La granja de cuerpos (6 page)

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Authors: Patricia Cornwell

BOOK: La granja de cuerpos
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—Supongo que esto se podrá conectar con los sistemas automatizados de identificación de huellas dactilares de todo el país.

—De todo el país y, algún día, de todo el mundo. El objetivo es que todos los caminos converjan aquí.

—¿Carrie también está adscrita a CAÍN?

—Sí.

Lucy adoptó una expresión de desconcierto.

—Entonces, es una de las tres personas que decías.

—Exacto.

Al ver que Lucy no añadía nada, comenté:

—Me ha parecido bastante rara.

—Supongo que eso mismo podría decirse aquí de cualquiera —respondió mi sobrina.

—¿De dónde es? —insistí.

Carrie Grethen me había inspirado antipatía desde el primer instante en que la vi. No sabía por qué.

—Del estado de Washington.

—¿Qué tal es?

—En lo suyo, muy buena.

—Eso no responde del todo a mi pregunta —dije con una sonrisa.

—Procuro no hurgar demasiado en la personalidad de los que trabajan conmigo. ¿A qué viene tanta curiosidad? La voz de Lucy adquirió un tono defensivo.

—Tengo curiosidad porque ella me la ha despertado —me limité a contestar.

—Tía Kay, me gustaría que dejaras de mostrarte tan protectora. Claro que, visto a lo que te dedicas profesionalmente, es inevitable que pienses lo peor de todo el mundo.

—Ya. Y supongo que también es inevitable, visto a lo que me dedico profesionalmente, que imagine muerto a todo el mundo —repliqué secamente.

—Eso es ridículo —dijo mi sobrina.

—Sólo esperaba que hubieras conocido a gente agradable.

—Y te agradecería que también dejaras de preocuparte de si hago o no amistades.

—Lucy, no pretendo entrometerme en tu vida. Lo único que pido es que tengas cuidado.

—No, eso no es lo único que pides. Estás entrometiéndote, digas lo que digas.

—No es mi intención —respondí.

Lucy conseguía sacarme de mis casillas como nadie.

—Sí, claro que lo es. La verdad es que no me quieres ver aquí.

Me arrepentí de mis siguientes palabras tan pronto las hube pronunciado:

—Claro que quiero. Fui yo quien te metió en ese jodido internado.

Lucy se limitó a mirarme fijamente. Bajé la voz y posé la mano en su antebrazo.

—Lo siento, Lucy. No discutamos, por favor. Ella rechazó el contacto:

—Tengo que ir a comprobar una cosa.

Ante mi sorpresa, se alejó bruscamente y me dejó a solas en una sala de alta seguridad tan árida y helada como había terminado por ser nuestro encuentro. En las pantallas de vídeo se sucedían los colores y las luces, y las cifras brillaban, rojas y verdes, mientras mis pensamientos zumbaban monótonamente como el penetrante sonido blanco. Lucy era la hija única de mi irresponsable única hermana, Dorothy, y yo no tenía hijos. Pero el amor que sentía por mi sobrina no podía explicarse sólo por esta razón.

Yo comprendía su íntima vergüenza, nacida del abandono y del aislamiento, y llevaba sus mismos hábitos de dolor bajo mi bruñida armadura. Cuando la cuidaba y me ocupaba de sus heridas, lo que hacía era ocuparme de las mías. Pero eso era algo que no podía revelarle. Salí de la sala de alta segundad y me cercioré de dejar bien cerrada la puerta.

A Wesley no se le escapó el detalle de que había vuelto de mi visita de inspección sin mi guía. Lucy, por su parte, no reapareció a tiempo de despedirse.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó él mientras regresábamos a la Academia caminando.

—Me temo que hemos chocado con otro de nuestros desacuerdos —fue mi respuesta. Él me miró.

—Algún día dime que te hable de mis desacuerdos con Michele.

