La Historia de San Michele (34 page)

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Authors: Axel Munthe

Tags: #Biografía

BOOK: La Historia de San Michele
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Entre mis enfermos cedidos a Norström durante mi viaje a Suecia había un caso grave de morfinomanía, casi curado por la sugestión hipnótica. Como deseaba que no se interrumpiese el tratamiento, procuré que Norström presenciase la sesión última. Dijo que era más bien fácil, y parecía serle simpático a la enferma. A mi regreso a París, ella había recaído en la vieja costumbre; mi colega había sido incapaz de hipnotizarla. Intenté que ella me explicase las causas del fracaso y dijo que no lo comprendía, que lo sentía mucho y que había hecho cuanto pudo, lo mismo que Norström, el cual le era muy simpático.

Una vez me envió Charcot un joven diplomático extranjero, un caso grave de inversión sexual. El profesor Kraft-Ebing, famoso especialista de Viena, y el mismo Charcot habían sido incapaces de hipnotizar a aquel hombre, que anhelaba ser curado, vivía con el constante temor del
chantage
y hallábase abatidísimo por su fracaso. Decía que aquél era el único camino de salvación, que tenía la seguridad de curarse si pudiera ser dormido.

—Pero
está
usted dormido —le dije, tocándole apenas la frente con la punta de los dedos. Nada de pases, nada de mirar en los ojos, ninguna sugestión. Apenas me habían salido las palabras de la boca, se le cerraron los párpados con un ligero estremecimiento y cayó en profundo sueño hipnótico en menos de un minuto. En un principio pareció ir todo bien; un mes después volvió a su país lleno de confianza en el porvenir, mucho más de lo que yo lo estaba. Dijo que pediría la mano de una señorita de quien hacía poco se sentía enamorado: ansiaba casarse y tener hijos. Lo perdí de vista. Un año después supe, por pura casualidad, que se había suicidado. Si este hombre infeliz me hubiera consultado años más tarde, cuando yo había adquirido más conocimientos de la inversión sexual, jamás hubiera intentado la imposible tarea de curarle.

Fuera de la
Salpêtrière
, casi nunca he encontrado las tres famosas fases hipnóticas de Charcot, tan sorprendentemente exhibidas durante sus conferencias de los martes. Todas eran inventadas por él, injeridas en sus sujetos histéricos y aceptadas por sus alumnos mediante la poderosa sugestión del maestro. Otro tanto puede afirmarse en lo referente a su flaco especial, su
grande hystérie
, que entonces invadía toda la
Salpêtrière
de una a otra sala, ahora casi desaparecida. La única explicación posible de su incapacidad para comprender la verdadera naturaleza de estos fenómenos, es que todos aquellos experimentos de hipnotismo eran hechos sobre sujetos histéricos. Si fuera justa la declaración de la escuela de la
Salpêtrière
de que sólo son hipnotizables los sujetos histéricos, significaría que lo menos el ochenta y cinco por ciento de la Humanidad padecería histerismo.

