La Historia de San Michele (50 page)

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Authors: Axel Munthe

Tags: #Biografía

BOOK: La Historia de San Michele
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Pero entonces no era tiempo de explorar la gruta; todos mis pensamientos estaban concentrados en la próxima regata. Había mandado decir a
Pacciale
que iría a examinar mis nuevas velas después del desayuno. El depósito estaba abierto, pero me sorprendió no encontrar allí a
Pacciale
esperándome. Por poco me desmayo al desplegar una a una las nuevas velas. En la gavia había un gran desgarrón: el
spinnaker
de seda, que debía hacerme ganar la copa, estaba casi partido en dos; y el foque, manchado y convertido en un harapo. Apenas recobré el uso de la palabra, llamé gritando a
Pacciale.
No vino. Salí corriendo y, por último, lo encontré de pie recostado en el muro del jardín. Loco de rabia, alcé la mano para pegarle: no se movió, no dijo nada, no hizo más que inclinar la cabeza y extender los brazos horizontalmente, a lo largo del muro. Bajé la mano; sabía lo que aquello significaba; no era la primera vez que lo veía. Significaba que lo sufriría todo, pero que era inocente. Su ademán reproducía la crucifixión de Nuestro Señor, con los brazos tendidos y la cabeza inclinada. Le hablé lo más amablemente que pude, pero no me contestó, no se movió de su cruz de agonía. Me guardé la llave del depósito en el bolsillo y llamé a todo el personal. Nadie había entrado en el depósito, nadie tenía nada que decir; pero
Giovannino
se tapó con el delantal la cara y se echó a llorar; la conduje a mi cuarto y, con gran trabajo, conseguí que hablase. Quisiera poder repetir la lastimosa historia palabra por palabra, como me la contó entre sollozos la hija de
Pacciale.
Poco faltó para que me echase también yo a llorar al recordar que había estado a punto de pegar a su viejo padre.

Sucedió dos meses antes, el 1º de mayo, cuando estábamos aún en Roma. Quizá recordaréis el famoso 1º de mayo de hace muchos años, cuando debía estallar una revolución social en todos los países de Europa, un asalto a los ricos, la destrucción de sus malditos bienes. Al menos, eso era lo que decían los periódicos; cuanto más pequeño el periódico, más grande la amenazadora calamidad. El más pequeño de todos era
La Voce di San Gennaro
, que
Maria Portalettere
llevaba dos veces por semana, en la cesta del pescado, al párroco, que lo hacía después circular entre los intelectuales del pueblo: ligero eco de los acontecimientos del mundo, que resonaba en la arcaica paz de Anacapri. Pero aquella vez no era un ligero eco lo que llegaba a los oídos de los intelectuales, a través de las columnas de
La Voce di San Gennaro.
Era un rayo del cielo azul que sacudía a todo el pueblo. Era el cataclismo predicho hacía mucho tiempo, que debía desencadenarse el 1º de mayo. Reclutadas por el demonio, las hordas salvajes de Atila debían saquear los palacios de los ricos y quemar y destruir sus bienes. Era el principio del fin,
Il castigo di Dio! Castigo di Dio!
La noticia se esparció por todo Anacapri con la rapidez del relámpago. El párroco escondió las joyas de San Antonio y los sagrados vasos de la iglesia debajo de la cama; los notables arrastraron cuanto pudieron a las bodegas. El pueblo corrió a la plaza pidiendo a voz en grito que el Santo Patrón fuese sacado del altar y llevado en procesión para que lo protegiera. La víspera del día fatal,
Pacciale
fue a consultar al párroco. Ya había estado
Baldassare
y se había ido tranquilizado por cuanto le había asegurado el cura: que seguramente los bandidos no tendrían ningún interés por los trozos de piedra, loza y
roba antica
del señor doctor.
Baldassare
podía dejar tranquilamente toda aquella basura donde se hallaba. En cuanto a
Pacciale
, responsable de las velas, estaba en mucho peores condiciones. Si los bandidos invadían la isla, tendrían que llegar con barcas y las velas eran un botín muy precioso para los hombres de mar. Esconderlas en la bodega era correr un riesgo demasiado grande, porque a los hombres de mar les gusta también el buen vino. ¿Por qué no bajarlas a su solitaria masada, bajo los acantilados de Damecuta? Era el sitio más adecuado; seguramente los bandidos no querrían exponerse a romperse la crisma bajando al precipicio para cogerlas.