—Si dan cursos para ser madre o tía, creo que debería inscribirme. De hecho, ojalá me hubiera apuntado hace tiempo. Sólo le he preguntado si había hecho amistades aquí, nada más, y se lo ha tomado fatal.

—¿Y qué es lo que te preocupa?

—Lucy es tan solitaria... Wesley me miró con perplejidad.

—Ya lo has mencionado antes pero, para ser sincero, Kay, no es ésa mi impresión.

—¿A qué te refieres?

Nos detuvimos para dejar paso a varios coches. El sol estaba bajo y me calentaba la nuca. Wesley se había quitado la chaqueta y la llevaba doblada sobre el brazo. Cuando la vía quedó despejada, me dio un leve toque en el codo.

—La otra noche estaba en el Globe & Laurel y vi allí a Lucy con una amiga. Puede que fuera Carrie Grethen pero, en realidad, no estoy completamente seguro. Lo que sí sé es que parecían pasárselo en grande.

Mi sorpresa no habría sido mayor si Wesley me hubiera dicho que Lucy había secuestrado un avión.

—Y muchas noches se queda en la cafetería hasta las tantas. Tú sólo ves un aspecto de tu sobrina, Kay. Y a los padres o a quienes actúan como tales siempre les sorprende que exista otra faceta que les había pasado inadvertida.

—Esa faceta de la que hablas me resulta completamente ajena —repliqué, pero no me sentí aliviada. La idea de que Lucy tuviera aspectos que yo ignoraba me producía un profundo desconcierto.

Continuamos andando en silencio unos instantes. Cuando llegábamos al vestíbulo, pregunté en voz baja:

—Dime, Benton, ¿mi sobrina bebe?

—Tiene edad suficiente.

—Eso ya lo sé.

Me disponía a seguir con las preguntas cuando mis graves preocupaciones fueron interrumpidas por el gesto rápido y sencillo de Wesley, que se llevó la mano al cinturón y descolgó el busca. Al ver el número que indicaba la pantalla, frunció el entrecejo y murmuró:

—Bien, bajemos hasta la unidad y veamos qué sucede.

3

E
l teniente Hershel Mote no pudo reprimir el tono casi histérico de su voz cuando Wesley respondió a su llamada telefónica, a las seis y veintinueve minutos de la tarde.

—¿Está usted ahí? —Wesley repitió su pregunta por el aparato.

—Sí, en la cocina.

—Teniente Mote, cálmese. Dígame dónde está, exactamente.

—En la cocina de Max Ferguson, el agente del SBI. No puedo dar crédito... No había visto nunca algo parecido.

—¿Hay alguien más con usted?

—No, estoy solo. Excepto lo que hay arriba, como le digo. He llamado al forense, y el agente de guardia está viendo a quién puede localizar.

—Tranquilo, teniente —repitió Wesley con su flema habitual.

Capté la respiración agitada al otro lado de la línea e intervine:

—¿Teniente Mote? Soy la doctora Scarpetta. Quiero que lo deje todo exactamente como lo ha encontrado.

—¡Oh, Señor! —balbuceó el hombre—. Ya lo he descolgado...

—Está bien.

—Cuando he entrado, yo... Que Dios me ampare, no podía dejarlo de esa manera.

—Está bien —traté de calmarle—. Pero es muy importante que ahora no lo toque nadie.

—¿Y el forense?

—Ni siquiera él.

Wesley me miró fijamente.

—Salimos para allá —dijo al teniente—. Nos tendrá ahí no más tarde de las diez. Mientras tanto, no haga nada.

—Sí, señor. Voy a quedarme aquí sentado y no me levantaré hasta que deje de dolerme el pecho.

—¿Cuándo ha empezado ese dolor? —quise saber.

—Cuando he llegado y le he encontrado.

—¿Lo había experimentado alguna vez?

—Que recuerde, no. Así, no.

—Descríbame dónde lo siente —insistí con creciente alarma.

—Justo en mitad del pecho.

—¿Se le ha extendido a los brazos o al cuello?

—No, señora.

