—También yo temo un poco a San Pedro —admitió el viejo arcángel—. ¿Has oído cómo me ha echado en cara el haber sido extraviado por Lucifer? He sido perdonado por Dios mismo y readmitido en su Paraíso. ¿Ignora San Pedro que perdonar significa olvidar? Tienes razón, los Profetas son severos, pero justos; fueron inspirados por Dios y hablan con Su propia voz. Los Santos Padres sólo pueden leer los pensamientos de otro hombre a través de la débil luz de los ojos mortales; sus voces son voces humanas.
—Ningún hombre conoce a su prójimo. ¿Cómo pueden juzgar de cosas que ellos desconocen, que no comprenden? Yo deseo que entre mis jueces esté San Francisco; lo he amado durante toda mi vida, y él me conoce y me comprende.
—San Francisco nunca juzga; sólo perdona, como Cristo mismo, que pone la propia mano en la de él como si fuera su hermano. En la Sala del Juicio, donde pronto irás, no suele verse a San Francisco; no le miran allí con buenos ojos. Entre los mártires y santos abundan los que están celosos de sus sagrados estigmas, y más de uno entre los grandes Padres del cielo se siente a disgusto con el magnífico manto recamado de oro y piedras preciosas, cuando el
Poverello
aparece entre ellos con su raída túnica hecha jirones de tanto usarla. La Virgen trata continuamente de zurcirla y remendarla lo mejor que puede: dice que es inútil darle una nueva, porque la regalaría en seguida.
—¡Me gustaría tanto verle! ¡Deseo tanto dirigirle una pregunta que me ha inquietado toda la vida y a la que sólo él podría contestar! Tal vez tú, sabio y venerando arcángel, me lo podrías decir: ¿dónde van las almas de los inocentes animales? ¿Dónde está su Paraíso? Quisiera saberlo, porque… tengo…
No me atreví a proseguir.
—«En la casa de mi Padre hay muchas moradas», dijo Nuestro Señor. Dios, que ha creado a las bestias, pensará en ellas. El Paraíso es bastante grande para acogerlas también. Escucha —susurró el venerando arcángel, indicando con el dedo en dirección al arco abierto—. ¡Escucha!
Una suave armonía de arpas y dulces voces de niños llegaba a mis oídos, mientras miraba afuera los jardines del cielo, fragantes del perfume de las flores elisias.
—Alza los ojos y mira —dijo el arcángel, inclinando reverentemente la cabeza.
Antes de que mis ojos pudieran discernir la aureola de pálido oro que circundaba su cabeza, la había reconocido mi corazón. ¡Qué incomparable pintor fue Sandro Botticelli! Hela aquí avanzando precisamente como él la retrató tantas veces, tan joven, tan pura y, sin embargo, con aquella tierna y vigilante mirada de madre. Vírgenes enguirnaldadas de flores, de labios sonrientes y ojos juveniles, rodeábanla de eterna primavera; angelitos con las alas plegadas, púrpura y oro, sostenían su manto, mientras otros extendían una alfombra de rosas a sus pies. Santa Clara, la predilecta de San Francisco, susurró algo al oído de la Virgen, y casi aseguraría que la Madre de Cristo se dignó mirarme un momento, al pasar.
—No temas —dijo suavemente el arcángel—, no temas; la Virgen te ha visto; se acordará de ti en sus oraciones. San Pedro tarda —añadió—: Está librando una fuerte batalla con Savonarola, para la salvación de sus dos cardenales. —Alzó un borde de la cortina de oro y lanzó una mirada al fondo del peristilo. —¿Ves aquel amable espíritu con una blusa blanca y una flor detrás de la oreja? A menudo charlo un ratito con él; aquí le queremos todos; es simple e inocente como un niño. Yo le miro a menudo por curiosidad; siempre pasea solo, recogiendo las plumas de ángel que caen al suelo; las ata, formando una especie de plumero y, cuando cree que nadie lo ve, se inclina para barrer un poco el polvo de estrellas del áureo pavimento. Parece que no sabe por qué lo hace. Dice que no puede menos de hacerlo. Yo me pregunto qué habrá sido en la vida. Vino aquí hace poco; tal vez pueda él decirte lo que deseas saber del último Juicio.
