La hija del Nilo (67 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: La hija del Nilo
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Salieron al aire libre justo donde ella quería, en el jardín semioculto junto al estudio de Sosígenes. Allí había una tapa de registro para el trabajo de los inspectores de aguas en la que Cleopatra se había fijado en anteriores ocasiones. Felicitándose por su buena suerte, levantó la mirada al cielo y comprobó que ya se había hecho de noche. A esas alturas, la cena ya estaría más que empezada y su hermano, considerando el gusto que le había tomado al vino pese a su edad, andaría borracho y metiendo mano a Arsínoe o a alguna esclava.

Cleopatra acercó la mano a la aldaba, pero antes de llamar vaciló un instante. «¿Estás segura de lo que vas a hacer?». «Sí», se contestó a sí misma.

Usó de nuevo la contraseña del coriambo, toque, pausa, dos toques rápidos, pausa y toque. No había vuelto a hacerlo desde aquel día infausto en que su hermano apareció por allí. Cleopatra confiaba en que Sosígenes, que vivía en el estudio, no estuviera dormido, pues sabía que si podía elegir prefería trabajar hasta muy entrada la noche y levantarse tarde. «Soy más búho que gallo mañanero», solía decir de sí mismo.

Al cabo de un rato se oyeron unos pasos y un cerrojo que se descorría. La puerta se entornó y el rostro de Sosígenes apareció en el umbral, perfilándose contra el tenue resplandor de las lámparas que alumbraban el interior.

—Mi señora, tenía entendido que esta noche cenabas con tu amado hermano para celebrar vuestra reconciliación.

—Jamás me reconciliaré con él, y no creo que haga falta que te explique por qué.

—Ciertamente no.

—¿Qué te hizo durante mi ausencia? ¿Te torturó?

—He tenido anfitriones mejores que el joven Ptolomeo, pero eso ya quedó atrás. ¿Quieres pasar?

Mientras él terminaba de abrir la puerta, Cleopatra se volvió hacia Apolodoro. Esta vez no se le ocurriría mandarlo de paseo hasta el Sema.

—Puedes dormirte si quieres —le dijo, señalándole un banco de granito bajo un árbol.

El siciliano la miró tan inexpresivo como siempre y asintió. Cleopatra pasó al estudio, que seguía tal como lo recordaba. Si Ptolomeo había tomado represalias contra Sosígenes, debía de haber sido en su persona y no en sus propiedades. Conociendo al astrónomo, seguramente agradecía que así fuese. Los libros, los artefactos, los frascos de cristal y los mapas estaban más o menos como la última vez que los había visto.

—¿Una infusión, mi señora?

Cleopatra tragó saliva y tiró del vestido para alisárselo. Después de haberse tumbado y agachado con él varias veces se veía un poco arrugado. Aunque no se había ataviado de reina, tampoco venía exactamente de incógnito: para entrevistarse con César había elegido una túnica verde pálido con hojas otoñales bordadas en hilos de cobre y una estola de color bronce que resaltaba el color de sus ojos.

—Prefiero beber vino.

Sosígenes asintió. Cleopatra sabía que le gustaba el vino y que a veces bebía hasta amodorrarse, bien fuera visitando tabernas del barrio de Racotis o incluso a solas en el estudio. Él mismo se lo había explicado. «A veces necesito embrutecerme. Ni yo mismo soporto el sonido de mi mente funcionando todo el tiempo».

Únicamente había dos lámparas encendidas, lo que dejaba buena parte de la estancia sumida en sombras. En el claroscuro, el rostro de Sosígenes se recortaba más afilado y ascético que nunca.

—Toma, mi señora.

Cleopatra cogió la copa y la olisqueó por la fuerza de la costumbre. Su fino olfato la informó de que se trataba de un caldo de Quíos, el favorito del astrónomo. Aunque aquel vino merecía una degustación más lenta, Cleopatra lo apuró de dos tragos y volvió a tenderle la copa a Sosígenes. Éste enarcó una ceja, pero no dijo nada y la rellenó.