—¿Nota mareos o sudores?

—Estoy sudando un poco, sí.

—¿Le duele cuando tose?

—No he tosido, de modo que no sé qué responder.

—¿Ha sufrido alguna enfermedad del corazón, o hipertensión?

—No, que yo sepa.

—¿Fuma?

—Ahora mismo estoy fumando.

—Teniente Mote, quiero que me escuche con atención. Quiero que apague el cigarrillo e intente calmarse. Estoy muy preocupada porque usted acaba de sufrir una conmoción terrible y es fumador, y lo que me cuenta podría ser un principio de ataque coronario. Usted está ahí y yo, aquí. Quiero que llame una ambulancia ahora mismo.

—Parece que el dolor ha bajado un poco. Y el forense debería llegar en cualquier momento. Es médico, ¿no?

—¿No será el doctor Jenrette? —preguntó Wesley.

—Es el único que tenemos por aquí.

—No quiero que circule usted con ese dolor en el pecho, teniente Mote. No haga tonterías —insistí con firmeza.

—Bien, señora. No las haré.

Wesley anotó las direcciones y los números de teléfono. Colgó e hizo otra llamada.

—¿Marino todavía ronda por ahí? —preguntó a quien descolgó el teléfono—. Dígale que tenemos una situación urgente, que prepare una bolsa para pasar una noche y que se reúna con nosotros en el HRT lo antes posible. Ya le explicaré cuando le vea.

—Benton, me gustaría llevar a Katz —dije mientras Wesley se levantaba de la mesa—. En el caso de que las cosas no sean lo que parece, seguro que querremos fumigarlo todo en busca de huellas.

—Buena idea. Supongo que a estas horas ya no estará en la granja de cuerpos, ¿verdad?

—Quizá sí. Yo intentaría llamarle por el busca.

—Bien. Veré si puedo localizarlo —asintió.

Cuando llegué al vestíbulo, un cuarto de hora después, Wesley ya estaba allí con una bolsa colgada al hombro. Yo apenas había tenido tiempo de llegar a mi habitación, cambiarme las zapatillas por un calzado más adecuado y recoger cuatro cosas, entre ellas mi maletín médico.

—El doctor Katz sale de Knoxville ahora mismo —me informó Wesley—. Se reunirá con nosotros en el lugar.

La noche se iba cerrando bajo una luna lejana y delgada como una viruta, y las hojas de los árboles se agitaban al viento con un murmullo como el de la lluvia. Wesley y yo seguimos el camino frente a Jefferson y cruzamos una avenida que separaba el complejo de la Academia de la amplia zona de campos de maniobras y polígonos de tiro. Más cerca de nosotros, en la zona desmilitarizada de barbacoas y mesas de picnic amparados por los árboles, distinguí una figura familiar cuya presencia allí era tan incoherente que, por un instante, creí que me confundía. Entonces recordé que, en una ocasión, Lucy me había comentado que a veces daba un paseo a solas después de cenar para pensar, y se me levantó el ánimo ante la ocasión de corregir malentendidos.

—Vuelvo enseguida, Benton —murmuré.

El leve susurro de una conversación llegó hasta mí cuando me aproximé al lindero de la arboleda y me pregunté, estúpidamente, si mi sobrina estaría hablando consigo misma. La vi sentada sobre una de las mesas de picnic; me acerqué más, y me disponía a pronunciar su nombre cuando descubrí que estaba hablando con alguien sentado por debajo de ella, en el banco: las dos siluetas estaban tan juntas que formaban una sola. Me quedé inmóvil a la sombra de un pino alto y frondoso.

—Es que tú siempre estás en las mismas —decía Lucy en un tono dolido que yo conocía bien.

—No, lo que pasa es que tú siempre imaginas cosas —respondió otra voz femenina en tono apaciguador.

—Entonces, no me des motivos.

—¿No podemos dejar el asunto ya, Lucy? Por favor...

—Dame una chupada de eso.

—No me gustaría que te viciaras.

