Tan sólo hubo un hombre que no mostró miedo. Cuando el caballo se hallaba a menos de cinco metros de Cleopatra, Apolodoro se plantó delante de él levantando las manos.
—¡Detente! —exclamó.
Como era de esperar, Aquilas no obedeció su consejo y siguió adelante. La lanza se clavó en el cuerpo de Apolodoro. Desde donde se encontraba, Cleopatra vio cómo la punta lo traspasaba y asomaba ensangrentada por su espalda. El eunuco cayó derribado, mas no sin antes agarrar el arma con ambas manos y arrancarla de las de Aquilas.
El general, frustrado, frenó a su montura, señaló a Cleopatra con un gesto obsceno del dedo corazón y volvió grupas.
—¿A qué esperáis? —gritó a sus hombres—. ¡Dadme otra lanza!
Los jinetes de Aquilas se habían detenido, ocupando prácticamente toda la anchura de la calle. Uno de ellos arrojó al aire su lanza y el general la agarró al vuelo por el centro del asta.
Aunque Cleopatra podría haber huido en aquel momento, ni se le pasó por la cabeza. Al ver a Apolodoro en el suelo corrió a su lado y se agachó junto a él. La punta de hierro lo había atravesado por debajo de la clavícula derecha. El eunuco se arrodilló en el suelo, agarró el astil con ambas manos y, gruñendo de dolor, lo partió con un chasquido seco justo al borde de la moharra.
—Señora —dijo jadeando—. Huye.
—No sin ti, Apolodoro —respondió ella. Intentó levantarlo, pero no lo consiguió. ¿Cuánto pesaba ese hombre, ciento treinta kilos?
—Yo te echo una mano, Cleopatra —dijo Sosígenes, que se apresuró a ayudarla y agarró a Apolodoro por el otro brazo.
«Mis dos más fieles amigos», pensó Cleopatra. Tan sólo fue una idea fugaz, pues los cascos del caballo de Aquilas reclamaron su atención. El general se acercaba de nuevo a ella enarbolando su segunda lanza.
Si Aquilas estaba pensando que Cleopatra se arrodillara o le pidiera clemencia, iba a llevarse una decepción. Dejando que Sosígenes hiciera de báculo para Apolodoro, se adelantó hasta el centro de la avenida y se plantó frente al caballo.
—¡Soy tu reina! —exclamó—. ¡Te ordeno que apartes ahora mismo esa lanza!
Aquilas tiró de las riendas y el caballo clavó los cascos en el suelo. Se hallaba tan cerca que Cleopatra podía sentir el aliento del corcel brotando de sus ollares. El general levantó la lanza y dirigió la punta hacia el pecho de la joven, a menos de un metro.
Por un instante, Cleopatra creyó ver en Aquilas la sombra de una duda, y pensó que tal vez cumpliría su orden. Pero al momento asomó una sonrisa cruel a su semblante que la hizo comprender que no era así. El hombre que le había traído la salvación hacía siete años en Menfis iba a convertirse en su verdugo.
—Ahora le debo lealtad a una reina nueva —dijo—. Y es Arsínoe, no tú.
—No hay reina nueva mientras la legítima siga viva.
—Eso tiene remedio. Es una lástima que no seas más alta ni más gruesa, Cleopatra, porque tus hermanos me pagarán tu peso en oro.
OOOOOUUUUMMMMM
La grave nota de una trompa resonó en el aire. Aquilas y Cleopatra volvieron la mirada hacia el este a la vez. Allí una espesa nube de humo y polvo cubría casi toda la calle y tapaba la visión.
El tiempo pareció congelarse. Un corcel enorme y blanco como el mármol surgió de entre el humo. Detrás del jinete que lo cabalgaba ondeaba una larga capa carmesí, flameando en el aire como las llamas del incendio. Le seguían más caballos, montados por enormes guerreros con los rostros pintados con colores de guerra. Uno de ellos, el más alto de todos, soplaba un cuerno que sostenía con la mano izquierda, y en la derecha empuñaba un estandarte que Cleopatra había aprendido a reconocer.
César había llegado.
Pasada esa ilusión de quietud momentánea, todo recuperó su ritmo normal e incluso se aceleró como en una frenética pesadilla. Al ver que los tan temidos germanos se abalanzaban sobre ellos, los jinetes de Aquilas clavaron los talones en los ijares de sus caballos, les hicieron volver grupas y huyeron sin el menor pudor por donde habían venido. En su retirada pasaron a ambos lados de Cleopatra, tan cerca que uno de ellos la rozó con un pie y la derribó.
La joven trató de levantarse cuanto antes, pero al arrodillarse y apoyar las manos en el suelo para incorporarse vio la punta de la lanza de Aquilas a menos de un palmo de su cara.
—¡No te atrevas a tocarla!
La voz de César sonó tan imperiosa que Aquilas no pudo resistirse a ella. El general apartó el arma e hizo girar a su montura para enfrentarse a la amenaza que se le venía encima.
