La Historia de San Michele (39 page)

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Authors: Axel Munthe

Tags: #Biografía

BOOK: La Historia de San Michele
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—Sé que voy a morir —dijo—; sé que usted me ayudará. ¿Será hoy o mañana?

—Hoy.

—Me alegro; estoy preparado; no tengo el menor temor. Por fin voy a saber… Diga a William James… dígale…

Su jadeante pecho se detuvo durante un angustioso minuto de suspensión de la vida.

—¿Me oye? —pregunté, inclinándome sobre el moribundo—. ¿Sufre?

—No —murmuró—. Estoy muy cansado y soy muy feliz.

Éstas fueron sus últimas palabras.

Cuando salí, William James continuaba hundido en la silla, el rostro oculto por las manos; su cuadernito permanecía aún abierto sobre las rodillas.

La página estaba en blanco.

* * *

Durante aquel invierno vi varias veces a mi colega, y también a algunos de sus enfermos. Hablaba siempre de los maravillosos resultados de su suero y de otro nuevo remedio para la angina de pecho, que usaba últimamente con gran éxito en su sanatorio. Cuando le dije que me había interesado siempre mucho la angina de pecho, consintió en acompañarme a su sanatorio para mostrarme algunos de sus enfermos curados con el nuevo remedio. Me sorprendió mucho reconocer entre ellos a una ex cliente mía, una riquísima señora americana con los clásicos estigmas histéricos, clasificada por mí como enferma
imaginaria
, con el magnífico aspecto de costumbre. Había estado en cama más de un mes, cuidada día y noche por dos enfermeras, tomada la temperatura cada cuatro horas; inyecciones hipodérmicas, de ignoradas drogas, varias veces al día; las más minuciosas prescripciones de su dieta, reguladas con la máxima escrupulosidad; somníferos nocturnos; en fin, todo cuanto quería. Tenía tanta angina de pecho como yo. Por fortuna para ella, era fuerte como un caballo y muy capaz de resistir cualquier cura. Me dijo que mi colega le había salvado la vida. No tardé en percatarme de que la mayoría de los pacientes del sanatorio eran, poco más o menos, casos iguales, sometidos todos al mismo severo régimen, pero sin otro mal que el de una vida ociosa, demasiado dinero y la manía de estar enfermos y ser visitados por un médico. Cuanto veía me parecía tan interesante, al menos, como la angina de pecho. ¿Cómo procedía? ¿Qué método empleaba? Por lo que pude comprender, el método consistía en poner inmediatamente en cama a aquellas mujeres, con una asombrosa diagnosis de cualquier enfermedad grave, y permitirles una lenta curación, quitándoles después gradualmente la pesadilla de sus mentes confusas. Clasificar a mi colega como el médico más peligroso que había conocido era fácil. No me atrevía a clasificarlo como un simple charlatán. Considerarlo un médico hábil era perfectamente compatible con el hecho de que fuera un charlatán; ambas cosas suelen acoplarse bien, y ése es el mayor peligro para los charlatanes. Pero el charlatán trabaja por sí solo, como los rateros, y aquel hombre me había conducido a su sanatorio para mostrarme con gran orgullo sus casos más comprometidos. Indudablemente, era un charlatán; pero, seguramente, un tipo no común de charlatán, que bien merecía ser observado más de cerca. Cuanto más lo veía, más me asombraba la morbosa aceleración de todo su mecanismo mental, sus ojos inquietos, la extraordinaria rapidez de su palabra. Pero el primer sonido de alarma que llegó a mis oídos fue la forma en que manejaba la digital, nuestra más poderosa, pero más peligrosa arma para combatir las enfermedades del corazón.

