La Historia de San Michele (52 page)

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Authors: Axel Munthe

Tags: #Biografía

BOOK: La Historia de San Michele
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—¡No te vayas, quédate conmigo o llévame contigo! —imploraban los fieles ojos.

—Voy a un país del que nada conozco. No sé lo que me sucederá allí y, mucho menos, lo que te pasaría a ti si vinieras conmigo. He leído extrañas fábulas de ese mundo ignoto, pero no son, fábulas, porque ninguno de los que allí han ido ha vuelto para decirnos lo que ha visto. Únicamente un hombre nos lo hubiera podido contar, pero era el Hijo de Dios y volvió a su Padre con los labios sellados, en un silencio impenetrable.

Acaricié la gran cabeza, pero mis manos, entorpecidas, no sentían ya el contacto de su lustroso pelo.

Cuando me inclinaba para darle un beso de despedida, un imprevisto pavor relampagueó en sus ojos. Retiróse aterrorizado y se arrastró a su cama, bajo la mesa frailera. Lo llamé, pero no vino. Yo sabía lo que esto significaba. Lo tenía ya observado. Creí que aún me quedarían uno o dos días de vida. Me levanté y quise ir a la ventana para aspirar una bocanada de aire, pero mis miembros se negaron a obedecerme y me desplomé en la silla. Tendí la mirada en torno. Todo estaba oscuro y silencioso, pero me parecía oír a Artemisa, la austera diosa, que sacaba de la aljaba la ágil flecha, dispuesta a levantar el arco. Una mano invisible tocó mi hombro. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Creí desvanecerme, pero no sentía ningún dolor y mi mente estaba clara:

—¡Bien venido, Señor! He oído el galope de tu negro corcel a través de la noche. Has ganado finalmente la carrera, puesto que aún puedo reconocer tu rostro sombrío mientras te inclinas sobre mí. No me eres desconocido. Nos hemos encontrado a menudo desde que estuvimos lado a lado junto a un lecho de la
Salle Sainte-Claire.
Entonces te llamaba malvado y cruel, verdugo que goza con la lenta tortura de su víctima. No conocía la vida como la conozco ahora. Ahora sé que, de los dos, eres tú mucho más misericordioso; sé que lo que quitas con una mano lo devuelves con la otra; sé que era la vida, no tú, quien encendía de terror aquellos ojos desorbitados, y quien distendía los músculos de aquellos pechos jadeantes para otra angustiosa respiración, para otro minuto de agonía.

»Hoy no lucharé contigo. Su hubieras venido cuando mi sangre era joven, sería otra cosa. Estaba lleno de vida, entonces; hubiera luchado como un buen combatiente y me habría defendido de la mejor manera. Ahora estoy cansado; mis ojos están velados; mis miembros, perezosos, y mi corazón, consumido: sólo me queda la mente, y me dice que es inútil combatir. Por lo tanto, permaneceré tranquilamente en mi «Savonarola» y te dejaré libre para hacer lo que debas. Tengo curiosidad por ver cómo trabajas; me ha interesado siempre la fisiología. Vale más que te advierta que estoy hecho de bonísima estofa; hiere, pues, lo más fuerte que puedas o errarás de nuevo el golpe, como lo erraste ya un par de veces, si no me engaño. ¡Espero, Señor, que no me guardes rencor por los tiempos pasados! ¡Ay de mí! Temo haberte dado mucho quehacer en aquellos días, en la
Avenue de Villiers.
¡Por favor,
Sire
, no soy tan valiente como pretendo!; si antes de empezar quisieras darme algunas gotas de tu eterno beleño, te quedaría agradecido.

—Siempre lo hago, y tú debes saberlo; me has visto trabajar con frecuencia. ¿Quieres algún sacerdote? Aún estás a tiempo. Siempre que se me ve venir se manda buscar un cura.

—Es inútil; nada puede hacer ya por mí. Es demasiado tarde para que yo me arrepienta, y para que él me condenase sería demasiado pronto. De todos modos, creo que a ti muy poco te interesará eso.