La joven miró hacia el fondo del estudio. Allí seguía la mesa tapada con la manta. Sosígenes había tardado en abrir, como en la anterior visita de Cleopatra, y por su rostro no daba la impresión de que se encontrase durmiendo, sino trabajando. ¿En qué le había interrumpido? ¿Qué quería ocultarle?

—¿Qué guardas debajo de esa manta? —preguntó Cleopatra tras dar otro sorbo de vino, en esta ocasión más breve.

—Nada importante.

—Quiero verlo. Es una orden de tu reina.

Cleopatra había empleado un tono más juguetón que autoritario. El astrónomo suspiró, tomó una de las lámparas y se dirigió hacia la mesa. Ella lo siguió contoneándose un poco. ¿Era posible que se le hubiese subido tan pronto el vino o se trataba de simple sugestión?

Sosígenes retiró por fin la manta misteriosa. Debajo había un extraño artefacto dorado en forma de caja rectangular.

—Preferiría habértelo enseñado cuando estuviese terminado del todo.

—¿Qué es?

—Una máquina diseñada para calcular las posiciones de los astros.

En una de las caras más anchas había dos series de círculos concéntricos. No, se corrigió Cleopatra: eran espirales con caracteres diminutos grabados a su alrededor. En cada una de ellas había una aguja que se desplazaba a su propio ritmo conforme Sosígenes daba vueltas a la manivela situada en uno de los lados estrechos.

—¿Qué representan esas espirales? —preguntó Cleopatra.

—Es el marcador calendárico. Si te acercas, puedes ver los nombres de los meses macedónicos y egipcios. También está el ciclo metónico.

Gracias a las lecciones de Sosígenes, Cleopatra estaba familiarizada con muchos conceptos astronómicos. Por eso sabía que las fases de la luna no coincidían con las mismas fechas todos los años. Por ejemplo, el día de su decimoquinto cumpleaños, se había bañado en el Nilo bajo la luna llena. No obstante, al año siguiente su cumpleaños había caído en cuarto menguante. Sólo cuando se cumpliera el ciclo metónico de diecinueve años volverían a coincidir la luna llena y el día de su nacimiento.

«Para entonces tendré treinta y cuatro años y seré una vieja», pensó.

—Sin embargo, el ciclo metónico no es del todo preciso —le explicó Sosígenes—. Metón lo calculó tomando en cuenta un año solar de trescientos sesenta y cinco días. Pero, como ya te conté en una ocasión, los astrónomos egipcios descubrieron hace mucho que el año dura...

—Trescientos sesenta y cinco días más un cuarto de día —respondió Cleopatra, bebiendo otro sorbo de vino. Ya tenía la copa casi vacía—. Como ves, soy una alumna muy aplicada.

—Así es. Eso hace que el calendario se adelante seis horas cada año. Si fuéramos racionales, cada cuatro años volveríamos a ponerlo en su sitio añadiéndole un día más. A veces me pregunto por qué no habrá un único calendario en todos los lugares del mundo. Cuando uno lee una crónica, es imposible saber cuándo ocurrió de verdad algo.

«Si los romanos siguen apoderándose de las tierras de la oikoumene, al final tendremos todos un calendario: el suyo», pensó Cleopatra.

—¿Y esta máquina arregla ese desfase? —preguntó Cleopatra.

—Arreglarlo no, pero lo predice. Esta otra espiral nos da el ciclo calípico, llamado así por Calipo, el astrónomo que lo descubrió. Se obtiene multiplicando los diecinueve años del metónico por cuatro, lo que nos da setenta y seis. Sólo cuando pasa ese número de años vuelven a coincidir exactamente las fases de la luna y las fechas.

