La Historia de San Michele (43 page)

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Authors: Axel Munthe

Tags: #Biografía

BOOK: La Historia de San Michele
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Dormí profundamente toda la noche en el colchón del
signor Amedeo
, y me desperté por la mañana con el regreso de mi huésped y sus dos amigos de su peligrosa expedición nocturna, peligrosa de verdad, porque las tropas tenían orden de hacer fuego contra quien intentase llevarse algo, aunque fuera de las ruinas de la propia casa. Arrojaron sus líos bajo la mesa y se tendieron en los colchones. Cuando me marche estaban profundamente dormidos. Aunque parecía muerto de cansancio, no se olvidó mi amable huésped de decirme que podía quedarme con él todo el tiempo que quisiera; naturalmente, yo no deseaba otra cosa. La noche siguiente volví a cenar con el
signor Amedeo;
sus dos amigos estaban ya dormidos en sus colchones; los tres debían ponerse de nuevo a la tarea nocturna después de medianoche. Nunca he visto un hombre más amable que mi huésped. Cuando supo que estaba sin blanca se ofreció en seguida a prestarme quinientas liras, y siento tener que confesar que aún se las debo. No pude menos de expresar mi sorpresa porque prestase dinero a un desconocido de quien nada sabía. Me respondió, con una sonrisa, que no estaría sentado junto a él si no tuviera confianza en mí.

El día siguiente, al anochecer, mientras me arrastraba a gatas entre las ruinas del
Hôtel Trinacria
buscando el cadáver del cónsul sueco, me afrontó, de pronto, un soldado apuntándome con la carabina. Fui arrestado y conducido al puesto de guardia más próximo. Vencida la dificultad preliminar de identificar mi obscuro país y, tras de ojear mi permiso firmado por el Prefecto, el oficial de servicio me dejó libre, puesto que mi único
corpus delicti
consistía en un libro registro consular sueco medio carbonizado. Dejé el puesto algo intranquilo, porque noté la mirada algo confusa del oficial cuando le dije que no podía darle mis señas precisas, pues ni siquiera sabía el nombre de la calle en que vivía mi amable huésped. Era ya noche cerrada y pronto empecé a correr, porque me parecía oír pasos furtivos detrás de mí, como si me siguiera alguien; pero llegué sin más contratiempos a mi refugio nocturno. El
signor Amedeo
y sus dos amigos estaban ya dormidos en sus colchones. Hambriento como siempre, me senté para devorar la cena que mi amable huésped me había dejado sobre la mesa. Pensaba estar despierto hasta que ellos se marchasen para ofrecer mi ayuda al
signor Amedeo
en sus rebuscas de aquella noche, creyendo que era lo menos que podía hacer para pagarle sus atenciones; cuando, de pronto, oí un agudo silbido y ruido de pasos. Alguien bajaba por la escalera. En un instante, los tres hombres dormidos se pusieron de pie. Oí un disparo; desde lo alto de la escalera cayó al suelo, a mis pies, un
carabiniere.
Mientras me inclinaba rápidamente sobre él para ver si estaba muerto, vi con claridad al
signor Amedeo
apuntándome con su revólver. En el mismo instante se llenó de soldados la estancia, oí otro disparo y, tras una desesperada lucha, fueron dominados los tres hombres. Mientras mi huésped pasaba por delante de mí maniatado, con una sólida cuerda alrededor de brazos y piernas, alzó la cabeza y me miró con un relámpago salvaje de odio y de reprobación que me heló la sangre en las venas. Media hora después estaba yo de nuevo en el puesto de guardia, donde quedé encerrado con llave durante la noche. A la mañana siguiente volví a ser interrogado por el mismo oficial, a cuyas inteligencia y bondad debo, probablemente, la vida. Me contó que aquellos tres hombres eran malhechores condenados a cadena perpetua, fugados de la prisión próxima a los Capuchinos, todos
pericolosissimi. Amedeo
era un famoso bandido que había aterrorizado durante muchos años los alrededores de Girgenti, con un balance de ocho homicidios. Él y su cuadrilla fueron también los que forzaron el Banco de Nápoles la noche antes, matando a los guardianes, mientras yo dormía profundamente en su colchón. Los tres hombres habían sido fusilados al amanecer. Pidieron un sacerdote, confesaron sus pecados y murieron sin miedo. El oficial de policía quiso felicitarme por la parte importante que yo había tenido en su captura. Le miré a los ojos y dije que no estaba orgulloso de mi obra. Hacía mucho tiempo que tenía la convicción de no ser apto para el papel de delator, y menos aún para el de ejecutor. No era asunto mío; tal vez lo fuese suyo, o acaso tampoco lo fuera. Dios sabe cómo castigar cuando quiere; sabe quitar una vida como sabe darla.

