La Historia de San Michele (46 page)

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Authors: Axel Munthe

Tags: #Biografía

BOOK: La Historia de San Michele
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Sí, todo iba bien en San Michele, gracias a Dios. Nada había ocurrido en Anacapri; como de costumbre, nadie había muerto. El párroco se había dislocado una tibia; algunos decían que había resbalado al bajar del púlpito el domingo anterior; otros, que el párroco de Capri, que todos sabían era
jettatore
, le había hecho mal de ojo. El día anterior, el canónigo
Don Giacinto
había sido encontrado muerto en su lecho, abajo, en Capri. Se acostó muy bien y murió durante el sueño. A prima noche yacía en la iglesia ante el altar Mayor; debía ser enterrado con gran pompa a la mañana siguiente; desde el alba sonaban las campanas.

En el jardín continuaba el trabajo como siempre.
Mastro Nicola
había encontrado otra
testa di cristiano
al derribar el muro del claustro, y
Baldassare
había descubierto otra vasija de barro llena de monedas romanas, al recoger las patatas nuevas. El viejo
Pacciale
, que estaba cavando en mi viñedo de Damecuta, me llevó aparte con aire de gran misterio y de importancia. Después de asegurarse de que nadie podía oírnos, sacó del bolsillo una quebrada pipa de barro negra de humo, que quizá habría pertenecido a algún soldado del regimiento maltés acampado en Damecuta en 1808.


¡La pipa di Timberio!
—me dijo.

Los perros se habían bañado diariamente a mediodía, y se les había dado huesos dos veces por semana, según lo prescrito. La lechucita estuvo de buen humor. La mangosta había permanecido en pie día y noche, siempre a la busca de algo o de alguien. Las tortugas parecían muy felices, a su tranquila manera.

—¿Ha sido bueno
Billy?

—Sí —se apresuró a contestar Elisa—,
Billy
ha sido muy bueno, un
vero angelo.

No me parecía en modo alguno un ángel mientras me miraba gesticulando, desde la cima de su higuera particular. Contrariamente a su costumbre, no bajó a darme la bienvenida. Estaba seguro de que había hecho alguna trastada; no me gustaba su expresión. ¿Era realmente cierto que
Billy
había sido bueno?

Poco a poco fue abriéndose camino la verdad. El mismo día de mi partida,
Billy
arrojó una zanahoria a la cabeza de un forastero que pasaba al pie de la tapia del jardín, rompiéndole los anteojos. El forastero se enfadó mucho y quería presentar una denuncia en Capri. Elisa protestó enérgicamente: toda la culpa era de él, que no tenía derecho a reírse de aquel modo de
Billy;
todos sabían que éste se enfadaba cuando se burlaban de él. Al siguiente día hubo una terrible lucha entre
Billy
y el
fox-terrier;
todos los perros intervinieron en el zafarrancho;
Billy
luchó como un demonio, y hasta intentó morder a
Baldassare
cuando pretendía separar a los contendientes. La batalla terminó de improviso con la llegada de la mangosta;
Billy
se encaramó a su árbol y todos los canes se escabulleron, como hacían siempre que llegaba el animalito. Desde entonces los perros y
Billy
eran enemigos; éste se negó incluso a seguir atrapándoles las pulgas.
Billy
había dado caza por todo el jardín al gatito siamés y, por último, se lo llevó a la copa de la higuera y le arrancó todos los pelos.
Billy
había molestado continuamente a las tortugas.
Amanda
, la tortuga mayor, había puesto siete huevos, grandes como de paloma, que habían de ser incubados por el sol, cual acostumbran las tortugas, y
Billy
se los tragó en un abrir y cerrar de ojos. ¿Habían tenido cuidado, al menos, de no dejar botellas de vino al alcance de su mano? Hubo un siniestro silencio.
Pacciale
, el de más confianza del personal, acabó por declarar que en dos ocasiones había sido visto
Billy
salir furtivamente de la bodega con una botella en cada mano. Tres días antes habían sido descubiertas otras dos botellas en un rincón de la casa de los monos, cuidadosamente sepultadas bajo la arena. Según las instrucciones,
Billy
había sido encerrado en seguida a pan y agua en la casa de los monos, en espera de mi regreso. A la mañana siguiente la casa de los monos estaba vacía;
Billy
se había escapado durante la noche de un modo inexplicable; los barrotes estaban intactos, la llave del candado la tenía
Baldassare
en el bolsillo. Todos buscaron inútilmente a
Billy
por todo el pueblo. Por último, lo cogió
Baldassare
aquella misma mañana en la cima de la montaña de Barbarossa, profundamente dormido y con un pájaro muerto en la mano. Durante este interrogatorio, estaba
Billy
sentado en lo alto de su árbol, mirándome con aire de desafío; no cabía duda de que lo comprendía todo. Hacían falta severos procedimientos disciplinarios. Los monos, como los niños, deben aprender a obedecer hasta que puedan aprender a mandar.
Billy
empezó a parecer inquieto. Sabía que yo era el amo, sabía que podía cazarlo a lazo, como había hecho otras veces; sabía que el látigo en mi mano era para él. También lo sabían los perros y sentábanse alrededor del árbol de
Billy
, meneando la cola con la conciencia pura y gozando plenamente de la situación. A los perros no les disgusta presenciar la paliza que se da a cualquier otro.