Miré al espíritu vestido de blanco: ¡era mi amigo
Arcangelo Fusco
, el barrendero del pobre barrio italiano en París! Los mismos ojos humildes y francos, la misma flor tras de la oreja, la rosa que ofreció con galantería meridional a la Condesa el día que yo la acompañé a ofrecer las muñecas a los niños de
Salvatore.
—¡Querido
Arcangelo Fusco!
—dije tendiendo las manos hacia mi amigo—. Nunca dudé de que vendrías aquí.
Me miró con serena indiferencia, como si no me conociese.
—¿No me reconoces,
Arcangelo Fusco?
¿No te acuerdas de mí? ¿No recuerdas cómo cuidaste tiernamente, día y noche, a los hijos de
Salvatore
cuando tuvieron la difteria; cómo vendiste tu traje dominguero para pagar el ataúd cuando murió la niña mayor, aquella muchachita a quien tú tanto querías?
Una sombra de dolor afloró a su cara.
—No me acuerdo.
—¡Ah, amigo mío, qué tremendo secreto me revelas con esas palabras! ¡Qué peso me quitas del corazón! ¡No te acuerdas! ¿Pero cómo lo recuerdo yo?
—Tal vez no estás muerto de veras; quizá sueñas que lo estás.
—Toda mi vida he sido un soñador, y si esto es un sueño, es el más maravilloso de todos.
—Acaso tu memoria era más fuerte que la mía, lo bastante para sobrevivir un poco a la separación del cuerpo. No sé, no comprendo; todo esto es demasiado profundo para mí. Nada pregunto.
—Por eso estás aquí, amigo mío. Pero dime,
Arcangelo Fusco
, ¿nadie se acuerda aquí de su vida en la Tierra?
—Dicen que no, que sólo los que van al infierno se acuerdan, y por eso se llama infierno.
—Pero dime, al menos,
Arcangelo Fusco:
¿fue laborioso el proceso, fueron severos los jueces?
—Me parecieron algo severos al principio; empecé a temblar; temía que me preguntasen detalles sobre el zapatero napolitano que me robó a la mujer y a quien maté con su propio cuchillo. Pero, por fortuna, nada quisieron saber del zapatero. Sólo me preguntaron si había manejado oro, y yo contesté que nunca tuve más que calderilla en mis manos. Me preguntaron si había acumulado bienes o posesiones de alguna clase, y dije que sólo poseía la camisa con que morí en el hospital. No me preguntaron más, y me dejaron entrar. Después vino un ángel con un gran paquete entre las manos. «Quítate la camisa vieja y ponte el traje dominguero», dijo el ángel. ¿Lo creerás? Era mi ropa de las fiestas, que vendí para pagar a la funeraria, toda recamada de perlas por los ángeles. Me la verás puesta el domingo que viene, si aún estás aquí. Luego, vino otro ángel con una gran hucha en la mano. «Ábrela —dijo el ángel—. Son todos tus ahorros, todos los céntimos que diste a los pobres como tú. Todo lo que se regala en la Tierra se conserva en el cielo; todo lo que se ahorra se pierde.» ¿Lo creerás? No había una sola moneda de cobre en la hucha: toda mi calderilla se había convertido en oro. Escucha —añadió en un susurro, para que el arcángel no oyese—. No sé quién eres, pero parece que andas mal trajeado; no te ofendas si te digo que me complacerás si coges todo lo que quieras de mi hucha; dije al ángel que no sabía qué hacer con todo ese dinero, y el ángel me dijo que lo diera al primer mendigo que encontrase.