Una noche recibí una esquela de la hija de uno de sus enfermos, que me suplicaba fuese en seguida, por urgente deseo de la enfermera, la cual me llevó aparte y me dijo que había mandado llamarme porque temía que algo no estuviera en regla y sentíase muy inquieta por cuanto ocurría. Y tenía razón. El corazón había permanecido demasiado tiempo bajo la acción de la digital y el enfermo hallábase en inmediato peligro de muerte por efecto de la droga. Mi colega estaba a punto de ponerle otra inyección cuando le arrebaté de la mano la jeringa y leí la terrible verdad en sus ojos feroces. No era un charlatán, ¡era un loco!

¿Qué debía hacer? ¿Denunciarlo como charlatán? Sólo conseguiría aumentar el número de sus enfermos y quizá de sus víctimas. ¿Como loco? Sería la ruina irreparable de toda su carrera. ¿Qué pruebas podría aducir? Los muertos no hablan, y los vivos no hubieran hablado. Sus enfermos, sus enfermeras, sus amigos habrían tomado partido contra mí, que era a quien más aprovechaba su caída. ¿No hacer nada y dejarlo en su sitio, maníaco árbitro de la vida y de la muerte?

Después de una larga incertidumbre decidí hablar a su Embajador, que sabía era muy amigo suyo. Se negó a creerme. Hacía años que conocía a mi colega y siempre le había tenido por un hábil médico digno de confianza; él mismo y su familia se habían beneficiado grandemente de su asistencia. Siempre lo había considerado como un hombre bastante excitable y algo excéntrico; pero, en cuanto a la lucidez de su mente, estaba seguro de que era tan normal como nosotros. De pronto, el Embajador prorrumpió en una de sus habituales y sonoras carcajadas. Dijo que no podía menos, que aquello era demasiado bufo; estaba seguro de que yo no lo tomaría a mal; sabía que no carecía de cierto humorismo. Y me contó que mi colega había ido a verle aquella misma mañana para pedirle una carta de presentación para el ministro sueco, a quien debía hablar de un asunto muy grave: se creía en el deber de advertirle que me vigilase, pues tenía la seguridad de que yo no estaba muy bien de la cabeza. Expliqué al Embajador que era una prueba preciosa; era precisamente lo que haría un loco en tal circunstancia; la astucia de un loco nunca puede valorarse lo suficiente.

Al volver a casa me entregaron un billete casi ilegible de mi colega, que descifré como una invitación para comer con él el día siguiente. Ya me llamó la atención el cambio de letra. Lo encontré de pie ante el espejo, en su sala de consulta, mirándose con ojos desorbitados una ligera hinchazón del cuello. Ya había observado yo el engrosamiento de su glándula tiroides; la extraordinaria frecuencia del pulso facilitó el diagnóstico: le dije que tenía la enfermedad de Basedow. Dijo que ya lo había sospechado y me pidió que lo curase. Le aconsejé —puesto que había trabajado con exceso —dejar por un tiempo a su clientela; lo mejor que podía hacer era volver a su país para un largo reposo. Conseguí tenerlo en cama hasta la llegada de su hermano. Dejó a Roma una semana más tarde, para no volver más. Creo que murió al año siguiente en un asilo.