Pero en un punto tenía seguramente razón Charcot, cualesquiera sean las críticas que puedan dirigirle la escuela de Nancy, Forel, Molí y otros muchos. Los experimentos sobre el hipnotismo no dejan de ser peligrosos para los individuos, y también para los espectadores. Personalmente, creo que las demostraciones públicas de fenómenos hipnóticos debería prohibirlas la ley. Los especialistas en enfermedades nerviosas y mentales no pueden prescindir del cloroformo y del éter. Basta sólo recordar los miles y miles de casos desesperados de conmoción por estallido de granada y de neurosis traumáticas, durante la última guerra, curados como por encanto por ese método. En la gran mayoría de los casos, el tratamiento no requiere sueño hipnótico con abolición de la conciencia. Un operador que esté muy familiarizado con su complicada técnica y que comprenda algo de psicología —ambas condiciones son necesarias para el éxito —obtendrá generalmente notables y, a menudo, sorprendentes resultados con el simple uso de lo que se llama sugestión
à l'état de veille.
Afirma la escuela de Nancy que el sueño hipnótico y el sueño natural son idénticos. No es así. Hasta ahora no sabemos lo que es el sueño hipnótico; y mientras no lo conozcamos más, será preferible abstenerse de usarlo con nuestros pacientes, salvo en casos de absoluta necesidad. Dicho esto, dejadme añadir que casi todas las acusaciones contra el hipnotismo son groseramente exageradas. Hasta ahora, ninguna prueba auténtica conozco de un acto criminal cometido por un sujeto bajo sugestión poshipnótica. Nunca he visto a un sujeto obedecer, en estado de hipnosis, una sugestión a la cual se negaría en estado normal de vigilia. Afirmo que si un bribón sugiriese a una mujer en estado de profunda hipnosis que se entregase a él, y ella obedeciese esta orden, lo habría hecho también si la sugestión le hubiese sido hecha en condiciones normales de vida consciente. No existe la obediencia ciega. Los sujetos saben perfectamente todo cuanto sucede durante el sueño hipnótico, y lo que quieren o no quieren hacer. Camila, la famosa sonámbula del profesor Liéjoie, de Nancy, que permanecía impasible e indiferente si le clavaban una aguja en el brazo o le ponían en la mano una brasa, enrojecía intensamente si el profesor fingía un ademán como para poner en desorden sus vestidos, y se despertaba en el acto. Ésta es sólo una de las muchas y desconcertantes contradicciones tan familiares de los que estudian fenómenos hipnóticos, y muy difícil de comprender por los profanos. El hecho de que la persona no pueda ser hipnotizada sin su voluntad, no deben pasarlo por alto los alarmistas. El pretender que una persona, sin su consenso e inadvertidamente, pueda ser hipnotizada a distancia, es un puro y simple disparate. También lo es el psicoanálisis.

XX - Insomio

NORSTRÖM, con su acostumbrada y amable solicitud, me invitó a cenar la noche del fatal día. Fue una cena lúgubre: me escocía aún la humillación de la derrota, y Norström se rascaba la cabeza en silencio, meditando cómo encontrar los tres mil francos que el día siguiente debía pagar al casero. Norström se negaba en absoluto a aceptar mi explicación del desastre: mala suerte y la más inesperada intervención de lo imprevisto en mis planes cuidadosamente preparados. La diagnosis de Norström era: temeridad quijotesca y desmesurada presunción. Dije que si, dentro de aquel mismo día, mi querida diosa la Fortuna no me daba la prueba de arrepentirse de haberme abandonado, volviéndome a su gracia, aceptaría su diagnosis. Mientras decía estás palabras, mis ojos pasaron milagrosamente de la botella de Médoc, que estaba entre Norström y yo, a sus gigantescas manos.

—¿Te has dedicado alguna vez al masaje? —le pregunté, de pronto.

Por toda respuesta, abrió Norström sus anchas y honradas manos, y me mostró con orgullo un par de yemas del tamaño de una mandarina. No había duda: decía verdad al asegurar que había hecho mucho masaje en Suecia anteriormente.

Ordené al camarero traer una botella de
Veuve Clicquot
, el mejor que encontrase, y alcé la copa para brindar por mi derrota de hoy y por su victoria de mañana.

—Creo haberte oído decir hace poco que estabas sin un céntimo— dijo Norström, mirando la botella de champaña.

—No importa —respondí riendo—, acaba de ocurrírseme una idea luminosa que vale cien botellas de
Veuve Clicquot.
Bebe otra copa mientras la maduro.

