* * *
La primavera ha vuelto una vez más. EÏ aire está lleno de ella; la retama está en flor, el mirto brota, las vides germinan; flores por doquier. Rosas y madreselvas envuelven los troncos de los cipreses y las columnas de la pérgola. Anemones, azafranes, jacintos silvestres, violetas, orquídeas y ciclaminos, surgen de la perfumada hierba. Manchas de
Campanula Gracilis
y
Lithospermum
, azules como la Gruta Azul, despuntan en la misma roca. Los lagartos se persiguen entre la hiedra. Las tortugas vagan cantando vigorosamente: ¿no sabíais que las tortugas pueden cantar? La mangosta parece más inquieta que nunca. La lechucita de Minerva bate las alas como si tuviera intención de volar para encontrar un amigo en la Campagna romana.
Barbarossa
, el gran perro marismeño, ha desaparecido para sus asuntos personales; hasta mi endeble y viejo
Tappio
da la impresión de que no le disgustaría una escapada a Laponia.
Billy
va de acá para allá bajo su higuera, con un centelleo en los ojos y el aire de un Don Juan, dispuesto a todo.
Giovannina
tiene largas conversaciones junto al muro del jardín con su bronceado
amoroso:
nada de malo; se casarán después de San Antonio. La montaña sagrada sobre San Michele está llena de pajarillos, en viaje de regreso a sus países para casarse y criar a sus pequeñuelos. ¡Qué feliz me hace el que puedan descansar en paz! Ayer cogí una pequeña alondra, tan exhausta por el largo viaje a través del Mediterráneo, que ni siquiera intentó huir; permaneció completamente tranquila en la palma de mi mano, como si comprendiera que era la mano de un amigo, tal vez de un compatriota. Le pregunté si no querría cantarme una cancioncita antes de marcharse, pues ningún otro canto de pájaro me gustaba como el suyo; me respondió que no tenía tiempo; le corría mucha prisa volver a Suecia para anunciar la llegada del verano. Durante más de una semana, las notas aflautadas de la oropéndola han sonado en mi jardín. El otro día vi a su novia escondida en un arbusto de laurel. Hoy he visto su nido, una maravilla de arquitectura «pajaril». Había también un gran batir de alas y un dulce murmullo de pájaros en la espesura del romero, junto a la capilla. Me hice el desentendido, pero estaba seguro de que era algún
flirt
, y me pregunté qué pájaro sería. Anoche fue revelado el secretó, porque, precisamente cuando iba a acostarme, un ruiseñor empezó a cantar la Serenata de Schubert bajo mi ventana:
Leise flehen meine Lieder
Durch die Nach zu dir
In den stillen Hain hernieder
Liebchen, komm zu mir.
«¿Qué hermosa muchacha se ha hecho
Peppinella!
— pensaba, durmiéndome—. Me pregunto si
Peppinella…»
AQUÍ acaba de improviso «La historia de San Michele», insignificante fragmento, precisamente cuando iba a empezar. Acaba con el batir de alas, la algarabía de los pájaros y el aire lleno de primavera.
Quisiera que también la estólida historia de mi vida terminara así, con los pájaros cantando bajo mi ventana y el cielo fulgurante de luz. En estos últimos tiempos he pensado mucho en la muerte, no sé por qué. Aún está lleno de flores el jardín; abejas y mariposas revolotean en torno mío; los lagartos toman aún el sol entre la hiedra, y la tierra hierve de vida de todo lo reptante. Ayer, sin ir más lejos, oí cantar a pleno pulmón a un gorjeador retrasado bajo mi ventana. ¿Por qué pensar en la muerte? Dios, en su misericordia, ha hecho la muerte invisible a los ojos del hombre. Sabemos que está ahí, a nuestra espalda, como nuestra sombra; que nunca nos pierde de vista y, sin embargo, nunca la vemos y rara vez pensamos en ella. Más extraño es todavía el que cuanto más nos acercamos a la tumba, más la muerte se aleja de nuestro pensamiento. Realmente, era preciso un Dios para obrar tal milagro.