—Nada. Los hombres, buenos o malos, son todos iguales para mí.

—Oí cantar ayer a una oropéndola en el jardín, y precisamente cuando el sol se ponía vino a gorjear bajo mi ventana un pequeño cantor. ¿No podré volver a oírle?

—Donde hay ángeles hay pájaros.

—Quisiera que una voz amiga pudiera leerme una vez más el
Fedón.

—La voz era mortal, las palabras son inmortales; las volverás a oír.

—¿Oiré también el
Requiem
de Mozart, a mi amado Schubert, y los titánicos acordes de Beethoven?

—Era sólo un eco del cielo lo que oíste.

—Estoy dispuesto. ¡Hiere, amigo!

—No, te dormiré.

—¿Soñaré?

—Sí. Todo es un sueño.

—¿Volveré a despertarme?

No tuvo respuesta mi pregunta.

* * *

—¿Quién eres, hermoso muchacho? ¿Eres Hipnos, el ángel del sueño?

Estaba a mi lado, con la rizada melena enguirnaldada de flores y cargada de sueño la frente pensativa, bello como el genio del amor.

—Soy su hermano, nacido de la misma Madre Noche. Mi nombre es Tanatos. Soy el ángel de la muerte. Tu vida se extingue con la luz de la antorcha que huellan mis pies.

* * *

Soñé que veía a un viejo tambaleándose fatigosamente por su solitario camino. De cuando en cuando miraba a lo alto, como buscando a alguien que le mostrara la senda. A veces caía de rodillas, como si no pudiera proseguir. Los prados y los bosques, los ríos y los mares extendíanse ya a sus pies, y, en breve, también las montañas cubiertas de nieve desaparecían en la niebla de la Tierra lejana. Su camino ascendía más y más. Nubes tempestuosas lo levantaron sobre sus poderosas espaldas, llevándolo con vertiginosa velocidad a través del infinito; las estrellas lo guiaron con señas, cada vez más cerca del país que desconoce noche y muerte. Por último, se halló ante las puertas del Paraíso, de goznes áureos incrustados en diamantina roca. Las puertas estaban cerradas. ¿Fue una eternidad, un día, un minuto, lo que permaneció arrodillado en el umbral, esperando, contra toda esperanza, poder entrar? De pronto, movidas por invisibles manos, abriéronse de par en par las potentes hojas para dar paso a una fluctuante forma con alas de ángel y sereno rostro de niño dormido. El viejo se puso en pie de un salto y, con la audacia de la desesperación, traspuso furtivamente el umbral, en el momento que las puertas volvían a cerrarse.

—¿Quién eres tú, audaz intruso? —clamó una voz severa.

Una alta figura con blanco manto, las llaves de oro en la mano, estaba ante mí.

—Guardián de las puertas del cielo, San Pedro bendito, te lo suplico, ¡déjame quedarme!

San Pedro recorrió rápidamente mis credenciales, los escasos testimonios de mi vida terrena.

—Me parecen malos —dijo—. Muy malos. ¿Cómo has venido aquí? Estoy seguro de que es una equivocación…

Se interrumpió de pronto, mientras un menudo ángel mensajero descendía velozmente ante nosotros. Plegando sus alas purpúreas, se arreglaba la corta túnica de gasa y pétalos de rosa, centelleante del rocío matutino. Sus piernecitas estaban desnudas y eran rosadas como los pétalos; sus piececitos calzaban sandalias de oro. Llevaba un hechicero gorrito de tulipanes y muguetes, inclinado a un lado de su rizada cabeza. Tenía los ojos llenos de brillo solar, y los labios, rebosantes de alegría. En sus manecitas sostenía un iluminado misal, que presentó a San Pedro con risueño aire de importancia.

—Siempre acuden a mí cuando están apurados —refunfuñó San Pedro frunciendo el ceño, mientras leía el misal—. Cuando todo va bien no hacen caso de mis advertencias. Diles —dijo al ángel mensajero— que voy en seguida, que no contesten a ninguna pregunta hasta que yo esté allí.