Apenas oscurecido,
Pacciale
, su hermano y dos compañeros de confianza, armados de gruesos palos, arrastraron mis nuevas velas hasta la masada. La noche era tempestuosa; poco después empezó a llover a torrentes: la linterna se apagó; con peligro de la vida, a tientas, bajaron por las resbaladizas rocas. A medianoche llegaron a la masada y depositaron su carga en la gruta del hombre lobo. Todo el 1º de mayo permanecieron ambos sentados sobre el mojado montón de velas, haciendo guardia por turno en la entrada de la caverna. Al anochecer,
Pacciale
se decidió a enviar a su reacio hermano a explorar el pueblo, sin exponerse a ningún peligro. Volvió al cabo de tres horas para decirles que no había señales de bandidos; todo seguía como de costumbre. Toda la gente estaba en la plaza: en la iglesia, los cirios estaban encendidos sobre los altares; San Antonio debía ser sacado fuera para recibir el reconocimiento de Anacapri por haber salvado, una vez más, al pueblo del exterminio. A medianoche la comitiva salió furtivamente de la gruta y trepó de nuevo hasta el pueblo con mis velas empapadas. Cuando
Pacciale
se enteró del desastre quería ahogarse. Sus hijas no se atrevieron a perderlo de vista durante varios días con sus noches. Desde entonces no fue el mismo; apenas hablaba. Me di cuenta de su silencio y le pregunté varias veces qué tenía. Mucho antes de que
Giovannina
terminase su confesión, ya no sentía yo el menor enfado; busqué en vano a
Pacciale
por todo el pueblo para decírselo. Por último lo encontré en su masada, sentado en la acostumbrada piedra, contemplando el mar, como hacía con frecuencia. Le dije que me avergonzaba de haber levantado la mano para pegarle. Toda la culpa era del párroco. Me importaba un pepino de las velas nuevas; las viejas eran bastante buenas para mí. Pensaba partir al día siguiente para un largo crucero; debía venir conmigo y lo olvidaríamos todo. Él sabía que su trabajo de sepulturero me había disgustado siempre; sería mejor que cediera el puesto a su hermano y que él volviese al mar. A partir de aquel momento le nombraba mi marinero.
Gaetano
se había emborrachado perdidamente dos veces en Calabria y casi nos había hecho naufragar; en todo caso, había decidido despedirlo. Cuando volvimos a casa le hice ponerse la nueva camiseta, recién llegada de Inglaterra, con
«Lady Victoria R. C. Y.
C.» en letras rojas sobre el pecho. Nunca se la quitó; con ella vivió y murió con ella. Cuando conocí a
Pacciale
era ya viejo; de qué edad, él mismo no lo sabía, ni lo sabían sus hijas, ni nadie. En vano intenté averiguar la fecha de su nacimiento en el registro oficial del Municipio. Había sido olvidado desde que nació. Pero yo nunca le olvidaré. Lo recordaré siempre como el hombre más honrado, el más cándido, el más sincero de cuantos haya podido conocer en cualquier país y en cualquier clase social; dulce como un niño. Sus hijos me contaron que nunca le habían oído decir una palabra violenta o fea, ni a su madre ni a ellos mismos. También era bueno con los animales; llevaba los bolsillos llenos de migas de pan, que echaba a los pájaros en su viñedo; era el único hombre en la isla que no había cazado un pájaro o pegado a un burro. Un criado fiel y viejo anula el nombre de amo. Se convirtió en mi amigo, siendo el honor para mí, pues era mucho mejor que yo. Aunque pertenecía a un mundo distinto del mío, un mundo casi desconocido para mí, nos entendíamos perfectamente. Durante los largos días y las noches que estuvimos juntos y solos en el mar, me enseñó muchas cosas que yo no había leído en los libros ni oído a otros hombres. Era un taciturno; hacía mucho tiempo que el mar le había enseñado su silencio. Pensaba poco, y tanto mejor para él; pero sus dichos estaban llenos de poesía, y era griega pura la arcaica simplicidad de sus comparaciones. Griegas eran también muchas de sus palabras; las recordaba del tiempo en que navegó a lo largo de aquella costa, formando parte de la chusma en la nave de Ulises. Cuando estábamos en casa continuaba su vida habitual, trabajando en mi jardín o en su querida masada, a la orilla del mar. No me gustaban mucho aquellas expediciones arriba y abajo por las escarpadas rocas; pensaba que sus arterias se endurecían mucho, y con frecuencia regresaba de su larga escalada algo jadeante.

