Todos sabemos que el acumular excesiva riqueza es muchas veces un hurto, hábilmente ocultado, a los pobres. Nunca he visto un millonario en la cárcel. La habilidad de sacar dinero de cualquier cosa es un don especial de valor moral muy incierto. A quien posee esa facultad se le debería permitir continuar, con la sola condición de que, como las abejas, gran parte de sus panales de oro fuera distribuida entre los que no tienen miel para untar su pan cotidiano. A los demás habitantes de las prisiones, los criminales inveterados, los asesinos a sangre fría, etc., en vez de permitirles pasar la vida con relativa comodidad, con un gasto superior al precio de una cama permanente en un hospital, se les debería dar una muerte sin dolor, no como castigo, porque nosotros no tenemos ningún derecho a juzgarlos ni a castigarlos, sino por la protección común. Inglaterra tiene razón, como siempre. Además, esos malhechores no tendrían, realmente, ningún derecho a quejarse de ser tratados severamente por la sociedad, si sus delitos eran recompensados con el privilegio más grande que puede concederse al hombre, un privilegio que suele ser negado a sus semejantes como recompensa por sus virtudes: el de una rápida muerte.
Norström me aconsejaba que abandonase la idea de reformar la sociedad, creyendo que no era ésa mi misión, y que me cuidase únicamente de la Medicina. Hasta entonces no tenía ningún derecho a quejarme del resultado. Pero le asaltaban graves dudas acerca de los buenos resultados de mi idea de andar como un chamarilero entre mis pacientes, trocando mis servicios por objetos. Se aferraba a su convicción de que lo más seguro era el antiguo sistema de enviar las cuentas. Dije que yo no estaba muy convencido, porque si bien era cierto que algunos de mis enfermos, después de haberme escrito un par de veces pidiéndome la cuenta sin obtener respuesta, se iban sin pagarme (esto nunca sucedía con los ingleses), otros, en cambio, solían enviarme sumas superiores a las que hubiera pedido si les hubiese enviado la cuenta. Aunque la mayoría de mis enfermos parecía preferir desprenderse de dinero antes que de objetos, apliqué con éxito mi sistema en diversas ocasiones. Uno de mis objetos más preciosos es una vieja capa
loden
que hice me diera una vez Miss C. el día en que se marchaba a América. Mientras paseaba conmigo en mi coche para tener tiempo de expresarme toda su eterna gratitud y la imposibilidad de recompensarme por todas mis atenciones, advertí sobre sus hombros una vieja
loden.
Era precisamente lo que quería. La extendí sobre mis rodillas y dije que iba a quedármela. Me hizo observar que la había comprado diez años antes en Salzburgo y que le tenía mucho cariño. Le respondí que también yo se lo tenía. Propuso ir inmediatamente al
Old England
, donde tendría muchísimo gusto en regalarme la más costosa capa escocesa que tuvieran. Dije que no quería ninguna capa escocesa. Debo advertir que Miss C. era más bien irascible y que me había dado mucho quehacer durante varios años. Se enfadó tanto, que saltó del coche sin despedirse siquiera y se embarcó para América al día siguiente. No la he vuelto a ver.
Recuerdo también el caso de Lady Maud B., que fue a verme a la
Avenue de Villiers
antes de marcharse a Londres. Dijo que había escrito en vano tres veces pidiéndome la cuenta; yo la había puesto en un gran aprieto; no sabía qué hacer. Me abrumaba con sus elogios por mi pericia y mi amabilidad; el dinero no tenía nada que ver con su gratitud; todo cuanto poseía no podría compensarme de haberle salvado la vida. Yo pensaba que era muy agradable oír todo aquello de una joven tan encantadora. Mientras hablaba, admiraba su nuevo vestido de seda rojo oscuro, y también ella se admiraba mirándose de vez en cuando, de reojo, en el espejo veneciano que había sobre la chimenea. Contemplando atentamente su figura alta y esbelta, dije que me gustaría tener su vestido: eso era lo que quería. Prorrumpió en una alegre carcajada, que pronto se trocó en consternación cuando anuncié que enviaría a Rosalía a su hotel, a las siete, para recogerlo. Se puso en pie y, pálida de rabia, dijo que nunca había oído semejante cosa. Reconocí que era muy probable. Me había dicho que nada podría negarme, y yo, por razones especiales mías, había escogido el vestido. Rompió a llorar y huyó de la estancia. Una semana después encontré a la mujer del embajador inglés en la Legación sueca; aquella amable señora me dijo que no se había olvidado de la tísica ama de llaves inglesa que le había recomendado; incluso le había enviado una invitación para su
garden party
de la colonia británica.
—Verdaderamente, parece estar muy enferma —dijo la Embajadora—, pero no puede ser tan pobre como usted dice; estoy segura de que se viste en Worth.