Rara vez hablan de la muerte los viejos. Sus velados ojos parecen no querer ver más que lo pasado y lo presente. Poco a poco, mientras la memoria se debilita, lo pasado se va haciendo más indistinto y se vive casi por entero en lo presente. De ahí que, si sus días son tolerablemente indolentes, como quiere la naturaleza, los viejos sean, por regla general, menos infelices de lo que creen los jóvenes. Sabemos que debemos morir. En realidad es lo único que sabemos de lo que nos aguarda. Todo lo demás es pura suposición, la mayor parte de las veces equivocada. Como niños perdidos en el bosque, vamos a tientas por el camino de nuestra vida en la feliz ignorancia de lo que nos espera de un instante a otro, sin saber qué penas habremos de afrontar, qué aventuras más o menos emocionantes encontraremos antes de la Gran Aventura, la más emocionante de todas, la aventura de la muerte. De vez en cuando, perplejos, arriesgamos una tímida pregunta a nuestro destino, pero sin obtener respuesta, porque las estrellas están demasiado lejanas. Cuanto antes nos percatamos de que nuestro sino está en nosotros mismos y no en las estrellas, tanto mejor para nosotros. Sólo en nosotros mismos podremos hallar la felicidad. Es tiempo perdido esperarla de los otros, pues pocos son los que tienen para dar. Tenemos que sufrir solos las penas lo mejor que podamos; no está bien intentar echarlas sobre los demás, sean hombres o mujeres. Solos debemos librar nuestras batallas y herir lo más fuerte posible, puesto que somos combatientes natos. La paz vendrá un día para todos, paz sin deshonor, aun para el vencido si ha intentado desempeñar su papel hasta el fin.
Para mí la batalla está terminada y perdida. He sido arrojado de San Michele, obra de una vida. Lo construí con mis manos, piedra sobre piedra, con el sudor de mi frente; lo construí de rodillas para hacer un santuario al Sol, donde habría buscado la sabiduría y la luz del glorioso dios al que había adorado toda la vida. El fuego que ardía en mis ojos me advirtió muchas veces de que no era digno de vivir allí, de que mi puesto estaba en la sombra; pero no escuché la advertencia. Como los caballos que vuelven a la cuadra incendiada, para perecer entre las llamas, volví un verano tras otro al cegador sol de San Michele.
«¡Guárdate de la luz! ¡Guárdate de la luz!»
Finalmente, he aceptado mi destino. Soy demasiado viejo para luchar con un dios. Me he retirado a mi fortaleza, en la vieja torre, donde intento oponer una última resistencia. Aún vivía Dante cuando los monjes empezaron a construir la
Torre di Materita
, mitad monasterio, mitad fortaleza, sólida como la roca en que descansa.
«Nessun maggior dolore che ricordarsi del tempo felice nella miseria.»
¡Cuántas veces este amargo grito suyo ha resonado a través de sus muros, desde que vine aquí! Mas, a pesar de todo, ¿tenía razón el profeta florentino? ¿Es verdad que no hay mayor dolor que recordar la pasada felicidad en la desgracia? No lo creo. Mis pensamientos vuelven con alegría, no con dolor, a San Michele, donde he vivido los años más felices de mi vida. Pero es cierto que no me gusta volver allí: me siento como un intruso en tierra sagrada, sagrada de un pasado que no puede volver, cuando el mundo era joven y el sol era mi amigo.
Es grato vagar en la mórbida luz, bajo los olivos de Materita. Es dulce sentarse a soñar en la vieja torre, acaso lo único que yo puedo hacer ahora. La torre mira a Occidente, donde el sol se pone. Pronto el sol se sumergirá en el mar, después vendrá el crepúsculo y, por último, la noche.
Ha sido un hermoso día.