Siempre tenía el mismo aspecto; nunca se quejaba de nada; comía los macarrones con el habitual apetito y estaba en pie desde el alba al ocaso. De pronto, un día, se negó a comer; procuramos tentarlo con toda clase de cosas, pero dijo que no. Confesó que se sentía
un poco stanco
, algo cansado, y pareció contentísimo de estar sentado un par de días bajo el emparrado, contemplando a lo lejos el mar. Luego, pidió con insistencia bajar a la masada y me costó gran trabajo persuadirle de que se quedase con nosotros. No creo que él supiera por qué deseaba ir allí, pero yo lo sabía muy bien. Era el instinto del hombre primitivo, que le impulsaba a esconderse de las miradas de sus semejantes y tenderse detrás de una roca para morir, o bajo un arbusto, o en la gruta donde, muchos millares de años antes, otros hombres primitivos se habían tendido para fallecer. Hacia el mediodía quiso acostarse un rato, él, que no se había acostado en la cama un solo día de su vida. Durante la tarde le pregunté varias veces cómo estaba; respondía que estaba muy bien, gracias. Hacia el anochecer hice acercar su lecho a la ventana, donde podía ver el sol descender sobre el mar. Cuando volví después del Avemaría, todo el personal, su hermano, sus compañeros, estaban en la alcoba, sentados a su alrededor. Nadie les había dicho que vinieran; ni siquiera yo sabía que el fin estuviera tan próximo.

No hablaban, no rezaban; permanecieron allí, muy tranquilamente sentados, toda la noche. Como es costumbre aquí, nadie se acercaba al moribundo.
Pacciale
estaba en la cama, inmóvil y sereno, con los ojos vueltos al mar. Todo era simple y solemne, tal como debía ser cuando una vida se apaga. Llegó el sacerdote con los últimos Sacramentos, Dijeron al viejo
Pacciale
que confesara sus pecados y pidiera perdón. Dijo que sí con la cabeza y besó el Crucifijo. El sacerdote le dio la absolución. Dios Omnipotente aprobó con una sonrisa y dijo que el viejo
Pacciale
era bien venido al Paraíso. Creía yo que ya estaba allí, cuando, de pronto, alzó la mano y, con amabilidad, casi tímidamente, me acarició la mejilla.


Siete buono come il mare
—murmuró.

¡Bueno como el mar!

No escribo aquí estas palabras con presunción, las escribo con maravilla. ¿De dónde venían estas palabras? Seguramente de muy lejos, como el eco de una edad de oro, cuando vivía Pan, cuando los árboles de la selva sabían hablar, las ondas del mar cantar y el hombre escuchar y comprender.