Al ver que César llevaba en la mano una lanza ridículamente corta, Cleopatra pensó que no tenía nada que hacer en un duelo contra Aquilas. Pero la forma de actuar del romano la sorprendió. En lugar de embestir de frente contra su adversario, cuando estaba a menos de cinco metros César maniobró con las rodillas y obligó a su caballo a desviarse a la izquierda en un rapidísimo quiebro. Al pasar a la altura de Aquilas arrojó su lanza, que en realidad era un pilum, uno de aquellos extraños venablos que utilizaban sus legionarios.
El arma golpeó a Aquilas tan fuerte que atravesó la coraza de lino con un crujido seco y se clavó en su pecho. El general, con gesto de incredulidad, soltó su propia lanza, resbaló lentamente sobre el lomo de su caballo y cayó de espaldas al suelo con un sonoro impacto.
César tiró de las riendas para refrenar el paso de su montura. Sin molestarse en comprobar si su enemigo estaba muerto o vivo, se acercó a Cleopatra, le tendió la mano izquierda y pronunció una sola palabra.
—Ven.
Ella se aferró a su muñeca. César se inclinó sobre el caballo y, sin perder el equilibrio, la enlazó por la cintura con el brazo derecho, tiró de ella hacia arriba con una fuerza sorprendente y la encaramó sobre la parte delantera de la silla sentándola de lado. Pese a que toda la calle olía a humazo, brasas y cenizas, la nariz de Cleopatra captó la mezcla de cuero, metal y sudor que emanaba de aquel hombre. Sin saber muy bien por qué, se le encogió el vientre, presa de un extraño miedo que no había tenido tiempo de experimentar mientras Aquilas la amenazaba con su lanza.
—¿Adónde me llevas? —preguntó, temblando como la hoja de un álamo.
—Pronto lo sabrás —se limitó a responder César, y taloneó a su montura.
«Madre Isis, pase lo que pase protege a tu hija», rezó Cleopatra mientras cabalgaban hacia el oeste, alejándose del incendio.
Cuando entreabrió los ojos y vislumbró la luz que precede al amanecer, Cleopatra pensó que había estado soñando. Puesto que suele ocurrir que los sueños se borran como las pisadas en la arena de la playa a no ser que se recuerden enseguida, volvió a cerrar los párpados para evocar las imágenes antes de que se desvanecieran cual fantasmas de humo.
En aquel sueño se vio a sí misma cabalgando atravesada sobre la silla del corcel de César, con las manos de él sujetando las riendas por ambos lados de su cuerpo. Para no caer, ella le rodeaba la cintura con el brazo. Estaban tan juntos sobre el lomo del caballo que la cabeza de Cleopatra se rozaba con el hombro y a veces con el cuello de César. De soslayo le veía el rostro. Él, sin mirarla, mantenía clavados los ojos al frente.
En el sueño fueron dejando atrás las llamas del puerto, donde el incendio se había propagado a los muelles comerciales y a los barcos allí atracados. A su espalda cabalgaban los germanos, perfilados contra el fuego como jinetes brotados del infierno. Pese al miedo que le infundían aquellos salvajes pintados, el sueño no era del todo malo: en él aparecían también Apolodoro, con la punta de la lanza todavía clavada en el hombro y cabalgando el caballo del que había caído Aquilas, y Sosígenes, que compartía montura con un bárbaro del norte.
Así llegaron al Heptastadion. Los cascos de los caballos martilleaban sobre los adoquines de granito mientras, sin refrenar el paso, se dirigían hacia la isla de Faros. Cleopatra, preocupada por su ciudad, torció el cuello para ver si el incendio había llegado a Eunosto. Aquel puerto parecía intacto, como también el Ciboto, de donde salían naves de guerra para intentar pasar por los arcos que se abrían bajo el gran terraplén.
—No lo conseguirán —dijo César.
—¿Por qué?
Él no se molestó en explicárselo. Siguieron cabalgando por la playa de la isla, derechos hacia la gran torre, la séptima de las maravillas.
Al atravesar la rampa que unía Faros con el islote, Cleopatra pudo contemplar en conjunto el lado opuesto de la bahía. Exceptuando los embarcaderos de Loquias, todos los demás muelles eran pasto de las llamas, cuyas luces se reflejaban en las aguas como si bajo su oscura superficie ardiera otra monstruosa conflagración.
El islote del Faro estaba tomado por legionarios que habían desembarcado en tres quinquerremes amarrados al malecón. Mas, para sorpresa de Cleopatra, César no descabalgó, ni tan siquiera detuvo a su montura, sino que pasó entre sus hombres y entró en el patio interior del basamento que rodeaba la torre. Después atravesó la puerta y con una simple presión de la rodilla hizo que su corcel girara casi en ángulo recto para entrar por el primer tramo de la rampa.
Por eso sabía Cleopatra que aquello tenía que ser un sueño, porque la imagen que recordaba era imposible. Un corcel blanco cabalgando sin descanso por la empinada pendiente que subía a las alturas del Faro, devorando rampa tras rampa bajo sus cascos. Las ventanas desfilando una tras otra ante ella, ofreciéndole ora una visión del mar oscuro, ora del puerto en llamas. La capa roja de César ondeando tras la grupa del caballo a la luz de las lámparas encastradas en las paredes.