De pronto, Elisa se llevó las manos al vientre con un agudo chillido, y
Pacciale
y yo apenas tuvimos tiempo de llevarla al lecho en la casita, mientras
Baldassare
corría a llamar a la comadrona. Cuando volví hacia el árbol,
Billy
había desaparecido. Tanto mejor para él y para mí, pues detesto el castigar a los animales.

Además, no me faltaban otras cosas en que pensar. Siempre me había interesado mucho el canónigo
Don Giacinto.
Tenía verdadero deseo de saber algo más de su muerte; de su vida ya sabía bastante.
Don Giacinto
gozaba fama de ser el hombre más rico de la isla; decían que poseía una renta de veinticinco liras cada hora de su vida,
anche quando dorme.
Le había observado durante muchos años sacar hasta el último céntimo a sus pobres arrendatarios, echarlos de las casas cuando era mala la cosecha de aceitunas y no podían pagar la renta, dejarlos morir de hambre cuando envejecían y no tenían ya fuerzas para trabajar. Ni yo ni ningún otro habíamos oído decir nunca que hubiese regalado un céntimo. Por eso yo habría dejado de creer en toda divina justicia en este mundo si Dios omnipotente hubiera concedido a aquel viejo vampiro la más grande bendición que puede concederse a los vivos: la de morir durmiendo. Decidí ir a ver a mi viejo amigo
Don Antonio
, el párroco de Anacapri, que seguramente podría decirme cuanto deseaba saber.
Don Giacinto
había sido su mortal enemigo durante medio siglo. El párroco estaba sentado en la cama, el pie envuelto en un enorme fajo de mantas de lana y el rostro radiante. El cuarto estaba lleno de sacerdotes; en el centro se hallaba
María Portalettere
con la lengua casi colgando, por la excitación. Durante la noche había estallado el fuego en la iglesia de
San Constanzo
, mientras
Don Giacinto
yacía majestuosamente en el catafalco; el ataúd había sido devorado por las llamas. Unos decían que
il demonio
había derribado los candelabros de cera sobre el catafalco para pegar fuego a
Don Giacinto;
otros, que había sido una cuadrilla de bandidos que iban a robar la estatua de plata de
San Constanzo.
El párroco estaba seguro de que había sido
il demonio:
siempre había creído que
Don Giacinto
acabaría entre llamas.

El relato de
María Portalettere
sobre la muerte de
Don Giacinto
parecía bastante plausible:
il demonio
se le apareció en la ventana mientras leía sus oraciones del atardecer; pidió socorro y, casi desmayado, lo llevaron a la cama, donde murió de miedo poco después.

Muy interesado, pensé que lo mejor era ir yo mismo a Capri para indagar. La plaza estaba llena de gente que gritaba a voz en cuello. En el centro hallábanse el alcalde y los concejales, esperando ansiosamente la llegada de los
carabinieri
de Sorrento. En la escalinata de la iglesia había una docena de sacerdotes gesticulando como locos. La iglesia estaba cerrada, en espera de la llegada de las autoridades. Sí, dijo el alcalde acercándose con cara seria, ¡todo era cierto! Cuando el sacristán fue a abrir la iglesia por la mañana, la encontró llena de humo. El catafalco hallábase medio consumido por el fuego, el mismo ataúd estaba muy chamuscado, el precioso paño de terciopelo bordado y una docena de coronas de la parentela del canónigo habían quedado reducidos a un montón de cenizas, aún candentes. Tres de los enormes candelabros de cera alrededor del catafalco estaban todavía encendidos; el cuarto había sido, sin duda alguna, derribado por una mano sacrílega para prender fuego al paño. Hasta entonces era imposible saber con seguridad si había sido obra del demonio o de algún criminal, pero el alcalde observó agudamente que el hecho de no faltar ninguna de las preciosas joyas que llevaba al cuello
San Constanzo
, le hacía inclinarse, hablando con
rispetto
, a la primera suposición. A medida que proseguía en sus indagaciones, el misterio se hacía más oscuro. El suelo del café
Zum Hiddigeigei
, cuartel general de la colonia alemana, estaba sembrado de vasos rotos, de botellas y de toda clase de loza; sobre una mesa había una botella de
whisky
medio vacía. En la farmacia, docenas de tarros de Faenza que contenían preciosas drogas y mixturas secretas, habían sido tirados de los estantes; por todas partes había aceite de ricino. El
professore Parmigiano
me enseñó personalmente la devastación de su nueva sala de Exposiciones, orgullo de la plaza. Su
Vesubio in eruzione
, su
Processione di San Constanzo
, su
Salto di Tiberio
y su
Bella Carmela
, estaban todos amontonados en el suelo, con los marcos rotos y los lienzos rajados. Su
Tiberio nuotante nella Grotta Azzurra
estaba aún en el caballete, pero todo embadurnado de ultramar. El alcalde me informó de que todas las investigaciones hechas hasta entonces por las autoridades locales no habían dado resultado alguno. El partido liberal había abandonado la hipótesis de los bandidos al saber que no había desaparecido ningún objeto de valor. Hasta los dos peligrosos malhechores napolitanos, de «veraneo» en la prisión de Capri desde hacía más de un año, habían podido probar su coartada. Se había demostrado que, a causa de la fuerte lluvia, habían permanecido toda la noche en la prisión, en vez de dar su acostumbrado paseo por el pueblo después de las doce. Además, eran buenos católicos y muy populares, y no era probable que se molestasen por semejantes pequeñeces.