XXXII - El principio del fin

HE estado alejado un año entero de San Michele; ¡cuánto tiempo perdido! He vuelto con un ojo menos. Nada tengo que decir; sin duda, para prepararme a tal eventualidad nací con dos ojos. Soy otro hombre. Me parece ver el mundo, con el ojo superviviente, desde un punto de vista distinto. Ya no puedo ver lo que es feo y sórdido; sólo puedo ver lo bello, lo dulce, lo puro. Hasta los hombres y las mujeres que me rodean me parecen diferentes. Por medio de una curiosa ilusión óptica, no puedo verlos ya como son, sino como debieran ser, como ellos mismos habrían deseado ser si hubieran tenido ocasión. Con mi ojo ciego veo aún pavonearse en torno mío una cantidad de imbéciles, pero no parece que me ataquen los nervios como antes, no me fastidian sus chácharas; que digan lo que quieran. Hasta ahora no he pasado de ahí; para llegar a amar a mis semejantes, creo que antes debiera ser cegado también del otro ojo. No puedo perdonar su crueldad con los animales. Creo que en mi mente se verifica una especie de evolución hacia atrás que me aleja cada vez más de los hombres y me acerca a la madre naturaleza y a los animales. Ahora, todos estos hombres y mujeres que me rodean me parecen mucho menos importantes que antes en el mundo. Siento como si hubiera perdido demasiado tiempo con ellos, que habría podido prescindir de ellos, como seguramente ellos pueden ahora prescindir de mí. Sé muy bien que no me necesitan. Vale más
filer à l'anglaise
antes de ser echado. Tengo otras cosas que hacer y tal vez no me sobre el tiempo. Ha terminado mi vagar por el mundo en busca de felicidad; ha terminado mi vida como médico de moda, ha terminado mi vida marítima. Permaneceré siempre donde estoy y procuraré salir adelante lo mejor posible. Pero ¿me será, al menos, permitido vivir en San Michele? Todo el golfo de Nápoles se extiende a mis pies fulgurante como un espejo; las columnas de las pérgolas, las galerías y la capilla están esplendentes de luz; ¿qué me sucederá si no puedo soportar el deslumbramiento? He dejado de leer y de escribir y me he puesto, en cambio, a cantar: ¡no cantaba cuando todo iba bien! Estoy ahora aprendiendo a escribir a máquina, pasatiempo útil y agradable, me dicen, para un solitario con sólo un ojo. Cada martillazo de la máquina golpea simultáneamente el papel y mi cráneo, abatiendo todo pensamiento que se aventura a salir de mi cerebro. Por lo demás, nunca he sido bueno para pensar; parece que me va mucho mejor cuando prescindo de ello. Había una cómoda carretera real que iba de mi cerebro a la pluma. Cualquier pensamiento que pudiera interesar a los demás, iba a tientas por aquel amplio camino desde que empecé a entendérmelas con el alfabeto. ¡No es, pues, extraño que se pierda en este laberinto americano de ruedas dentadas! Entre paréntesis, advierto al lector que sólo soy responsable de lo que he escrito con mi pluma, no de lo que ha sido tramado en colaboración con la
Corona Typewriting Company.
Será curioso saber qué es lo que más le gusta.

Pero, por si acaso aprendo a sostenerme en este turbulento Pegaso, quiero cantar una humilde canción a mi predilecto Schubert, el más grande cantor de todos los tiempos, para agradecerle cuanto le debo. Se lo debo todo. Incluso mientras estaba tendido en la oscuridad durante semanas y semanas, con poca esperanza de salir de ella, me canturreaba a mí mismo sus canciones, una tras otra, como el niño que va silbando a través de la oscura selva para hacer creer que no tiene miedo. Diecinueve años tenía Schubert cuando compuso la música para el
Erlkönig
de Goethe y se la envió con una humilde dedicatoria. Nunca perdonaré al más grande poeta de los tiempos modernos el no haber contestado por lo menos una sola palabra de agradecimiento al hombre que había hecho inmortal su poema, mientras hallaba el tiempo necesario para escribir cartas de gracias a Zelter por su mediocre música. El gusto de Goethe en música era tan pobre como su gusto en arte; pasó un año en Italia sin comprender nada del arte gótico; la severa belleza de los primitivos le era ininteligible; Carlos Dolci y Guido Reni eran sus ideales. Hasta las obras maestras del puro arte griego le dejaban indiferente. El Apolo de Belvedere era su favorito. Schubert nunca vio el mar, pero ningún compositor, ningún pintor, ningún poeta, salvo Homero, nos ha hecho comprender como él su tranquilo esplendor, su misterio y su cólera. No había visto el Nilo, pero los primeros compases de su maravilloso
Memnon
podrían haber resonado en el Templo de Luxor. Nada sabía del arte y de la literatura helénicos, fuera de lo poco que hubiera podido contarle su amigo Mayerhofer, pero su
Die Götter Griechenlands
, su
Prometheus
, su
Ganymède
, su
Fragment aus Aeschylus
, son obras maestras de la edad de oro de la Hélada. Nunca fue amado por una mujer, pero nunca ha resonado en nuestros oídos un grito de pasión tan desgarrador como su
Gretchen am Spinnrade;
ninguna resignación más conmovedora que su
Mignon
, ninguna canción de amor más dulce que su
Ständchen.
Tenía treinta y un años cuando murió, ¡tan miserablemente pobre como había vivido! ¡El que había escrito
An die Musik
ni siquiera tenía piano propio! Después de la muerte, todo cuanto de terrestre poseía, los vestidos, los pocos libros y la cama, fue vendido en subasta por sesenta y tres florines. En una maleta destrozada, debajo del lecho, fueron encontradas una veintena de canciones inmortales, de un valor superior a todo el oro de los Rothschild, en la Viena donde él vivió y murió.

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