—Ojalá hubiese seguido yo tu ejemplo,
Arcangelo Fusco;
no sería tan pobre como soy ahora. ¡Ay! No he regalado mi ropa dominguera y por eso soy ahora un andrajoso. En verdad, es un gran consuelo para mí que no te preguntasen acerca del zapatero napolitano que despachaste al otro mundo. ¡Sabe Dios de cuántas vidas de zapateros tendría que responder yo, que he hecho de médico durante más de treinta años!
Manos invisibles abrieron la cortina de oro y apareció un ángel.
—Te ha llegado el turno de comparecer ante los justos —dijo el venerando arcángel—. Sé humilde y silencioso, sobre todo silencioso. Acuérdate de que la palabra causó mi ruina, y también causará la tuya si sueltas la lengua.
—Oye —susurró
Arcangelo Fusco
, guiñándome astutamente un ojo—: Será mejor que evites inútiles riesgos. Yo, en tu lugar, nada diría de los demás zapateros de que has hablado. Nada dije yo del mío, ya que nada me preguntaron. Al fin y al cabo, tal vez nunca lo hayan sabido. ¿Quién sabe?
El ángel me cogió de la mano y me condujo por el peristilo a la Sala del Juicio, vasta como la sala de Osiris, con columnas de jaspe y ópalo, y capiteles con áureas flores de loto y fustes de rayos solares, que sostenían su inmensa bóveda, toda salpicada de estrellas.
Alcé la cabeza y vi miríadas de mártires y de santos con vestes blancas. Eremitas, anacoretas y estilitas de facciones toscas y bronceadas por el sol nubiense; desnudos cenobitas de cuerpos demacrados cubiertos de vello, profetas de ojos severos y de largas barbas esparcidas por el pecho, santos apóstoles con ramos de palma en la mano, patriarcas y Padres de todas las tierras y de todas las creencias, algún Papa con brillante tiara, y un par de cardenales con sus vestidos purpúreos. Sentados en semicírculo ante mí, estaban mis jueces, severos e impasibles.
—Me parece que esto va mal —dijo San Pedro, entregándoles mis credenciales—, ¡muy mal!
San Ignacio, el Gran Inquisidor, se levantó del asiento y dijo:
—Su vida está manchada por atroces pecados, su alma es oscura, su corazón, impuro. Como cristiano y como santo, pido su condenación y que los diablos atormenten su cuerpo y su alma por toda la eternidad.
Un murmullo de asentimiento resonó en la sala. Levanté la cabeza y miré a mis jueces. Todos sostenían mi mirada, en severo silencio. Incliné la cabeza sin decir nada, recordando el consejo del venerando arcángel; además, no hubiera sabido qué decir. De pronto, reparé en un santito que, desde el fondo, me hacía frenéticas señas con la cabeza. Pronto vi que se abría paso tímidamente entre los santos más grandes, hasta donde yo me encontraba, cerca de la puerta.
—Te conozco bien —dijo el santito, con amistosa expresión en sus bondadosos ojos—. Te he visto venir— y, llevándose un dedo a los labios, añadió en un susurro—: he visto también a tu fiel amigo, que trotaba tras de ti.
—¿Quién eres, amable Padre? —susurré, a mi vez.
—Soy San Roque, el santo patrón de los perros —anunció el santito—. Quisiera poder ayudarte, pero soy un santo pequeño y no me atenderán —bisbiseaba con una furtiva mirada hacia los Profetas y los Santos Padres.
—Era un descreído —siguió diciendo San Ignacio—, un burlón blasfemo, un mentiroso, un falsario, un hechicero lleno de magia negra, un fornicador…
Varios de los viejos profetas prestaban atento oído.
—Era joven y ardiente —abogó San Pablo—. Es mejor que…
—No lo mejoró la vejez —barbotó un eremita.
—Quería mucho a los niños —dijo San Juan.
—Y también a sus madres —refunfuñó, entre la barba, un patriarca.
—Era un doctor muy laborioso —dijo San Lucas, el «médico queridísimo».
—Me han dicho que el Paraíso está lleno de sus enfermos, y también el infierno —rebatía Santo Domingo.
