No sólo temía yo al cólera. Desde el principio hasta el fin me aterrorizaron también las ratas. Parecían estar tan en su propia casa en los
fondaci
, en los bajos y en los subterráneos de las barriadas pobres, como los desgraciados seres humanos que allí vivían y morían. Para ser justo diré que, en su mayoría, las ratas eran inofensivas y corteses, al menos con los vivos, ocupadas en su trabajo de recoger la basura abandonada exclusivamente a ellas desde el tiempo de los romanos. Eran los únicos miembros de la comunidad seguros de poder saciarse. Estaban tan domesticadas como los gatos y eran casi igualmente grandes. Una vez encontré una vieja con sólo huesos y pellejo, casi en cueros, tendida en un jergón de paja podrida, en una gruta casi oscura. Era la
vavona
, la abuela. Paralítica y completamente ciega, yacía allí desde hacía años. En el sucio suelo de la caverna había media docena de ratas enormes, sentadas sobre las ancas alrededor de su indescriptible comida matutina, mirándome plácidamente, sin moverse ni un ápice. La vieja alargaba su brazo esquelético y chillaba con voz ronca:
«pane! pane!».
Pero cuando la comisión sanitaria inició su vana tentativa de desinfectar los albañales, varió la situación, y mi miedo se convirtió en terror. Millones de ratas que vivían tranquilas en las cloacas desde el tiempo de los romanos, invadieron la parte baja de la ciudad. Intoxicadas por las exhalaciones del azufre y del ácido fénico, precipitábanse a los barrios bajos como perros rabiosos. No parecían las ratas que había visto hasta entonces. Estaban completamente peladas, con la cola extraordinariamente larga y roja, ojos feroces inyectados de sangre y dientes negros y agudos, largos como los de un hurón. Si se las golpeaba con un palo, volvíanse y se agarraban a él como un perro de presa. En mi vida he tenido tanto miedo de ningún otro animal como de aquellas ratas enloquecidas; porque estoy seguro de que estaban locas. Todo el barrio del
Basso Porto
hallábase aterrorizado. Más de cien hombres, mujeres y niños mordidos gravemente fueron llevados al hospital de los
Pellegrini
el mismo primer día de la invasión. Algunos niñitos fueron literalmente devorados.
Nunca olvidaré una noche en un
fondaci
del callejón de la Duquesa. El cuarto, o mejor, el antro, estaba casi a oscuras, iluminado sólo por la lamparilla de aceite ante la Virgen. El padre había muerto dos días antes, pero su cadáver continuaba todavía allí, bajo un montón de harapos. La familia había conseguido ocultarlo a la Policía, que buscaba los muertos para llevarlos al cementerio. Esto era una costumbre en los barrios bajos. Yo estaba sentado en el suelo, junto a la hija, pegando a las ratas con mi bastón. Ella estaba completamente fría, pero consciente aún. Podía oír a las ratas royendo sin interrupción el cuerpo del padre. Esto llegó a ponerme tan nervioso que hube de ponerlo derecho en un rincón, cual un reloj de caja hasta el suelo. Pero, poco después, las ratas empezaron otra vez a roerle vorazmente los pies y las piernas. No pude soportarlo más y, casi desvanecido de miedo, me fui de allí corriendo.
La farmacia de
San Gennaro
era también uno de mis refugios favoritos cuando temía estar solo. Estaba abierta día y noche.
Don Bartolo
se hallaba siempre en pie, manipulando sus varias mixturas y remedios milagrosos sacados de su hilera de tarros de loza del siglo XVIII, con las inscripciones de las drogas en latín, desconocidas para mí en su mayor parte. Un par de grandes botellas de vidrio con serpientes y un feto conservados en alcohol adornaban el escaparate. Ante la urna de San
Gennaro
, patrón de Nápoles, ardía la lámpara sagrada, y entre las telarañas del techo colgaba un gato disecado con dos cabezas. La especialidad de la farmacia era la célebre poción anticolérica de
Don Bartolo
, impresa por una parte la imagen de
San Gennaro,
y una calavera por la otra, a cuyo pie había estas palabras:
Morte al colera.