Ochenta metros más arriba, cuando salieron a la primera terraza y el cansancio empezaba a aminorar el paso de su montura, César tiró de las riendas por fin y dijo: «¡Sooo, Ascanio!». Entonces desmontó en un solo movimiento fluido como el agua y bajó del caballo a su pasajera con tanta facilidad como la había subido.
«Ha sido un sueño, sólo un sueño», pensó y deseó Cleopatra sin atreverse a abrir los ojos todavía.
Tenía que ser así. Cuando despertara se encontraría en la alcoba de su palacio y al asomarse a la terraza vería el puerto como todos los días, rebosante de barcos que entraban y salían, y no convertido en una masa de escombros y cenizas.
Sobre todo, seguiría siendo la misma Cleopatra de siempre, la reina virgen, esperando el momento de cumplir la promesa que le había hecho a Neferptah; un momento que quizá no llegaría nunca.
Porque aquello que temía recordar no podía haber pasado.
No obstante, incluso con los ojos cerrados era consciente de que no se hallaba en su lecho. Bajo la manta que la envolvía, su espalda sentía la dureza de la piedra y no la muelle blandura de un colchón. Además, no llevaba puesta la túnica inconsútil que solía usar para dormir.
A decir verdad, no llevaba nada encima, ni tan siquiera el perizoma. Estaba tan desnuda como aquella noche en que se bañó en el Nilo. Pero ahora se sentía mucho más desprotegida e indefensa.
Aunque la idea de abrir los ojos le daba pavor, se resignó a hacerlo.
Lo primero que vio fue una gaviota posada sobre una balaustrada de bronce. El ave le devolvió la mirada un instante y después echó a volar con un estridente chillido.
Después comprobó que, tal como se temía, la manta no era tal, sino un manto. La capa roja de César. Cleopatra se envolvió en ella, apretándosela bien por debajo de las axilas, y se puso de pie.
Se asomó a la barandilla. A apenas unos pasos, uno de los grandes tritones de bronce que decoraban el Faro soplaba su cuerno mirando hacia el puerto.
Aunque el sol todavía no había asomado por el este, la luz entre cárdena y gris de la aurora bastaba para contemplar el panorama.
Que resultaba desolador.
Los únicos barcos que se movían en el Puerto Grande eran los de César. En el centro de la bahía, atados a las boyas rojas como todos los días, flotaban plácidamente decenas de buques mercantes. Seguramente sus capitanes, que la víspera habrían maldecido a los oficiales del puerto por no asignarles muelle, ahora andarían bendiciendo su suerte. Pues en los embarcaderos a lo largo de más de un kilómetro no se veían más que ruinas humeantes, rescoldos que en algunos casos todavía llameaban. El Emporio y el templo de Poseidón eran montones de escombros de los que se levantaban volutas negras.
Al menos, Cleopatra comprobó con alivio que la pesadilla no era completa. El Museo se había salvado: el negro rastro de devastación terminaba en la calle que lo separaba del Emporio.
De todas formas, comprendió que la destrucción no había terminado; a decir verdad, acababa de empezar. Incluso a esa distancia se escuchaban gritos lejanos, toques de trompeta y el estrépito de paredes que se desmoronaban en los distritos Alfa y Beta. Al sur del palacio real se levantaban nubes de polvo, y muchos parques que desde el Faro deberían contemplarse verdes y arbolados se habían convertido en descampados pelados de vegetación.
—César está creando una franja de tierra de nadie a su alrededor para protegerse.
Cleopatra se volvió al oír la voz de Sosígenes. El astrónomo acababa de entrar en la terraza. Tenía el pelo y la ropa llenos de hollín y se le veía más demacrado que de costumbre. Pero sus ojos brillaban con la misma inteligencia de siempre y una chispa de diversión.
«¡Madre Isis, qué vergüenza! —pensó Cleopatra—. Estoy completamente desnuda debajo de la capa».
Como si le hubiera leído el pensamiento, Sosígenes le dijo:
—No te preocupes, mi señora. El tejido de ese manto es lo bastante tupido como para que no se transparente nada.
—¿Qué te hace pensar que...?
Sosígenes señaló al suelo de la terraza. Cleopatra se dio la vuelta y vio los restos de su vestido convertidos en un gurruño.
—Para tu tranquilidad, César me ha encargado que te diga que ha hecho venir criadas desde el palacio con ropa, y también una tina para bañarte si lo deseas. También debo informarte de que tu criado Apolodoro se encuentra bien, aunque tiene un nuevo remiendo para embellecer su cuerpo de Adonis.
Cleopatra asintió, aliviada. Pero enseguida preguntó:
—¿Dónde está César?
—Organizando la demolición de tu ciudad, me temo.
Apretando una vez más la capa alrededor de su cuerpo, Cleopatra se acuclilló y examinó los jirones de su vestido.
Los recuerdos se apelotonaban en su cabeza.