El último rayo de luz dorada entra a través de la ventana gótica y circula por la vieja torre, desde los misales iluminados y el crucifijo de plata del trescientos colgado en el muro, hasta las delicadas tanagras y los vasos venecianos de la mesa de refectorio; desde las ninfas enguirnaldadas de flores y las bacantes danzando al son de la flauta de Pan en el bajorrelieve griego, hasta las pálidas facciones sobre fondo de oro de San Francisco, el amado santo de Umbría, con Santa Clara, en la mano los lirios, a su lado. Ora una aureola de oro circunda el plácido rostro de la Virgen florentina, ora la severa diosa Artemisa Labria, con la rápida flecha de la Muerte en su aljaba, sale de la oscuridad; ora un radiante disco solar corona una vez más la mutilada testa de Akhenaton, el regio soñador de las orillas del Nilo e hijo del Sol. Al lado está Osiris, juez del alma humana, y Horo, con la cabeza de halcón; la misteriosa Isis y Neftis, su hermana, con Anubis, el guardián de la tumba, acurrucado a sus pies.
La luz se desvanece, la noche se acerca.
—Dios del día, donador de luz, ¿no puedes estar un poco más conmigo? ¡Es tan larga la noche para los pensamientos que no se atreven a esperar al alba, tan oscura para los ojos que no pueden ver las estrellas! ¿No puedes concederme unos segundos más de tu radiante eternidad, para volver a ver tu hermoso mundo: el amado mar, las errantes nubes, las gloriosas montañas, los borbotantes torrentes, los árboles amigos, las flores entre la hierba, los pájaros y los animales mis hermanos, en el cielo, en los bosques y en los prados? ¿No puedes, al menos, dejar en tu cielo alguna estrella que me muestre el camino?
»Si no debo ver más las facciones de los hombres y de las mujeres que me rodean, ¿no puedes concederme, al menos, una fugitiva mirada al rostro de un niño o de un animal amigo? He mirado durante mucho tiempo los rostros de los hombres y de las mujeres; los conozco bien; poco más pueden enseñarme. Es una monótona lectura, comparada con lo que he leído en la Biblia de Dios, en la misteriosa faz de Madre Naturaleza. ¡Querida vieja nodriza, que has disipado tantos atormentadores pensamientos de mi frente ardorosa con la tierna caricia de tu rugosa mano, no me dejes solo en las tinieblas! ¡Me asusta la oscuridad! ¡Quédate un poco más conmigo, cuéntame alguna otra de tus maravillosas fábulas, mientras acuestas a tu inquieto muchacho para el largo sueño nocturno!
»Luz del mundo, ¡ay!, eres un dios y ninguna súplica de hombre mortal ha llegado jamás a tu cielo. ¿Cómo puedo yo, pobre gusano, esperar piedad de ti, despiadado dios Sol, de ti que abandonaste incluso al gran Faraón Akhenaton, cuyo inmortal himno al Sol resonó en el valle del Nilo quinientos años antes de que cantase Homero?
Cuando tú sales, todo en la Tierra es gozo y alegría,
los hombres dicen: «.Verte, es la vida; no verte, es la muerte.»
y Levante te alaban. Ellos viven cuando tú surges,
y mueren cuando te pones.
»Y, sin embargo, miraste, sin piedad en tu esplendente ojo, cómo los antiguos dioses arrojaban al Nilo el templo de tu más grande adorador, cómo arrancaban el Disco Solar de su frente y el buitre real de su pecho, borrando su odiado nombre de la envoltura de hojas áureas en torno a su frágil cuerpo, condenando su alma innominada a vagar por toda la eternidad en el mundo subterráneo.
»Mucho tiempo después de que los dioses del Nilo, los del Olimpo y los del Valhala fuesen reducidos a polvo, otro adorador tuyo, San Francisco de Asís, el dulce cantor del
Cántico del Sol
, alzaba los brazos a tu cielo, dios inmortal, rogándote, como yo te ruego hoy, que no quitases tu bendita luz de sus ojos enfermos, consumidos por vigilias y lágrimas. Instado solícitamente por sus Hermanos, viajó hasta Rieti para consultar con un famoso oculista, y sometióse intrépidamente a la operación. Cuando el cirujano puso al fuego el cauterio, San Francisco dijo al fuego, como a un amigo: «Hermano Fuego, antes que toda otra cosa te creó el Santísimo colmado de gracia, potencia, hermosura y utilidad. Sé misericordioso para mí en esta mi hora, sé amable. Yo ruego al Gran Señor que te creó, que atempere para mí tu calor y que yo sea capaz de soportar pacientemente tu quemadura.»
