—¡Ayúdame, hermanito! ¡Ayúdame, hermanito!
—Probaré, probaré —trinó la alondra mientras abría las alas y volaba con un gorgorito de alegría—, ¡prrrrobaré!
Mis ojos la seguían mientras volaba hacia las colinas azules que yo entreveía a través del arco gótico. ¡Qué bien las conocía por los cuadros de Fra Angélico! Los mismos olivos gris plata, los mismos oscuros cipreses destacando contra el suave cielo crepuscular. Oía las campanas de Asís tocando el Ángelus, y he aquí que viene el pálido santo de Umbría, descendiendo lentamente por el serpenteante sendero, en medio de Fray León y de Fray Leonardo. Veloces pájaros revoloteaban y cantaban en torno a su cabeza; otros picoteaban en sus manos tendidas; otros anidaban sin temor en los pliegues de su túnica. San Francisco se detuvo a mi lado y miró a mis jueces con sus maravillosos ojos, aquellos ojos que ni Dios, ni hombre, ni bestia podían ver encolerizados.
Moisés se hundió en su sitial, dejando caer sus Diez Mandamientos.
—¡Siempre él! —murmuró amargamente—. ¡Siempre él, el frágil soñador, con su bandada de pájaros y su séquito de mendigos y de parias! Tan frágil y, sin embargo, lo bastante fuerte para detener tu mano vindicadora, oh Señor! ¿No eres, pues, Jehová, el celoso Dios que descendió entre fuego y humo sobre el monte Sinaí para hacer temblar de terror al pueblo de Israel? ¿No fue tu ira lo que me hizo tender la varita vengadora para destruir las hierbas de los campos y abatir los árboles, para que todos, hombres y bestias, perecieran? ¿No fue tu voz la que habló en mis Diez Mandamientos? ¿Quién temerá el fulgor de tu rayo, ¡oh Señor!, si el trueno de tu cólera puede ser aplacado por el gorjeo de un pájaro?
Mi cabeza se abandonó en el hombro de San Francisco.
Estaba muerto y no lo sabía.
FIN