XXIV - Grand Hôtel

CUANDO el doctor Pilkington se me presentó como decano de los médicos extranjeros de Roma, usurpaba el título, que pertenecía a otro nombre muy superior a todos nosotros. Dejadme escribir aquí su verdadero nombre con todas las letras, como está escrito en mi memoria con letras de oro: el viejo doctor Erhardt, uno de los mejores médicos y uno de los hombres más buenos que he conocido. Superviviente de la desaparecida Roma de Pío IX, su reputación había resistido más de cuarenta años de ejercicio en la ciudad eterna. Aunque pasaba de los setenta, estaba en plena posesión de su vigor físico y mental; iba de un lado a otro día y noche, siempre dispuesto a la ayuda; ricos y pobres eran iguales para él. Era el tipo clásico del médico de familia de los tiempos pasados, hoy casi extinguido, con grave daño de la humanidad doliente. Imposible no quererlo, no confiar en él. Estoy seguro de que no tuvo un enemigo durante su larga vida, salvo el profesor Baccelli. Era alemán de nacimiento, y si en su país hubiera habido muchos como él, no habría estallado la guerra de 1914. Siempre será un misterio para mí el que tantas personas, entre ellas también ex pacientes suyos, se amontonaran en la casa de Keats para pedirme consejo, habitando en la misma plaza un hombre como el viejo Erhardt. Era el único de mis colegas a quien consultaba, en mis dudas, y siempre acababa por tener razón, mientras que yo me equivocaba a menudo; pero nunca me delataba, antes bien me defendía siempre que hallaba ocasión, lo cual acaecía con bastante frecuencia. Tal vez no estaba muy familiarizado con los últimos ardides de nuestra profesión, y permanecía alejado de muchas de nuestras más nuevas y milagrosas drogas patentadas, procedentes de todas las tierras y de todas las escuelas. Pero manejaba con magistral pericia su vieja y bien probada farmacopea; sus ojos penetrantes descubrían el mal donde acechaba; no quedaban secretos en los pulmones ni en el corazón en cuanto aplicaba su viejo oído al estetoscopio. Ningún descubrimiento moderno de importancia escapaba a su atención. Interesábase vivamente por la Bacteriología y la sueroterapia, ciencia casi nueva entonces. Conocía muy bien a Pasteur, por lo menos como yo. Fue el primer médico que usó en Italia el suero antidiftérico de Behring, no salido aún del período experimental ni puesto todavía al servicio del público, y que ahora salva la vida a cientos de miles de niños cada año.

No es fácil que yo olvide este experimento suyo. Un atardecer fui llamado al
Grand Hôtel
por un mensaje urgente de un señor americano, acompañado de una carta de recomendación del profesor Weir-Mitchell. Me salió al encuentro en el atrio un hombrecillo de aspecto furibundo, que con gran agitación me dijo que acababa de llegar en el tren de lujo de París. En vez del mejor departamento que había mandado reservar, él y su familia habían sido metidos en dos habitaciones pequeñas, sin salita, sin siquiera cuarto de baño. El telegrama del director comunicándole que estaba lleno el hotel había sido expedido demasiado tarde y no lo recibió. Acababa de telegrafiar al Ritz protestando contra este tratamiento. Para complicar las cocas, su niño hallábase resfriado y con fiebre; la mujer había velado toda la noche en el tren, para asistirlo; ¿tendría yo la amabilidad de ir en seguida a verlo? En una cama había dos niños durmiendo, cara contra cara, casi labios contra labios. La madre me miró, inquieta, y dijo que el niño no había podido ingerir la leche; temía que le doliese la garganta. El enfermito respiraba fatigosamente, con la boca del todo abierta y el rostro cianótico. Puse a la niña, dormida aún, en el lecho de la madre y le dije que el niño tenía difteria y que debía llamar en seguida a una enfermera. Contestó que quería asistir por sí misma a su hijo. Pasé la noche desprendiendo las membranas diftéricas de la garganta del niño, que estaba casi ahogado.