Norström solía decir que en mi cabeza había dos cerebros que laboraban alternativamente: uno, bien desarrollado, de un cretino, y el otro, poco desarrollado, de una especie de genio. Me miró atónito cuando le dije que iría a la
Rue Pigalle
al día siguiente, a la hora de su consulta, entre las dos y las tres, a explicárselo todo. Observó que era la mejor hora para una tranquila charla; podía estar seguro de encontrarlo solo. Salimos de bracete del
Café de la Régence;
Norström, pensando todavía en cuál de mis dos cerebros había surgido la idea luminosa; yo, de muy buen humor, habiendo olvidado casi mi expulsión matinal de la
Salpêtrière.

El día siguiente, a las dos en punto, entré en la suntuosa sala de consulta, en la
Rue du Cirque
, del profesor Géneau de Mussy, el famoso médico de la familia Orléans, con la cual había compartido el destierro, y que entonces era una de las principales celebridades médicas de París. El profesor, que siempre había sido muy amable conmigo, me pregunté en qué podía serme útil. Le dije que, cuando fui a verlo una semana antes, me dispensó el honor de presentarme a
Monseigneur le Duc d'Aumale
en el momento en que éste dejaba la estancia sostenido por su criado y apoyándose pesadamente en el bastón. Me había dicho que el Duque padecía de ciática, que no le sostenían las rodillas, que casi no podía andar, que había consultado en vano con los principales cirujanos de París. Añadí que me había permitido volver para decirle que, si no me equivocaba, el Duque podría ser curado con masaje. Un compatriota mío, una gran autoridad en materia de ciática y de masaje, hallábase actualmente en París, y me permitía sugerir que podría llamársele para examinar al Duque. Guéneau de Mussy, que, como casi todos los médicos franceses de su época, casi nada sabía de masaje, aceptó en el acto. Como el Duque partía al día siguiente para su
Château
de Chantilly, se decidió que fuera al momento con mi ilustre compatriota a su palacio del
Faubourg-Saint-Germain.
Poco después, por la tarde, Norström y yo llegamos al palacio, donde encontramos al profesor Guéneau de Mussy. Había yo dicho a Norström que hiciera todo lo posible por parecer un famoso especialista de ciática, pero que evitase, por amor de Dios, toda disertación sobre el tema. Un rápido examen nos demostró claramente a ambos que era en verdad un excelente caso para el masaje y los movimientos pasivos. El Duque partió al día siguiente para su
Château
de Chantilly, acompañado de Norström. Al cabo de quince días leí en el
Figaro
que el famoso especialista sueco doctor Norström, de reputación mundial, había sido llamado a Chantilly para curar al duque de Aumale.
Monseigneur
había sido visto pasear sin ayuda por el parque de su
château.
Era una curación maravillosa. El doctor Norström asistía también al duque de Montpensier, derrengado desde hacía muchos años por la gota y ahora en camino de franca mejoría.

Tocóle luego el turno a la princesa Matilde, seguida pronto por Don Pedro del Brasil, un par de grandes duques rusos, una archiduquesa austríaca y la infanta Eulalia de España.

Mi amigo Norström, que desde su regreso de Chantilly me obedecía ciegamente, tenía prohibido por mí, hasta nueva orden, aceptar otros enfermos que no fueran de sangre real. Le aseguré que era una buena táctica, basada en sólidos hechos psicológicos. Dos meses después, Norström se instaló de nuevo en su elegante piso del
Boulevard Haussmann
y su sala de consulta estaba atestada de enfermos de todos los países, en especial norteamericanos. En otoño apareció el
Manuel de Massage suédois
, del doctor Gustavo Norström, París,
Librairie Hachette
, compilado por nosotros, con prisa febril, de diversas fuentes suecas, mientras aparecía simultáneamente en Nueva York una edición norteamericana. Al comenzar el invierno, Norström fue llamado a Newport para curar al viejo señor Vanderbilt: los honorarios debía fijarlos él mismo. Con gran estupor suyo, le prohibí que fuese y, un mes después, el viejo multimillonario fue enviado a Europa, a ocupar su puesto entre los demás enfermos de Norström —propaganda viviente en letras gigantescas, visible en todos los Estados Unidos —. Norström trabajaba de la mañana a la noche, amasando a sus enfermos con los enormes pulgares, mientras sus yemas asumían, poco a poco, las proporciones de naranjas. En breve tuvo que renunciar hasta a sus tardes del sábado en el club escandinavo, donde, anegado de sudor, galopaba por la estancia con todas las señoritas, alternativamente, por amor de su hígado. Decía que nada había mejor que bailar y sudar para tener el hígado en buen estado.