El ángel mensajero llevóse un dedo rosado al gorro de tulipanes, desplegó las purpúreas alas y se fue veloz y gorjeando como un pájaro.

San Pedro me miró perplejo, con ojos escrutadores. Volviéndose hacia un venerando arcángel que, apoyado en su desnuda espada, guardaba la antepuerta de oro, dijo señalándome:

—Déjalo esperar aquí mi regreso. Es audaz y astuto; su lengua es lisonjera; procura que no te la haga soltar a ti. Todos tenemos nuestras debilidades; conozco la tuya. Hay algo extraño en este espíritu; ni siquiera puedo comprender cómo ha venido aquí. Por lo que sé, podría pertenecer a la misma tribu que con halagos te sacó del cielo para seguir a Lucifer y que causó tu caída. ¡Estate en guardia, calla, vigila!

Se fue. Miré al venerando arcángel, y el venerando arcángel me miró. Pensé que era mejor no decir nada, pero lo vigilaba de reojo. Poco después le vi desceñirse la espada y, con gran precaución, apoyarla contra una columna de lapislázuli. Parecía muy aliviado. Su viejo rostro era tan bondadoso y sus ojos tan dulces, que tuve la certeza de que, como yo, estaba por la paz.

—Venerable arcángel —dije tímidamente—, ¿tendré que esperar mucho a San Pedro?

—He oído las trompetas de la Sala del Juicio. Están juzgando a dos delincuentes especiales, que han llamado a San Pedro para que los ayude a defenderse. —Y añadió, con una risita—: Pero como nada lograrán… No, no creo que hayas de esperar mucho.

—Dios es el Juez Supremo y Dios es misericordioso.

—Sí, Dios es el Juez Supremo y Dios es misericordioso —repitió el arcángel—. Pero Dios reina sobre innumerables mundos mucho más grandes en esplendor y riqueza que la casi olvidada estrellucha de donde vienen esos dos hombres.

El arcángel me cogió de la mano y me condujo ante el arco abierto. Con ojos sobrecogidos vi miríadas de estrellas luminosas y de planetas, todos palpitantes de vida y de luz, que seguían su camino predestinado a través del infinito.

—¿Ves aquella minúscula mancha, débil como una vela de sebo que se apaga? Ése es el mundo del que han venido esos dos hombres, hormigas que se arrastran sobre una pella de tierra.

—Dios ha creado su mundo y los ha creado a ellos —dije.

—Sí, Dios ha creado su mundo. Ha ordenado al sol deshelar las vísceras de su tierra, la ha lavado con ríos y mares, ha revestido la rugosa superficie con bosques y prados, la ha poblado de amistosos animales. Bello era el mundo y todo iba bien. Pero el último día creó al hombre. Quizá habría sido mejor que hubiese descansado el día antes de crearlo, en vez de descansar al día siguiente. Supongo que sabrás cómo fue la cosa. Un día, un mono enorme, enloquecido por el hambre, empezó a trabajar con sus manos callosas en la fabricación de armas para matar a las otras bestias. ¿Qué podían hacer los colmillos del
Machaerodus
, de quince centímetros de longitud, contra su pedernal, más afilado que el colmillo del tigre? ¿Qué las zarpas como hoces del
Ursus Spelaeus
contra su rama cubierta de espinas y puntas de mimbre e incrustada de conchas cortantes como cuchillos? ¿Qué su fuerza salvaje contra su astucia, sus engaños y sus trampas? Así crecía un bruto
Protanthropos
que mataba a amigos y enemigos, un demonio para todas las cosas vivas, un Satanás entre los animales. Erguido sobre sus víctimas, alzaba su ensangrentado estandarte de victoria sobre el mundo de los animales, coronándose rey de la Creación. La selección corregía su ángulo facial y ampliaba su cráneo. Sus roncos gritos de rabia y de pavor convertíanse en sonidos articulados y palabras. Aprendió a dominar el fuego. Lentamente se transformaba en hombre. Sus pequeños chupaban la sangre de la carne, aún palpitante, de los animales muertos por él y luchaban entre sí, como lobeznos hambrientos, por la médula de los huesos que sus formidables mandíbulas habían quebrantado y esparcido por la guarida. Así crecían, fuertes y feroces como él, atentos a la presa, prontos a atacar y devorar cualquier cosa viva que cruzase su camino, aunque fuera uno de sus hermanos de leche. La selva temblaba al acercarse ellos: entre los animales había nacido el miedo al hombre. Muy pronto, enfurecidos por la avidez de matar, empezaron a destruirse mutuamente con sus hachas de piedra. Comenzaba la guerra feroz, la guerra que nunca ha tenido tregua.