Su composición era un secreto de familia, heredado de padre a hijo desde la epidemia de 1834, cuando, en colaboración con
San Gennaro
, había salvado a la ciudad. Otra especialidad de la farmacia era una misteriosa botella que llevaba impreso un corazón traspasado por la flecha de Cupido: un filtro de amor. También su fórmula era un secreto de familia; comprendí que era muy solicitada. Los parroquianos de
Don Bartolo
procedían, al parecer, de los varios conventos e iglesias próximos a su calle. Siempre había un par de curas o frailes sentados en las sillas ante el mostrador, en animada discusión acerca de los acontecimientos del día, sobre los últimos milagros obrados por este o aquel santo y respecto del poder de las diversas Vírgenes:
la Madonna del Carmine, la Madonna dell'Aiuto, la Madonna della Buona Morte, la Madonna del Colèra, l'Addolorata, la Madonna Egiziaca.
Cuando se acercaba el sábado, los nombres de los diversos santos y Vírgenes desaparecían cada vez más de la conversación. Los viernes por la noche estaba la farmacia llena de gente gesticulosa en animada discusión sobre las probabilidades de ganar en la lotería del día siguiente:
Trentaquattro, sessantanove, quarantatre, diciassette
.
Don Antonio
había soñado que su tía había muerto de repente y le había dejado cinco mil liras; muerte repentina: 49; dinero: ¡70!
Don Onorato
había consultado con el jorobado de
Via Forcella
y estaba seguro de su terno: ¡9, 39, 20! La gata de
Don Bartolo
había parido siete gatitos durante la noche: ¡números 7, 16, 64!
Don Dionisio
acababa de leer en el
«Pungolo»
que un camorrista había acuchillado a un barbero en la
Inmacolatella:
¡barbero, 21, cuchillo, 41!
Don Pasquale
había tomado sus números del vigilante del cementerio, que los había oído claramente en una tumba: el muerto que habla: ¡48!
En la farmacia de
San Gennaro
encontré por primera vez al doctor Villari.
Don Bartolo
me había contado que había venido a Nápoles dos años antes como ayudante del viejo doctor Rispú, el tan conocido médico de todos los conventos y congregaciones del distrito, que al morir traspasó la numerosa clientela a su joven ayudante. Siempre me gustaba encontrar a mi colega. Desde el primer momento sentí gran simpatía por él. Era un hombre singularmente hermoso, de modales amables y tranquilos, muy distinto del tipo común napolitano. Venía de los Abruzzos. Él fue quien me habló por primera vez del
Convento delle Sepolte Vive
, la tenebrosa y vieja construcción de la esquina de la calle, con sus ventanitas góticas y las enormes cancelas de hierro macizo, tétrica y silenciosa como una tumba. ¿Era cierto que las monjas entraban por aquellas cancelas envueltas en el sudario de los muertos y tendidas en un ataúd, y que no podían salir de allí mientras vivieran?
Sí, era absolutamente cierto; las monjas no tenían comunicación con el mundo exterior. Él mismo, durante sus raras visitas profesionales al convento, iba precedido de una monja vieja que tocaba una campanilla para advertir a las demás que se encerrasen en sus celdas.
¿Era verdad lo que había oído decir al Padre Anselmo, su confesor, que el jardín del claustro estaba lleno de mármoles antiguos?
Sí. Él había visto muchos fragmentos diseminados aquí y allá: le habían dicho que el convento se hallaba sobre las ruinas de un templo griego.