Tan feliz me hizo el éxito de Norström, que durante algún tiempo olvidé casi mi desgracia. Mas, ¡ay!, pronto volvió a mi mente con todo su horror; primero, en mis sueños; después, en mis pensamientos. Con frecuencia, precisamente cuando estaba a punto de dormirme, veía, bajo los párpados semicerrados, la última ignominiosa escena de la tragedia, antes de caer el telón sobre mi futuro. Veía los horribles ojos de Charcot relampaguear en la oscuridad; ¡me veía, acompañado de dos de sus ayudantes, como un criminal entre dos guardias, mientras salía de la
Salpêtrière
por última vez! Reconocí mi locura, comprendí que la diagnosis de Norström—«una temeridad quijotesca y una desmedida presunción» —era justa, al fin y al cabo. ¡Todavía Don Quijote!

Pronto dejé de dormir en absoluto; un agudo ataque de insomnio empezó, tan terrible, que casi me volví loco. El insomnio no mata a un hombre, si éste no se mata a sí mismo —el insomnio es la causa más común del suicidio—; pero mata su alegría de vivir, mina su fuerza, chupa la sangre de su cerebro y de su corazón como un vampiro; le hace recordar durante la noche lo que él quisiera olvidar con un sueño beatífico; le hace olvidar durante el día lo que quisiera recordar. La memoria es la primera en desaparecer. Muy pronto la amistad, el amor, el sentimiento del deber, hasta la misma piedad, siguen igual camino, uno tras otro. Sólo el desaliento permanece a bordo del barco condenado, para dirigirlo contra las rocas a la total destrucción. Voltaire tenía razón al poner el sueño al mismo nivel de la esperanza.

No enloquecí. No me suicidé. Seguí trabajando lo mejor que podía, tambaleándome, indiferente y sin cuidarme de lo que me ocurría a mí y a mis enfermos. ¡Guardaos de un doctor que padezca de insomnio! Mis enfermos empezaron a quejarse de que era rudo e impaciente; muchos me dejaron, muchos siguieron conmigo, y tanto peor para ellos. Únicamente cuando estaban para morir parecía despertar de mi torpor, porque continué interesándome mucho por la muerte, aun después de haber perdido todo interés por la vida. Seguía viendo el acercarse de mi tétrica colega con el mismo interés que cuando era estudiante en la
Salle Sainte-Claire
, esperando, contra toda esperanza, arrebatarle su terrible secreto. Podía seguir sentado toda una noche junto al lecho de un moribundo después de haberlo descuidado cuando quizá lo hubiera podido salvar. Decían que era muy amable, por mi parte, el permanecer sentado de aquel modo mientras los demás médicos se iban. Pero ¿qué más me daba permanecer en una silla, junto al lecho de alguien, que estar tendido despierto en el mío? Por fortuna, mi creciente desconfianza por las drogas y los narcóticos me salvó de una completa destrucción; casi nunca tomé ninguno de los numerosos soporíferos que debía prescribir todo el día a los demás. Rosalía fue mi consejero médico. Engullía dócilmente tisanas y más tisanas compuestas por ella, a la francesa, de su inagotable farmacopea de hierbas milagrosas. Rosalía se preocupaba mucho de mí. Incluso llegué a descubrir que, por propia iniciativa, despedía con frecuencia a mis enfermos cuando me creía excesivamente cansado. Intenté enfadarme, pero no me quedaban fuerzas para reñirla.

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