El partido clerical había desechado la hipótesis de
il demonio
por respeto a la memoria de
Don Giacinto.
¿Quiénes eran, pues, los autores de tan viles ultrajes? Sólo quedaba una hipótesis. A las puertas de Capri estaba su enemigo secular:
¡Anacapri!
¡Naturalmente, aquello era obra de los anacapreses! Eso lo explicaba todo. El canónigo era enemigo mortal de los anacapreses, que nunca le habían perdonado el haber tomado a broma el último milagro de San Antonio en su famoso sermón del día de
San Constanzo.
El feroz odio entre el
Zum Hiddigeigei y
el
Café de Anacapri
, recién abierto, era un hecho notorio. En tiempo de César Borgia,
Don Petruccio
, el boticario de Capri, lo hubiera pensado mucho antes de aceptar la invitación de su colega de Anacapri para comer juntos los macarrones. La competencia entre el profesor
Raffaele Pergamigiano
de Capri y el profesor
Michelangelo
de Anacapri por el monopolio de
Tiberio nuotante nella Grotta Azzurra
, se había convertido últimamente en una guerra furiosa. La apertura de la sala de Exposiciones había sido un rudo golpe para el profesor
Michelangelo;
la venta de su
Processione di Sant'Antonio
casi se había interrumpido. Naturalmente, Anacapri era la causa de todo.
Abasso Anacapri! Abasso Anacapri!

Pensé que era mejor volverme por donde había venido; empezaba a sentirme inquieto. Yo mismo no sabía qué creer. La acerba guerra entre Capri y Anacapri, que existía desde la época de los virreyes españoles en Nápoles, continuaba con indómita furia en aquellos días. Los dos alcaldes no se saludaban. ¡Los campesinos se odiaban, los notables se odiaban, los curas se odiaban, los dos santos patronos, San Antonio y San Constancio, se odiaban! Dos años antes, cuando una enorme roca, caída del monte Barbarossa, arruinó el altar y la estatua de San Antonio, vi con mis propios ojos a una multitud de capreses bailar alrededor de nuestra perjudicada capillita.

En San Michele se había suspendido ya el trabajo. Toda mi gente, vestida de fiesta, habíase encaminado a la plaza, donde debía tocar la Banda para celebrar el acontecimiento. Más de cien liras se habían ya reunido para los fuegos artificiales. El alcalde me había mandado decir que esperaba que yo asistiera, en mi calidad de ciudadano honorario: en efecto, esta rara distinción me había sido concedida el año precedente.

En medio de la pérgola estaba
Billy
, al lado de la tortuga más grande, demasiado absorto en su juego favorito para advertir que me acercaba. El juego consistía en una serie de golpes rápidos dados a la puerta de servicio de la casa de la tortuga, por donde asomaba la cola. A cada golpe, la tortuga sacaba la cabeza soñolienta por la puerta principal para ver lo que ocurría, y recibía de
Billy
, con fulmínea rapidez, un atontador puñetazo en la nariz. Este juego estaba prohibido por las leyes de San Michele.
Billy
lo sabía muy bien, y chilló como un chiquillo cuando yo, por una vez más rápido que él, lo agarré por la correa que le rodeaba el vientre.


Billy
—dije severamente—, tendré una entrevista privada contigo bajo la higuera; hemos de ajustar los dos unas cuentas. Es inútil que hagas muecas; te corresponde una buena azotaina y la recibirás.
Billy
, de nuevo te has dado a la bebida. En un rincón de la casa de los monos han sido encontradas dos botellas de vino vacías, y falta una botella de
Black and White, whisky
de Buchanan. Tu conducta durante mi permanencia en Calabria ha sido deplorable. Has roto con una zanahoria los lentes de un forastero. Has desobedecido a mis criados. Has disputado y te has pegado con los perros, y te has negado a buscarles las pulgas. Has insultado a la mangosta. Has faltado al respeto a la lechucita. Has golpeado repetidamente a la tortuga. Has casi estrangulado al gatito siamés. ¡Y por último, y sobre todo, te has escapado de casa completamente borracho! La crueldad con los animales pertenece a tu naturaleza, de lo contrario no serías un candidato a la Humanidad; pero sólo los señores de la Creación tienen derecho a embriagarse. Te digo que estoy harto de ti; te enviaré a América con tu viejo y borrachón amo, el doctor Campbell; no eres apto para la buena sociedad. Eres la vergüenza de tus padres.
Billy
, eres un hombrecillo desacreditado, un empedernido borrachón, un…

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