O sea, que para que la luna brillara exactamente como brilló sobre su cabeza cuando se bañó en el Nilo, Cleopatra tendría que tener... ¡noventa y un años! Eso sí que era ser una anciana, mayor incluso que Neferptah cuando murió.

—El otro lado es todavía más interesante —dijo Sosígenes, dando la vuelta a la máquina.

En la plancha de oro que cerraba la máquina por la parte contraria había un círculo graduado. Sosígenes accionó de nuevo la manivela, y diversas agujas empezaron a girar sobre un eje común, cada una a un ritmo distinto, algunas muy rápido y otras de forma mucho más cadenciosa. Cleopatra observó que en algunas de ellas aparecían símbolos que representaban a los planetas, y que en la escala graduada que rodeaba el círculo se veían los nombres de diversas constelaciones.

—Aún faltan algunas piezas, pero casi está terminada —explicó Sosígenes—. Estas dos agujas representan al Sol y la Luna, ¿ves? Conforme se mueven, nos indican en qué constelación del Zodiaco se encuentran a lo largo del año.

Cleopatra observó que en la aguja de la Luna había una bolita formada por una semiesfera de marfil y otra de ébano que, a la par que se movía, giraba sobre sí misma para mostrarse más o menos blanca o negra según las fases.

—Tengo que encajar todavía los signos de Zeus y Cronos
[12]
. En realidad, ya casi había terminado. Pensaba darte la máquina mañana.

—¿Dármela? —Cleopatra se llevó una mano al pecho, sorprendida—. ¿Esto es para mí?

—Sí, mi señora. Es la tercera máquina de este tipo que fabrico. Las otras dos las construí en cobre y las vendí. Con el dinero obtenido compré el oro para fabricar ésta, porque pensé que no te merecías menos.

—Sosígenes, no sé qué decir...

Él se encogió de hombros. A Cleopatra le dio la impresión de que, por una vez, se sentía algo azarado.

—No tienes que decir nada, señora.

Los dedos del astrónomo, afilados como punzones, acariciaron la manivela, una pequeña palanca rematada por una bola de marfil.

—Cuando acciones esto —dijo—, todo el mecanismo astral se pondrá en marcha. Será como si te convirtieses en la reina de los cielos.

—¡Reina de los cielos! Eso suena incluso mejor que reina de Egipto —respondió Cleopatra. Después pensó que lo que acababa de decir podía ofender a los dioses y murmuró entre dientes una breve jaculatoria egipcia que le había enseñado su abuela de niña.

—No hace falta que pidas perdón a las divinidades —dijo Sosígenes, que tenía el oído tan fino como la vista—. Lo de «reina de los cielos» era nada más una forma de hablar. Los astros seguirán su camino hagas lo que hagas tú. Esta máquina tan sólo permite predecir cómo se verá el cielo en una fecha futura o cómo se vio en el pasado.

Obedeciendo a un impulso súbito, Cleopatra lo agarró por los hombros y le dio un beso en la mejilla. El cuerpo de él se tensó de repente, tan duro e inerte como si se hubiera convertido en una estatua. Cleopatra se preguntó si se debía a que aquella efusión tan poco habitual en ella, y seguramente debida al vino, no le había gustado o, por el contrario, le había gustado demasiado.

Durante un rato se produjo un silencio incómodo. Cleopatra estuvo a punto de rellenarlo echándose más vino en la copa, pero se lo pensó mejor. «¿A qué he venido exactamente?», se preguntó. ¿Quería tan sólo desahogarse con Sosígenes o había algo más? Observó de reojo al astrónomo, que se había concentrado ensamblando unas piezas minúsculas en su máquina. A su manera, con aquellos rasgos delicados, casi andróginos, resultaba atractivo.

«¿En serio has llegado a pensar en entregarte a él?», se preguntó. Se alisó el vestido, como si de pronto quisiera hacerlo todavía más largo de lo que era, y dijo:

—Creo que me voy a ir. —Se dio cuenta de que su voz había sonado muy seca y añadió en tono más suave—: Así podrás terminar esa maravilla que has fabricado.