Me resentía mucho con Norström cuando decía que mi inhabilidad para extender facturas y embolsar mis honorarios sin sonrojarme, se debía a vanidad y orgullo. Si Norström tenía razón, debo reconocer que todos mis colegas parecían singularmente faltos de tales defectos. Todos mandaban sus cuentas como hacen los sastres, y aferraban con la mayor facilidad los luises de oro que les ponían en la mano los enfermos. En muchas salas de consulta era hasta de etiqueta que el enfermo dejase el dinero sobre la mesa antes de abrir la boca para contar sus pesares. En las operaciones era regla establecida que la mitad del importe debía pagarse por anticipado. Supe de un caso en que el enfermo fue despertado del cloroformo y aplazada la operación para comprobar la validez de un cheque. Cuando uno de nosotros, los astros menores, llamaba a consulta a una celebridad, el grande hombre ponía parte de sus honorarios en las manos del hombre modesto como si fuera la cosa más natural. Y aún había más. Recuerdo mi estupor la primera vez que llamé a un especialista para un embalsamamiento, cuando me ofreció quinientos francos de sus honorarios. El precio de un embalsamamiento era escandalosamente elevado.
Muchos de los profesores a quienes consultaba en los casos difíciles eran hombres de fama mundial, ya en la cumbre de su especialidad, extraordinariamente exactos y sorprendentemente rápidos en sus diagnósticos. Por ejemplo, era casi misteriosa la forma en que Charcot iba a la raíz del mal, a menudo aparentemente, después de haber dado sólo una rápida mirada al enfermo con sus fríos ojos de águila. En los últimos años de su vida, tal vez confiaba demasiado en su ojo clínico, y con frecuencia reconocía a sus enfermos de un modo harto rápido y superficial. Nunca admitía que se hubiera equivocado, y ¡ay de quien osara insinuar que estaba en un error! Por otra parte, era en extremo reservado antes de pronunciar una prognosis fatal, aun en los casos evidentemente sin esperanza.
«L'imprévu est toujours possible
, solía decir. Charcot fue el médico más célebre de su época. Enfermos de todas partes del mundo llenaban su sala de consultas del
Faubourg Saint-Germain
, esperando a menudo semanas enteras antes de ser admitidos en el santuario interior, donde él sentábase junto a la ventana de su enorme biblioteca. Bajo de estatura, con tórax de atleta y cuello de toro, era un hombre de aspecto en extremo imponente. Rostro pálido y bien afeitado, frente baja, ojos fríos y penetrantes, nariz aguileña, labios sensuales y crueles, máscara de emperador romano. Cuando se encolerizaba, la llamarada de sus ojos era terrible como el rayo; quien afrontaba aquellos ojos es probable que nunca los olvidara. Su voz era imperativa, dura, a menudo sarcástica. El apretón de su pequeña mano blanda era desagradable. Tenía pocos amigos entre sus colegas; era temido de sus enfermos y de sus ayudantes, para los cuales rara vez tenía una palabra amable de estímulo, a cambio de la sobrehumana cantidad de trabajo que les imponía. Le dejaban indiferente los padecimientos de sus enfermos y se interesaba muy poco por ellos, desde el día en que establecía el diagnóstico hasta el de la autopsia. Entre los ayudantes tenía sus favoritos, a quienes con frecuencia elevaba a posiciones privilegiadas, muy superiores a sus méritos. Una palabra de recomendación de Charcot bastaba para decidir el resultado de cualquier examen o concurso; en realidad, era el soberano absoluto de la Facultad de Medicina.
Como es destino de todo especialista de los nervios, le rodeaba un tropel de señoras neuróticas, que adoraban al héroe. Por suerte suya, era del todo indiferente con las mujeres. Su único reposo, en medio del incesante trabajo, era la música. A nadie le era permitido decir una palabra de Medicina durante sus veladas de los jueves, dedicadas todas a la música. Beethoven era su favorito. Quería mucho a los animales. Todas las mañanas, cuando bajaba pesadamente del landó en el patio interior de la Salpêtrière, sacaba del bolsillo un pedazo de pan para sus dos viejos rocines. Cortaba siempre toda conversación sobre deporte o sobre muerte de animales: creo que su antipatía hacia los ingleses provenía de su odio a la caza del zorro.
En aquel tiempo, al lado de Charcot, el profesor Potain era la mayor celebridad médica de París. Nunca hubo dos tipos más distintos que aquellos dos grandes médicos. El famoso clínico del
Hôpital Necker
era un hombre muy sencillo e insignificante de aspecto, que hubiera pasado inadvertido entre una muchedumbre en que la cabeza de Charcot habría descollado entre millares. Comparado con su ilustre colega, parecía casi mísero en su viejo redingote mal cortado. Sus facciones eran toscas; sus palabras, pocas y pronunciadas con gran dificultad. Sus enfermos le querían como a un dios. Ricos y pobres parecían exactamente iguales para él. Sabía el nombre de todos los enfermos de su enorme hospital, acariciaba a jóvenes y viejos en las mejillas, escuchaba con infinita paciencia lo que le contaban de sus padecimientos, a menudo pagaba de su propio bolsillo algunas golosinas para sus paladares cansados. Reconocía a los más pobres enfermos del hospital con la misma extremada atención que a un millonario o a una alteza real, que, por cierto, los tenía en abundancia. Ningún síntoma de desorden en los pulmones o en el corazón, por muy oscuro que fuese, parecía escapar a su oído, de una sensibilidad extraordinaria. Creo que nunca ha habido un hombre que supiera mejor que él lo que sucede en el pecho de otro. Lo poco que yo conozco de las enfermedades del corazón a él lo debo. El profesor Potain y Guéneau de Mussy eran casi los únicos médicos de consulta a quienes me atrevía a dirigirme cuando lo necesitaba para un enfermo indigente. El profesor Tillaux, famoso cirujano, era el tercero. Su clínica del
Hôtel Dieu
gobernábase por el mismo sistema que la de Potain en el
Hôpital Necker.