»Cuando terminó su plegaria, hizo la señal de la Cruz sobre el hierro fulgurante y permaneció inmóvil mientras penetraba en su tierna carne y, desde la oreja hasta la ceja, grababa el cauterio su señal.
»—Hermano médico —dijo San Francisco al cirujano,— si no está bien quemado, pónmelo otra vez.
»Y el médico, advirtiendo en la debilidad de la carne tan admirable fuerza espiritual, dijo maravillado:
»—Os digo, Hermanos, que he visto hoy cosas singulares.
»¡Ay de mí! El más santo de los hombres rogó en vano, sufrió en vano; tú abandonaste al
Poverello
como habías abandonado al gran Faraón. Cuando los fieles Hermanos, en su viaje de regreso, pusieron la litera con su tenue carga bajo los olivos, al pie de la colina, San Francisco no vio ya a su amada Asís, mientras levantaba las manos para darle su última bendición.
»¿Cómo puedo yo, pecador, el más humilde de tus adoradores, esperar gracia de ti, impasible Soberano de la Vida? ¿Cómo me atrevo a pedirte otro favor, a ti, que tanto me has dado ya con pródiga mano? Me diste ojos para que brillasen de alegría y se llenaran de lágrimas, me diste el corazón para palpitar de deseo y sangrar de piedad, me diste el sueño, me diste la esperanza.
»Creí que todo me lo habías dado como regalo. Error. Sólo era un préstamo y ahora quieres que todo te sea devuelto para dárselo a otro ser, que surgirá, a su vez, de la misma eternidad en que yo voy a sumirme. ¡Así sea, Señor de la luz! ¡El Señor lo dio, el Señor lo quitó; bendito el nombre del Señor!»
Las campanas tocaban el Ángelus. Un ligero viento susurraba entre los cipreses contiguos a la ventana, donde trinaban los pájaros antes de dormirse. La voz del mar se debilitaba poco a poco y el bendito silencio de la noche caía sobre la vieja torre.
Estaba sentado en mi «Savonarola», cansado y anhelando el reposo.
Wolf
dormía a mis pies. Durante días y noches rara vez se había apartado de mí. De vez en cuando abría los párpados y me miraba con ojos tan llenos de amor y de tristeza, que casi se inundaban de lágrimas los míos. A veces se levantaba y ponía su gran cabeza sobre mis rodillas. ¿Sabía lo que yo sabía, comprendía lo que yo comprendía, que se acercaba la hora de la separación? Acaricié su cabeza en silencio; por primera vez no sabía qué decirle, cómo explicarle el gran misterio que no podía explicarme a mí mismo.
—
Wolf
, me estoy yendo para un largo viaje a una tierra lejana. Esta vez no puedes venir conmigo, amigo mío; debes quedarte donde estás, donde hemos vivido juntos tanto tiempo, compartiendo penas y alegrías. No debes compadecerme, sino olvidarme como harán todos, porque tal es la ley de la vida. Tranquilízate; yo estaré bien, y tú, igual. Cuanto se ha podido hacer por tu bienestar, se ha hecho. Vivirás en los viejos lugares que te son familiares, donde gente amiga velará por ti con mi mismo amoroso cuidado. Tendrás tu abundante comida diaria cuando las campanas toquen mediodía, y tus suculentos huesos dos veces por semana, como siempre. El gran jardín donde retozabas seguirá siendo tuyo, y si te olvidaras de la ley y te dedicases a cazar algún gato bajo los olivos, desde el lugar donde esté seguiré mirando la caza con mi ojo ciego, cerrando el sano, como solía hacer por amistad. Después, cuando tus miembros estén rígidos y velados tus ojos, descansarás para siempre bajo la antigua columna de mármol, en el bosquecillo de cipreses contiguo a la vieja torre, al lado de tus compañeros que se fueron antes que tú. Y, a pesar de todo, ¿quién sabe si aún nos volveremos a ver? Grandes o pequeñas, nuestras probabilidades son las mismas.