—Ha tenido la audacia de traer consigo a su can, que le está esperando a las puertas del cielo —anuncio San Pedro.
—No tendrá que esperar mucho a su amo —rezongó San Ignacio.
—¡Un can a las puertas del cielo! —estalló con voz furiosa un torvo y viejo profeta.
—¿Quién es ése? —susurré al santo patrón de los canes.
—Por amor de Dios, no digas nada; acuérdate del consejo del arcángel. Creo que es Habacuc.
—Si Habacuc es uno de mis jueces, estoy perdido:
Il est capable de tout
, dijo Voltaire.
—¡Un can a las puertas del cielo! —aulló Habacuc—, ¡una sucia bestia!
Era demasiado para mí.
—No es una sucia bestia —grité, mirando airado a Habacuc—, lo creó el mismo Dios que nos ha creado a ti y a mí. Si hay un Paraíso para nosotros, debe haber también un Paraíso para los animales. Vosotros, torvos y viejos profetas, tan feroces y duros en vuestra santidad, los habéis olvidado del todo. Y lo mismo hicisteis vosotros, Santos Apóstoles —continué, perdiendo cada vez más la cabeza—; si no, ¿por qué habéis omitido en vuestras Sagradas Escrituras todo dicho de Nuestro Señor en defensa de nuestros mudos hermanos?
—La Santa Iglesia, a la cual pertenecí en la Tierra, nunca se ha interesado por los animales —interrumpió San Anastasio—; y nada queremos saber de ellos en el Paraíso. ¡Loco blasfemador, más te vale pensar en tu alma y no en la de ellos; en tu negra alma, que va a volver a las tinieblas de donde ha venido!
—Mi alma viene del cielo, no del infierno que vosotros habéis desencadenado sobre la tierra. No creo en vuestro infierno.
—Pronto creerás —jadeaba el Gran Inquisidor, mientras en sus ojos se reflejaban invisibles llamas.
—¡La cólera de Dios caerá sobre él! ¡Es un loco, es un loco! —exclamó una voz.
Un unánime grito de terror resonó en la Sala del Juicio:
—¡Lucifer! ¡Lucifer! ¡Satanás está entre nosotros!
Levantóse de su asiento Moisés, gigantesco y furioso, los Diez Mandamientos en las vigorosas manos y los ojos relampagueantes.
—¡Qué furioso parece! —susurré, atemorizado, al santo patrón de los perros.
—Siempre lo está —bisbiseó, en respuesta, el santito, aterrado.
—No se hable más de este espíritu —tronó Moisés—. La voz que he oído es voz de los humeantes labios de Satanás. ¡Hombre o demonio, fuera de aquí! ¡Jehová, Dios de Israel, extiende tu mano y atérralo! ¡Quema su carne y seca la sangre en sus venas! ¡Tritura sus huesos! ¡Arrójalo del cielo y de la Tierra y restitúyelo al infierno de donde ha venido!
—¡Al infierno! ¡Al infierno! —bramaba la Sala del Juicio.
Yo intentaba hablar, pero ningún sonido salía de mis labios. Se me helaba el corazón y me sentía abandonado de Dios y de los hombres.
—Cuidaré del perro, si ocurre lo peor —susurró el santito a mi lado.
De pronto, a través del terrible silencio, me pareció oír un trinar de pájaros. Una oropéndola se posó sin miedo en mi hombro y me cantó al oído:
—Salvaste a mi abuela, a mi tía y a mis tres hermanos del tormento y de la muerte, por mano de hombre, en aquella isla rocosa. ¡Bien venido! ¡Bien venido!
En el mismo momento, una alondra me picó un dedo y gorjeó para mí:
—Un reyezuelo que encontré en Laponia me contó que, cuando eras niño, le arreglaste las alas a un antepasado suyo y calentaste su cuerpo helado junto a tu corazón, y mientras abrías la mano para dejarlo en libertad, lo besaste y dijiste: «¡Que Dios te acompañe, hermanito!» ¡Bien venido! ¡Bien venido!