Sentía un afecto paternal por sus enfermos; cuanto más pobres, más parecía interesarse en su bienestar. Como maestro, no había quien le igualara; además, su libro
Anatomie Topographique
es el mejor que se ha escrito sobre esa materia. Era un operador maravilloso y hacía siempre por sí mismo todas las curas. Había algo de nórdico en aquel hombre de modales sencillos y sinceros, y de ojos celestes; en efecto, era bretón. Fue extraordinariamente amable y paciente conmigo y con mis numerosos defectos, y si no he llegado a ser un gran cirujano no es seguramente culpa suya. De todos modos, le debo mucho; estoy convencido de que incluso le soy deudor de poder caminar todavía con mis piernas. Mejor es que os cuente esta historia aquí, entre paréntesis.
* * *
Había trabajado mucho durante el largo y cálido verano, sin un día siquiera de reposo, atribulado por el insomnio y por su habitual compañero, el desaliento. Era irritable con mis enfermos, y estaba de mal humor con todos.
Cuando llegó el otoño, hasta mi flemático amigo Norström empezó a perder la paciencia conmigo. Por último, un día, mientras cenábamos juntos, me dijo que si no iba pronto a descansar lo menos tres semanas a un lugar fresco, quedaría totalmente deshecho. Capri era demasiado cálido; Suiza era el mejor sitio para mí. Siempre me había doblegado al superior buen sentido de mi amigo. Sabía que tenía razón, si bien sus premisas eran equivocadas. No era el exceso de trabajo, sino otra cosa lo que me había reducido a tan deplorables condiciones; pero no es ocasión de hablar aquí de ello.
Tres días después llegué a Zermatt y en seguida me puse a la obra para descubrir si por encima del nivel de las nieves perpetuas la vida era más alegre que por debajo. El
piolet
fue para mí un nuevo juguete para jugar al viejo juego del ganapierde entre la vida y la muerte. Empecé por donde los demás alpinistas terminan: por el monte Cervino. Atado al
piolet
, sobre una roca inclinada del doble ancho que mi mesa de comedor, pasé la noche bajo el saliente de la furiosa montaña, en medio de una violenta tempestad de nieve. Me interesó oír a los dos guías que estábamos colgados en la misma roca desde la cual se despeñaron, a más de mil doscientos metros de profundidad, Hadow, Hudson, Lord Francis Douglas y el guía Michel Croz, durante la primera ascensión de Whymper. Al amanecer encontramos a Burckhardt. Quité la nieve reciente de su cara, pacífica y tranquila cual si estuviera dormido. Había muerto helado. Al pie de la montaña nos reunimos con los dos guías, que arrastraban a su compañero Davies, medio aturdido, al que habían salvado con peligro de sus vidas.
Dos días después, el
Schreckhorn
, el funesto gigante, arrojó su habitual alud de rocas contra los intrusos. No nos dio; pero, de todos modos, fue un buen tiro, dada la distancia; un bloque de roca, que hubiera deshecho a una catedral, pasó tronando a menos de quince metros de nosotros. Dos días después, mientras el alba apuntaba en el valle, mirábamos con ojos hechizados la
Jungfrau
, poniéndose su inmaculado vestido de nieve. Apenas podíamos divisar la rosada mejilla de la doncella bajo su blanco velo. Partí inmediatamente para conquistar a la encantadora. Al principio parecía consentir, pero cuando intenté coger algunos
edelweiss
de la orla de su manto, tuvo miedo y se escondió tras una nube. A pesar de todas mis tentativas, nunca conseguí acercarme a la amada. Cuanto más avanzaba, más parecía ella rehuirme. Pronto un velo de niebla, rojizo a los rayos del sol levante, la ocultó del todo a nuestra vista, como la pantalla de fuego y humo que desciende en torno de su virgen hermana Brunilda, en el último acto de la
Valquiria.
Una vieja hechicera que velaba por la hermosa muchacha como una celosa nodriza, nos atraía cada vez más lejos de nuestra meta, entre desoladas cimas y precipicios vertiginosos dispuestos a devorarnos en cada instante. No tardaron los guías en declarar que habían perdido el camino y teníamos que desandar lo andado lo más pronto posible. Vencido y enamorado, fui arrastrado al valle por la sólida cuerda de ambos guías. No era de extrañar mi desánimo; por segunda vez en aquel año me había rechazado una señorita. Pero la juventud es un gran remedio para las heridas del corazón. Con un poco de sueño y la mente fresca, se repone uno en seguida. Sueño, tuve poco, pero, afortunadamente, no perdí la cabeza.