—No me estoy viciando. Sólo quiero una bocanada.

Oí el chasquido de una cerilla contra el rascador y una llamita penetró la oscuridad. Por un instante, el perfil de mi sobrina se recortó a la luz mientras se inclinaba hacia su amiga, cuyo rostro no alcancé a ver. La punta del cigarrillo resplandecía al pasar de una mano a otra. Sin hacer ruido, di media vuelta y me alejé.

Cuando alcancé a Wesley, éste reanudó la marcha con sus grandes zancadas.

—¿Algún conocido? —preguntó.

—Me lo había parecido.

Sin más palabras, dejamos atrás fosos de tiro vacíos con dianas redondas y siluetas metálicas en permanente posición de firmes. Más atrás, una torre de control se alzaba por encima de un edificio construido por entero con neumáticos de automóvil, donde el HRT, el Grupo de Rescate de Rehenes, los «boinas verdes» del FBI, realizaba sus maniobras con fuego real. Un Jet Ranger Bell blanco y azul esperaba posado en el césped próximo como un insecto dormido; el piloto se hallaba junto al aparato, con Marino.

—¿Estamos todos? —preguntó el piloto cuando nos acercamos.

—Sí. Gracias, Whit —dijo Wesley.

Whit, un ejemplar perfecto de atleta masculino, vestido con un mono de vuelo negro, abrió las puertas del helicóptero para ayudarnos a subir. Nos abrochamos los cinturones de segundad, Marino y yo en la parte de atrás y Wesley con el piloto, y nos calamos los auriculares mientras las palas empezaban a girar y el turbomotor se calentaba.

Minutos después, la tierra oscura quedó de pronto muy lejos de nuestros pies: nos levantábamos sobre el horizonte, con los respiraderos abiertos y las luces de cabina apagadas. Nuestras voces se dejaron oír esporádicamente a través de los auriculares mientras el helicóptero aceleraba hacia el sur con rumbo a un pequeño pueblo de montaña donde acababa de morir otra persona.

—No podía llevar mucho tiempo en casa —comentó Marino—. ¿Sabemos...?

—Tiene razón, capitán —intervino la voz de Wesley desde el asiento del copiloto—. Dejó Quántico inmediatamente después de la reunión. Tomó un vuelo desde el Nacional a la una.

—¿Sabemos a qué hora llegó el avión a Asheville?

—Hacia las cuatro y media. Podría estar de vuelta en casa hacia las cinco.

—¿En Black Mountain?

—Eso es.

—Mote lo ha encontrado a las seis —señalé.

—¡Jesús! —Marino se volvió hacia mí—. Ferguson debe de haber empezado su numerito tan pronto llegó... El piloto intervino en ese momento:

—Tenemos música, si le apetece a alguien.

—Desde luego.

—¿Qué tipo de música?

—Clásica.

—Mierda, Benton.

—Está usted en minoría, Pete.

—Ferguson no llevaba mucho rato en casa. Eso es indiscutible, no importa quién o qué tenga la culpa —dije yo, reanudando nuestra conversación entrecortada mientras, de fondo, empezaban a sonar unas notas de Berlioz.

—Parece un accidente. Un episodio de autoerotismo que ha terminado mal. Pero no lo sabemos con seguridad.

—¿Tiene una aspirina? —me preguntó Marino.

Rebusqué en el bolso, a oscuras; luego, saqué una pequeña linterna del maletín médico y continué buscando. Marino murmuró una obscenidad cuando le indiqué por señas que no podía ayudarle, y entonces caí en la cuenta de que él todavía vestía los pantalones de chándal, la sudadera con capucha y las botas de cordones que llevaba en la pista de prácticas. Tenía el aspecto de entrenador borrachuzo de un equipo de alguna liga menor de béisbol y no pude resistir la tentación de enfocar la linterna sobre las acusadoras manchas de pintura roja de la espalda y del hombro izquierdo. Marino había recibido dos impactos.

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