Hacia el amanecer mandé llamar al doctor Erhardt para ayudarme en la traqueotomía, pues el niño se ahogaba. La acción del corazón estaba ya tan comprometida que no se atrevió a darle cloroformo; titubeábamos en operar, temiendo que el niño muriese bajo el bisturí. Mandé llamar al padre; apenas oyó la palabra difteria escapó de la alcoba. El resto de la conversación se desarrolló a través de la puerta entornada. No quería operación y habló de mandar llamar a todos los principales médicos de Roma para saber su opinión. Dije que no hacía falta y que, además, sería demasiado tarde; Erhardt y yo éramos quienes teníamos que decidir si se operaba o no. Envolví a la niña en una manta y se la hice llevar a su cuarto. Decía que daría un millón de dólares por salvar la vida de su hijo; le respondí que no era cuestión de dólares y le di con la puerta en la cara. La madre permanecía junto al lecho, mirándonos con ojos aterrorizados; le dije que tendríamos que operar de un momento a otro; se necesitaría lo menos una hora para encontrar una enfermera, por lo cual tendría ella que ayudarnos. Inclinó la cabeza en señal de asentimiento, sin decir una palabra, contraído el rostro por el esfuerzo para contener las lágrimas: era una mujer admirable y valerosa. Mientras yo extendía una toalla limpia sobre la mesa, bajo la lámpara, y preparaba los instrumentos, Erhardt me contó que, por una extraña coincidencia, había recibido aquella misma mañana, por medio de la Embajada alemana, una muestra del nuevo suero antidiftérico de Behring, enviada directamente, a requerimiento suyo, desde el laboratorio de Marburg. Sabía que había sido ensayado con verdadero éxito en varias clínicas alemanas. ¿Debíamos probar el suero? No había tiempo de discutir; el niño se agravaba rápidamente; los dos estábamos convencidos de que tenía muy pocas probabilidades de salvación. Con el consentimiento de la madre, decidimos probar el suero. La reacción fue espantosa y casi instantánea. Todo su cuerpo se volvió negro; la temperatura saltó hasta cuarenta y un grados y descendió de repente por debajo de la normal, con un fuerte estremecimiento. Sangraba por la nariz y por los intestinos; el funcionamiento del corazón se hizo muy irregular; presentaba todos los síntomas del colapso inmediato. Ninguno de nosotros dejó el cuarto en todo el día, esperando verlo morir de un momento a otro. Con gran sorpresa nuestra, hacia el anochecer se hizo más fácil la respiración, parecían mejorar las condiciones locales de la garganta y era menos irregular el pulso. Supliqué al viejo Erhardt que volviera a su casa para descansar un par de horas; contestó que era demasiado interesante el caso para sentir cansancio.

Con la llegada de
Soeur Philippine
, la Hermana azul inglesa, una de las mejores enfermeras que yo he tenido, extendióse de modo fulminante por todo el hotel, atestado de gente, el rumor de que había difteria en el último piso. El director mandó decirme que el niño había de ser trasladado inmediatamente a un hospital o a un sanatorio. Respondí que ni Erhardt ni yo cargaríamos con esa responsabilidad, pues seguramente se moriría por el camino. Además, no conocíamos ningún lugar adonde llevarlo, y en aquellos días los medios de transporte para tales casos de urgencia eran en extremo inadecuados. Un momento después el millonario de Pittsburgo me anunció, desde la puerta entornada, que había mandado al director desalojar todo el último piso, a sus expensas; prefería comprar todo el
Grand Hôtel
antes que trasladar al hijo con peligro de su vida. Al anochecer era indudable que la madre se había contagiado. A la mañana siguiente toda el ala del último piso había sido evacuada. Hasta los servidores habían huido. Únicamente el signor Cornacchia, el empresario de pompas fúnebres, rondaba por el desierto pasillo, chistera en mano. De vez en cuando el padre miraba el aposento por la puerta entreabierta, casi loco de terror. La madre seguía empeorando; fue llevada a la habitación contigua, al cuidado de Erhardt y de otra enfermera.
Soeur Philippine
y yo permanecimos con el niño. Hacia el mediodía, éste se extenuó y murió de parálisis cardíaca. El estado de la madre era tan crítico que no nos atrevimos a comunicárselo; decidimos esperar hasta la mañana siguiente. Cuando dije al padre que el cuerpo del niño debía ser llevado al depósito mortuorio del cementerio protestante aquella misma tarde y enterrado dentro de las veinticuatro horas, se tambaleó y estuvo a punto de caer en brazos del
signar
Cornacchia, que se inclinaba respetuosamente a su lado. Dijo que su mujer nunca le perdonaría el dejar al niño en tierra extranjera; debía ser enterrado en el panteón de familia, en Pittsburgo. Repliqué que era imposible, que las leyes prohibían transportar un cadáver en semejante caso.

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