Por desgracia para mí, llegó mi aventura a oídos de algunos periodistas que rondaban fuera de la
Zona militare
(ningún periodista podía entrar en la ciudad en aquellos días, con justo motivo) en busca de noticias sensacionales, tanto más gratas cuanto más increíbles. Seguramente esta historia parecerá bastante increíble a los que no estuvieron en Mesina durante la primera semana después del terremoto. Sólo una afortunada mutilación de mi nombre me salvó en convertirme en famoso. Pero cuando los que conocían bien el largo brazo de la
Mafia
me dijeron que aquello no me salvaría de ser asesinado si permanecía en Mesina, me embarqué al día siguiente con algunos aduaneros, a través del estrecho, hacia Reggio.

También Reggio, donde habían muerto en el acto veinte mil personas por efecto de la primera sacudida, era indescriptible e inolvidable.

Aún más aterrador era el espectáculo de las pequeñas ciudades de la costa diseminadas entre naranjales, Scilla, Canitello, Villa San Giovanni, Gallico, Archi, San Gregorio, antes tal vez el lugar más bello de Italia, ahora un vasto cementerio de más de treinta mil muertos, y algunos miles de heridos que yacieron entre las ruinas durante dos noches de lluvia torrencial seguida de una tramontana heladora, absolutamente sin asistencia, y con millares de seres medio desnudos que corrían como locos por las calles, gritando de hambre. Más al Sur, la intensidad de la convulsión sísmica parecía haber alcanzado su grado máximo. En Pellaro, por ejemplo, donde de sus cinco mil habitantes sólo se salvaron unos doscientos, ni siquiera pude distinguir dónde habían estado las calles. La iglesia, pletórica de gente aterrorizada, se hundió a la segunda sacudida, matando a todos. El cementerio estaba sembrado de ataúdes hendidos, literalmente lanzados de las fosas; el mismo horrendo espectáculo había ya visto en el cementerio de Mesina. En los montones de ruinas de la iglesia sentábanse una docena de mujeres, temblando en sus andrajos. No se lamentaban, no hablaban; permanecían tranquilas, con la cabeza inclinada y los ojos entreabiertos. De vez en cuando alguna de ellas alzaba la cabeza y miraba con ojos inexpresivos a un viejo y andrajoso sacerdote que gesticulaba entre un grupo de hombres allí cerca, levantando a veces el puño con una terrible maldición hacia Mesina, a través del Estrecho: Mesina, la ciudad de Satanás; Sodoma y Gomorra juntas; la causa de toda su miseria. ¿No había siempre predicho él que la ciudad de los pecadores acabaría con…? Una serie de gesticulaciones sobresaltadas y ondulantes, con ambas manos por el aire, no dejaba duda alguna acerca de lo que había predicho.
Castigo di Dio! Castigo di Dio!