Sosígenes, que ahora estaba abrillantando la máquina con un paño, levantó la mirada enarcando una ceja y dijo:

—¿Te vas a ir sin decirme lo que ha pasado hoy con César?

Cleopatra se ruborizó.

—¿Por qué crees que tiene que haberme pasado algo con César?

—Vamos, mi señora. Todo lo que ocurre ahora en Alejandría tiene que ver con César. Es el protagonista de un gran drama en el que participamos todos. Tú no ibas a ser la excepción.

Pasado su momento de turbación, volvía a ser el científico inquisitivo de siempre. Curiosamente, a Cleopatra le resultaba más fácil confiarse con ese Sosígenes.

«Qué demonios», se dijo Cleopatra. Le tendió la copa a Sosígenes para que se la rellenara él, dio un sorbo de vino y le contó todo de carrerilla: la reunión con su hermano y con César, sus planes para pagar la deuda y cómo había visto salir a Arsínoe de su despacho colocándose la ropa.

—Eso es lo que demuestra que no se han acostado —dijo Sosígenes cuando ella terminó.

—¿Cómo?

—Arsínoe es de natural ocultadora. Todos estos años ha fingido ser tu hermana del alma, tu confidente perfecta, mientras llevaba a cabo un doble juego con Ptolomeo.

—Es cierto —dijo Cleopatra—. Empecé a sospecharlo hace un tiempo. Ptolomeo me ha reconocido que ahora se acuesta con Arsínoe, pero creo que llevan haciéndolo al menos un año.

—¡Un año! —Sosígenes soltó una carcajada seca. Enseguida añadió—: Perdona, mi señora, no quería tomármelo a risa. Pensé que te habrías dado cuenta, y además no me parecía decoroso comentártelo. Pero cuando os conocí en Menfis, observé indicios de que Arsínoe ya había iniciado sexualmente a tu hermano.

—¡Eso es imposible! ¡Si él no tenía más que siete años!

Sosígenes se encogió de hombros.

—Evidentemente no podrían consumar relaciones completas, pero hay maneras de dar placer incluso a un niño para conseguir manipularlo.

Cleopatra recordó la noche de su fuga del templo de Ptah. Ptolomeo se negaba a bajar por el túnel. Arsínoe lo abrazó, empezó a susurrarle cosas al oído y Cleopatra tan sólo captó el final: «Y será muy divertido». En aquel momento ni se le había pasado por la cabeza que su hermana pudiera referirse a... aquello.

¿Cómo había podido estar tan ciega? Al fin y a la postre, pertenecían a la dinastía de los Lágidas, donde toda perversión estaba inventada desde hacía mucho tiempo.

—Pero sigo sin entender por qué dices que no se ha acostado con César —dijo, tratando de olvidarse de Ptolomeo y retornando al inicio del razonamiento.

—Muy sencillo, mi señora. Si se hubieran acostado, ella lo guardaría en secreto. Los hombres se vuelven muy locuaces en la cama, ¿sabes?

—No, no lo sabía —respondió Cleopatra en tono cortante. Se había percatado de que Sosígenes se excluía de aquella afirmación.

—Pues así es. Al compartir lecho con César, también compartiría información. Todo lo que tú o cualquier otra persona pudiese tratar con él acabaría llegando a oídos de Arsínoe sin que tú lo supieras. Una gran ventaja a la que una mujer astuta como ella no renunciaría.

—Entonces, ¿por qué tantas alharacas colocándose el vestido y mirándome con cara de furcia?

—Por lo que te he dicho, porque no se ha acostado con él. De haberlo hecho, lo guardaría en secreto para mantener esa ventaja táctica que te mencionaba. Como no lo ha hecho, juega a lo contrario, a hacerte creer que goza de la intimidad de César. ¿Acaso no ha conseguido lo que pretendía, causar desazón en ti?

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