Parecía que mi colega se complaciese en hablar conmigo; decía que no tenía amigos en Nápoles. Como todos sus compatriotas, detestaba a los napolitanos. Y lo que había visto desde que estalló el cólera se los hacía aún más odiosos. Costaba trabajo no creer que aquello fuese el castigo de Dios cayendo sobre la depravada ciudad. Sodoma y Gomorra nada eran comparadas con Nápoles. ¿No veía yo cuanto ocurría en los barrios pobres, por las calles, en las casas infectadas, hasta en las iglesias, mientras rezaban a un santo y maldecían de otro? Un frenesí de lujuria trastornaba a Nápoles; inmoralidad y vicio por doquier, incluso ante la muerte. Se habían hecho tan frecuentes los asaltos a las mujeres, que ninguna mujer honrada se atrevía a salir de casa.
No parecía temer al cólera; decía que estaba completamente seguro bajo la protección de la
Madonna.
¡Cómo envidiaba yo su fe! Me mostraba las dos medallas que su mujer le había colgado del cuello el día que estalló el cólera. Era una la
Madonna del Carmine
, la otra era
Santa Lucia
, la santa patrona de su mujer, que se llamaba Lucía. Ella había llevado la medallita desde niña. Yo dije que conocía bien a Santa Lucía; sabía que era la protectora de los ojos. Hasta había deseado con frecuencia encender una vela ante su altar, puesto que durante tantos años había vivido con el miedo de quedarme ciego. Me dijo que encargaría a su mujer me encomendara en sus oraciones a la santa que perdió dos ojos, pero que a tantos había devuelto la luz. Me contó que desde que dejaba la casa por la mañana, su mujer estaba sentada junto a la ventana esperando su regreso. No tenía más que a él en el mundo, pues se había casado contra la voluntad de sus padres. Hubiera querido sacarla de la ciudad infectada, pero ella se había negado a dejarle. Le pregunté si no le asustaba la muerte. Dijo que no por sí mismo, sino por su esposa. ¡Si al menos no fuera tan repugnante la muerte por el cólera! Valía más ser conducido en seguida al cementerio que ser visto por quienes nos amaban.
—Estoy seguro de que todo le saldrá bien —dije—. Por lo menos, usted tiene alguien que reza por usted. Yo no tengo a nadie.
Una sombra pasó por su hermoso rostro.
—Prométame que si…
—No hablemos de la muerte —le interrumpí, estremeciéndome.
La pequeña
Osteria dell'Allegria
, detrás de la
Piazza del Mercato
, era mi lugar favorito de descanso. La comida era abominable, pero excelente el vino, a
seis soldi
el litro; lo había en abundancia. A menudo pasaba allí media noche, cuando no me atrevía a volver a casa. César, el camarero nocturno, fue pronto gran amigo mío. Después del tercer caso de cólera en mi posada, acabé por trasladarme a un cuarto de la casa donde él vivía. Mi nueva habitación era tan sucia como la posada, pero tenía razón César, era preferible vivir en compañía. Su mujer había muerto, pero
Mariuccia
, su hija, estaba viva, ¡y de qué modo! Creía tener quince años, mas estaba ya en plena floración, con los ojos negros y los labios rojos; semejaba la pequeña Venus del Museo Capitolino. Me lavaba la ropa blanca, me guisaba los macarrones y me hacía el lecho cuando no se olvidaba. Nunca había visto un forastero hasta que me vio a mí. Iba siempre a mi cuarto con un racimo de uvas, una raja de sandía o un plato de higos. Cuando no tenía otra cosa que ofrecerme, se quitaba la rosa de sus negros rizos y me la presentaba con su encantadora sonrisa de sirena, y una pregunta relucía en sus ojos: ¿no me gustaría tener también sus rojos labios? Todo el día cantaba en la cocina con su voz fuerte y aguda:
Amore! Amore!
De noche la oía dar vueltas en la cama, al otro lado del tabique. Decía que no podía dormir, que tenía miedo de estar sola por la noche, que tenía miedo de dormir sola. ¿Y yo, no tenía miedo de dormir solo?