»En los ojos del Señor brillaba la ira. Se arrepentía de haber creado al hombre. Decía: «Destruiré al hombre de la faz de la tierra, por ser tan corrompido y violento.»

»Y ordenó a las fuentes del gran abismo romperse, y a las compuertas del cielo abrirse, para tragarse al hombre y a la tierra por él profanada con la sangre y el delito. ¡Ojalá los hubiera ahogado a todos! Pero, en su justa clemencia, quiso que su mundo surgiera de nuevo, lavado y purificado por las aguas del Diluvio. La maldición quedó en la semilla de los pocos de la raza condenada a quienes permitió salvarse en el Arca. Y reanudóse el asesinato, y se dio rienda suelta a la incesante guerra.

»Dios miraba con infinita paciencia, reacio a castigar, dispuesto a perdonar hasta el fin. Hasta envió a Su Hijo al malvado mundo, para enseñar a los hombres la dulzura y el amor, y para rogar por ellos. Ya sabes lo que hicieron. Desafiando al cielo, pronto encendieron su mundo con las llamas del infierno. Con astucia satánica forjaron nuevas armas para matarse, aparejaron a la muerte para arrojarse sobre sus moradores desde el mismo cielo, corrompieron el aire vivificador con vapores del averno. El fragor de las batallas sacude toda la Tierra. Cuando el firmamento se sumerge en la noche, nosotros vemos desde aquí la luz enrojecida de su estrella, cual si estuviera tinta en sangre, y oímos los lamentos de sus heridos. Uno de los ángeles que rodean el trono de Dios me ha contado que los ojos de la Virgen están cada mañana irritados de llorar y que la herida del costado de Su Hijo ha vuelto a abrirse.

—Pero el mismo Dios, que es Dios de misericordia, ¿cómo permite que continúen esos tormentos? —pregunté—. ¿Cómo puede oír impasible esos gritos de angustia?

El venerando arcángel miró en torno con ansia, temiendo que su respuesta fuera oída.

—Dios es muy viejo y está cansado —susurró, como espantado del sonido de sus palabras— y tiene dolorido el corazón. Los que le rodean y velan por Él con infinito amor, carecen de ánimo para perturbar su reposo con esas interminables noticias de horrores y dolores. A menudo se despierta de su difícil sueño y pregunta de dónde procede el estruendo que llega a sus oídos y los relámpagos de lúgubre luz que rasgan las tinieblas. Y los que le circundan le dicen que el trueno es la voz de sus nubes impelidas por la tempestad, y los relámpagos son los de sus rayos. Y sus cansados párpados se cierran de nuevo.

—Más vale así, venerable arcángel, más vale así; porque si sus ojos hubieran visto lo que yo, y sus oídos percibido lo que los míos, habría sentido una vez más haber creado al hombre y vuelto a ordenar a las fuentes del gran abismo que se rompieran para destruirlo. Y esta vez los hubiese ahogado a todos, dejando sólo a los animales en el Arca.

—¡Guárdate de la cólera de Dios! ¡Guárdate de la cólera de Dios!

—No temo a Dios, sino a los que una vez fueron hombres: los severos profetas, los Santos Padres, San Pedro, cuya dura voz me ha ordenado esperar aquí su regreso.

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