Di un panecillo duro, sacado de mi morral, a la mujer que estaba junto a mí con un niño en el regazo. Lo aferró sin decir una palabra, sacó en el acto una naranja del bolsillo, me la dio, separó de un mordisco un trozo del panecillo para metérselo en la boca a la mujer que estaba detrás de ella, próxima a ser madre, y empezó a devorar el resto con voracidad, como un animal hambriento. En voz baja y monótona me dijo que ella, con el niño al pecho, se había salvado sin saber cómo, cuando la casa se desplomó con la primera
staccata;
que había trabajado hasta la madrugada para intentar sacar de las ruinas a sus otros dos hijos y al padre, cuyos gemidos estuvo oyendo hasta que se hizo de día. Vino luego otra
staccata
y todo quedó en silencio. Tenía un feo corte en la frente, pero, gracias a Dios, su
creatura
, la conmovedora palabra con que las madres designan aquí a sus hijitos, estaba completamente en salvo. Mientras hablaba puso a mamar al nene, un magnífico muchachito totalmente desnudo, fuerte como Hércules niño y nada molesto por cuanto sucedía. En un cesto, a su lado, dormía otro niño bajo un sombrajo de paja podrida: lo había recogido en la calle; nadie sabía de quién era. Al levantarme para irme, empezó a agitarse el niño sin madre; ella lo sacó del cesto y se lo puso al otro seno. Miré a la humilde campesina calabresa, de fuertes miembros y amplio pecho, con los dos espléndidos niños mamando vigorosamente en sus senos y, de pronto, recordé su nombre: era Démeter, de la Magna Grecia, donde había nacido; la Magna Mater de los romanos. Era la Madre Natura: de su ancho pecho corría, como en otro tiempo, el río de la vida sobre las fosas de los cien mil muertos. ¡Oh Muerte!, ¿dónde está tu aguijón? ¡Oh Tumba!, ¿dónde está tu victoria?

* * *

Volvamos a Miss Hall. Con toda aquella realeza entre las manos, cada vez se le hacía más difícil inspeccionar la llegada y la partida de mis enfermas. Mi esperanza de haber acabado de una vez con las mujeres neuróticas al dejar a París no se había realizado: mi sala de consulta en la
Piazza di Spagna
estaba llena. Algunas eran viejas y temidas conocidas de la
Avenue de Villiers
, otras me habían sido endosadas, en legítima defensa y en número siempre creciente, por diversos especialistas de los nervios, ya agotados. Sólo las docenas de indisciplinadas y desquiciadas señoras de toda edad que me transmitía el profesor Weir-Mitchell bastarían para probar la solidez cerebral de cualquier hombre, y también su paciencia. El profesor Kraft-Ebing, de Viena, famoso autor de
Psicopatia Sexualis
, me enviaba asimismo continuamente enfermos de ambos sexos y de ningún sexo, todos más o menos difíciles de tratar, especialmente las mujeres. Con gran sorpresa y satisfacción mías, también había curado últimamente a algunos con diversos trastornos nerviosos, enviados, sin duda, por el maestro de la
Salpêtrière
, si bien nunca con una palabra escrita. Muchos de estos enfermos eran casos límite mal definidos, más o menos irresponsables. Algunos eran nada menos que locos disimulados, capaces de cualquier cosa. Es fácil tener paciencia con los locos, y confieso que me inspiran cierta simpatía. Con un poco de tacto no es difícil salir adelante, con la mayor parte de ellos. Mas no es fácil tener paciencia con las mujeres histéricas, y en cuanto a ser amable con ellas, hay que pensarlo dos veces antes de serlo demasiado, pues no desean otra cosa. Generalmente, puede hacerse muy poco por estos enfermos, al menos fuera del hospital. Se puede aturdir sus centros nerviosos con sedantes, pero no curarlos. Permanecen siendo lo que son, un confuso complejo de desórdenes mentales y físicos, una peste para sí mismos y para sus familias, una maldición para sus médicos. El tratamiento hipnótico, tan beneficioso en muchas enfermedades mentales hasta ahora incurables, está, por lo general, contraindicado en las mujeres histéricas de cualquier edad —el histerismo no tiene límites de edad—. En todo caso, debiera circunscribirse la sugestión de Charcot
à l'état de veille;
aunque tampoco es necesario, porque esas pobres desequilibradas están ya, por lo común, demasiado dispuestas a ser influidas por su doctor; confían excesivamente en él, creen que es el único capaz de comprenderlas y lo idolatran. Tarde o temprano, empiezan a llegar los retratos; es inevitable.
Il faut passer par là
, decía Charcot, con triste sonrisa. Mi antipatía por las fotografías data de mucho tiempo; personalmente, nunca me he sometido a hacerme fotografiar desde que tenía dieciséis años, con excepción de las inevitables instantáneas para el pasaporte cuando serví en la Cruz Roja durante la guerra. Tampoco me han interesado nunca las fotografías de mis amigos. Queriendo, podría reproducir fielmente sus facciones en mi retina con mucha mayor exactitud que el mejor fotógrafo. Para el estudiante de psicología tienen poco valor las acostumbradas fotografías de un rostro humano. Pero a la vieja
Anna
le gustaban mucho. Desde el memorable día en que dejó de ser la más humilde de todas las floristas de la
Piazza di Spagna
para convertirse en portera de mi consultorio de la casa de Keats, habíase vuelto una entusiasta coleccionista de fotografías. Con frecuencia, después de reñirla demasiado severamente por algunas de sus numerosas faltas, le enviaba a su cuchitril, bajo la escalera de la
Trinità dei, Monti
, la paloma de la paz con una fotografía en el pico. Cuando, finalmente, agotado por el insomnio, dejé para siempre la casa de Keats,
Anna
se apoderó de todo un cajón de mi escritorio lleno de fotografías de todos tamaños y clases. A decir verdad, debo confesar que me alegré mucho de desprenderme de ellas.
Anna
es completamente inocente; el único culpable soy yo. Durante una breve visita a Londres y a París en la primavera siguiente, me chocó el retraimiento, por no decir frialdad, con que me acogían muchos de mis anteriores enfermos y sus parientes. Al pasar por Roma, en mi viaje de regreso a Capri, apenas tuve tiempo de cenar en la Legación de Suecia. Me pareció que el ministro estaba un poco raro. También mi encantadora huéspeda estaba extraordinariamente silenciosa. Al irme para tomar el tren nocturno de Nápoles, mi viejo amigo me dijo que, realmente, era ya hora de que volviese a San Michele para permanecer allí durante el resto de mis días, entre los perros y los monos. No era propio para otra sociedad; había batido mi propio
record
con mi última hazaña al dejar la casa de Keats. Con voz furibunda continuó contándome que la víspera de Navidad, al cruzar la
Piazza di Spagna
repleta de turistas, como es costumbre en aquel día, vio a
Anna
ante una mesa cubierta de fotografías a la puerta de la casa de Keats, gritando con voz chillona a los transeúntes:

«Venite a vedere questa bellissima signorina coi capelli ricci: ultimo prezzo due lire.»

«Guardate la signora americana, guardate che collana di perle, guardate che orecchini con brillanti, ve la do per due e cinquanta, una vera occasione!»

«Non vi fate scappare questa nobile marchesa, tutta in pelliccia!»

«Guardate questa duchessa, tutta scollata, in veste di ballo e con la corona in testa, quattro lire, un vero regalo!»

«Ecco la signora Bocca Aperta, prezzo ridotto: una lira e mezzo.»

«Ecco la signora Mezza Pazza, rideva sempre, ultimo prezzo: una lira!»

«Ecco la signora Capa Rossa che puzzava sempre di liquore, una lira e mezzo.»

«Ecco la signorina dell' Albergo di Europa che era impazzita per il signor dottore: due lire e mezzo.»

«Vedete la signora francese, che nascondeva il porta-sigarette sotto il mantelo, povera signora, non era colpa sua, non aveva la testa a posto; prezzo ristretto: una lira.»

«Ecco la signora russa, che voleva ammazzare la civetta, due lire, neanche un soldo di meno.»

«Ecco la baronessa mezzo uomo mezzo donna, mamma mia, non si capisce niente, il signor dottore diceva che era nata cosi, due lire e venticinque, una vera occasione.»

«Ecco la contessa bionda che il signor dottore le voleva tanto bene, guardate com'è carina, non meno di tre lire!»

«Ecco la…»

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