—
Dormite, signorino?
—susurraba desde su cama.
No, no dormía, estaba desveladísimo. Tampoco a mí me gustaba
dormire solo.
¿Qué nuevo temor hacía palpitar mi corazón tan tumultuosamente y correr la sangre en las venas con velocidad febril? ¿Por qué, cuando estaba sentado, medio dormido, en la nave lateral de
Santa Maria del Carmine
, no reparaba en aquellas bellísimas mozas con mantillas negras, que estaban a mi lado arrodilladas sobre el pavimento de mármol y me sonreían a hurtadillas entre sus oraciones y conjuros? ¿Cómo pude pasar todos los días, durante semanas, por delante de la frutera de la esquina sin detenerme a charlar con
Nonnina
, su hermosa hija, que tenía en las mejillas el mismo color que los melocotones que vendía? ¿Por qué no advertí antes que la florista de la
Piazza del Mercato
tenía la misma encantadora sonrisa de la
Primavera
de Botticelli? ¿Cómo habré podido pasar tantas noches en la
Osteria dell'Allegria
sin enterarme de que era la vivacidad de los ojos de Carmela, no el vino de
Gragnano
, lo que se me subía a la cabeza? ¿Cómo era posible que sólo hubiese oído el gemido de los moribundos y el doblar de las campanas, mientras cada calle resonaba de risas y canciones de amor y bajo cada pórtico había una muchacha que susurraba a su enamorado?
«Oi Mari, oi Mari,
quanto suonno aggio perso pe'te:
Famme dormí
Abbracciato na notte cu te»
cantaba un jovencito bajo la ventana de
Mariuccia.
—
O Carmè! O Carmè!
—cantaba otro fuera de la hostería.
—
Vorrei baciare i tuoi capelli neri
—resonaba en mis oídos, mientras estaba en el lecho escuchando la respiración del sueño de
Mariuccia
al otro lado del tabique.
¿Qué me había sucedido? ¿Estaba hechizado por una
strega?
[7]
¿Alguna de aquellas muchachas habría vertido en mi vino unas gotas del elixir de amor de
Don Bartolo?
¿Qué le había pasado a aquella gente que me rodeaba? ¿Se habían embriagado todos con el vino nuevo, o habíanse vuelto locos de voluptuosidad ante la misma muerte?
—Morte al colèra! evviva la gioia!
Estaba sentado en mi mesa de costumbre, en la
Osteria,
medio dormido, ante mi botella de vino. Ya había pasado la medianoche y pensé que era preferible esperar donde me encontraba y volver a casa con César, cuando hubiera terminado su trabajo. Un niño se acercó corriendo a mi mesa y me presentó un pedazo de papel.
«Venga usted», decía, con letras casi ilegibles.
Cinco minutos después nos detuvimos ante las enormes cancelas de hierro del convento
delle Sepolte Vive.
Me introdujo una anciana monja, que me precedía, a través del jardín del claustro, tocando una campanilla. Pasamos por un inmenso pasillo desierto; otra monja levantó una linterna hasta mi rostro y abrió la puerta de un cuarto débilmente iluminado. Había un colchón en el suelo, y en él, tendido, el doctor Villari. Al principio casi no lo reconocí. El padre Anselmo le administraba los últimos sacramentos. Hallábase ya en
stadium algidum;
el cuerpo estaba frío, pero en sus ojos veíase que aún tenía conciencia. Miré su rostro con un estremecimiento. No era a mi amigo a quien miraba, sino a la muerte, la terrible, la repugnante muerte. Levantó varias veces las manos, señalándome. Su faz espectral contraíase en un esfuerzo desesperado por hablar. De sus labios contorsionados salió claramente la palabra
specchio.
Después de un rato de espera, una Hermana trajo un espejito. Lo puse ante sus ojos medio cerrados. Movió varias veces la cabeza. Ésta fue su última señal de vida. Una hora después se le paró el corazón.