacado a esa chica en Australia. ¿Crees que lo habríamos sabido?
—Lo más probable es que no —respondí—. Y, desde luego, no tan pronto. Pero todavía no estamos seguros de que fuera Gault quien la mató.
—Lo único que sabemos es que más tiempo significa más vidas.
Tendió la mano, cogió mi bandeja y la colocó encima de la suya. Nos levantamos de la mesa.
—Creo que deberíamos hacerle una visita a tu sobrina —dijo él.
—Me parece que no estoy autorizada.
—Es cierto. Pero dame un poco de tiempo, y seguro que podré arreglarlo.
—Me encantaría.
—Veamos... Es la una en punto. ¿Qué te parece si nos encontramos aquí mismo a las cuatro y media? —propuso mientras salíamos de la cafetería. Luego añadió—: Por cierto, ¿cómo le va a Lucy en Washington? —Wesley se refería al poco acogedor dormitorio compartido, con sus camitas estrechas y sus toallas, tan pequeñas que no alcanzaban a cubrir nada importante—. Lamento no haber podido ofrecerle más intimidad.