Al domingo siguiente (hasta recuerdo la fecha, porque era mi cumpleaños) fumaba la pipa en la cumbre del Monte Blanco, donde, según los dos guías, la mayor parte de las personas llegan con la lengua fuera y sin aliento. Lo que sucedió aquel día lo he referido en otro lugar, pero puesto que el pequeño libro está agotado, debo repetirlo aquí, para que se comprenda lo mucho que debo al profesor Tillaux.
La ascensión al Monte Blanco, tanto en invierno como en verano, es relativamente fácil. Sólo un loco la intenta en otoño, antes de que el sol y la escarcha nocturna hayan tenido tiempo de endurecer la nieve reciente en los vastos declives de la montaña. Para defenderse de los intrusos, el rey de los Alpes se sirve de aludes de nieve reciente, como el
Schreckhorn
emplea sus proyectiles de roca. Era la hora de comer cuando encendí mi pipa en la cúspide. Todos los forasteros, desde los hoteles de Chamonix miraban, por turno, con los telescopios a las tres moscas arrastrándose por el blanco gorro de nieve del viejo rey de la montaña. Mientras ellos comían, nosotros nos tambaleábamos entre la nieve por el desfiladero que hay bajo el
Mont Maudit
, para reaparecer en breve en sus telescopios sobre el
Grand Plateau.
Ninguno hablaba; todos sabíamos que hasta el sonido de la voz puede provocar un alud. De pronto, Boisson miró atrás e indicó con el
piolet
una línea negra que parecía dibujada por la mano de un gigante a través de la blanca pendiente.
—
Wir sind alle verloren
, estamos perdidos —murmuró, mientras el inmenso campo de nieve se partía en dos y empezaba el alud con un fragor de trueno, precipitándonos por el declive con vertiginosa velocidad. No sentía nada, no comprendía nada. De pronto, el mismo movimiento reflejo que en el famoso experimento de Spallanzani hizo mover la pata de su rana decapitada hacia el punto que él pinchaba con una aguja, obligaba al gran animal inconsciente a levantar la mano para reaccionar contra el agudo dolor del cráneo. La sorda sensación periférica despertó en mi cerebro el instinto de conservación, último en morir. Con desesperado esfuerzo empecé a trabajar para librarme de la capa de nieve bajo la cual estaba sepultado. Vi en torno mío las radiantes paredes de hielo azul, vi la luz del día a través de la enorme grieta en que me había arrojado el alud. Lo recuerdo con extrañeza: no sentía miedo alguno ni tenía conciencia de ningún pensamiento, ni del pasado, ni del presente, ni del futuro. Poco a poco percibí una sensación imprecisa que se abrió camino lentamente a través de mi entumecido cerebro, hasta llegar a mi conciencia. La reconocí de súbito: era mi vieja pasión, mi incurable curiosidad de saber todo cuanto pudiera saberse de la muerte. Al fin se me presentaba la oportunidad; ¡si al menos pudiera conservar clara la inteligencia y mirarla cara a cara con tesón! Sabía que estaba allí, me imaginaba que casi podía verla avanzar hacia mí, envuelta en su glacial sudario. ¿Qué me diría? ¿Sería severa e inexorable, o tendría piedad y me dejaría donde estaba, tendido en la nieve, hasta quedarme helado para el sueño eterno? Aunque parezca incomprensible, creo que fue esta última supervivencia de mi normal mentalidad, mi curiosidad por la muerte, lo que me salvó la vida. De pronto noté la presión de mis dedos en torno al
piolet
, la cuerda alrededor de la cintura. ¡La cuerda! ¿Dónde estaban mis dos compañeros? Tiré hacia mí de la cuerda lo más velozmente que pude, hubo una imprevista sacudida y salió de la nieve la cabeza con barba negra de Boisson. Suspiró profundamente y, tirando con presteza de su cuerda, sacó a su compañero, medio desvanecido, de su tumba.
—¿Cuánto tiempo se necesita para morir helado? —pregunté.
Los ojos vivaces de Boisson se volvieron a los muros de nuestra cárcel y detuviéronse mirando un frágil puente de hielo tendido sobre las inclinadas paredes de la grieta, como el arbotante de una catedral gótica.
—Si tuviese un
piolet
y pudiera llegar a ese puente —dijo—, creo que podría abrir un camino de salida.
Le pasé el
piolet
, que mis dedos apretaban casi en contracción cataléptica.
—¡Cuidado, por amor de Dios, cuidado! —repetía mientras, subiendo, como un acróbata, a mis hombros, levantábase sobre el puente de hielo por encima de nuestras cabezas. Suspendido con las manos de las escarpadas paredes, abría paso a paso su camino de salida y me arrastraba con la cuerda. Con gran dificultad conseguimos levantar también al otro guía, aún aturdido. El alud había barrido los habituales puntos de referencia y no teníamos más que un
piolet
para tantear a fin de no caer en cualquier grieta oculta bajo la nieve reciente.
Que pudiéramos llegar a la cabaña pasada la medianoche, fue, según Boisson, un milagro aún más grande que el haber salido de la hendidura. La cabaña estaba casi sepultada por la nieve; tuvimos que hacer un agujero en el techo para entrar. Nos derrumbamos en el suelo. Yo bebí la última gota de aceite rancio del candil, mientras Boisson, después de cortarme con el cuchillo las pesadas botas de montaña, frotaba con nieve mis helados pies. La expedición de socorro de Chamonix, que había perdido toda la mañana buscando en vano nuestros cuerpos por entre las huellas del alud, nos encontró profundamente dormidos en el suelo de la cabaña. Al día siguiente fui llevado en una carreta de heno a Ginebra y metido en el rápido de la noche para París.
El profesor Tillaux estaba lavándose las manos entre una y otra operación cuando a la mañana siguiente entré vacilando en el anfiteatro del
Hôtel Dieu.
Mientras quitaban el algodón hidrófilo que envolvía mis piernas, me miraba él fijamente los pies, y yo también: eran negros como los de un negro.
—
Sacré Suédois
, ¿de dónde diablos vienes? —tronó el profesor.
Sus bondadosos ojos celestes me miraron con tal ansiedad, que sentí vergüenza. Dije que había ido a descansar a Suiza y me había ocurrido un contratiempo en una montaña, como le hubiera podido suceder a cualquier turista, y que estaba muy disgustado.
—
Mais c'est lui!
—gritó un interno—,
pour sûr, c'est lui!
Sacando un
Figaro
del bolsillo de su blusa, empezó a leer en voz alta un telegrama de Chamonix sobre el milagroso salvamento de un extranjero que, con sus dos guías, había sido arrastrado por un alud durante el descenso del Monte Blanco.
—
Nom de tonnerre, nom de nom de nom! Fiche-moi la paix, sacré Suédois, qu'est-ce que tu viens faire ici, va-t-en à l'asile Sainte-Anne chez les fous!
—Permítanme mostrarles el cráneo de un oso lapón —continuó, mientras me curaba un feo corte que tenía en la cabeza—. Un golpe que hubiera aturdido a un elefante no le ha causado a él una fractura, ni siquiera una conmoción cerebral. ¿Por qué hacer el largo viaje hasta Chamonix, por qué no encaramarte a la torre de
Notre-Dame
para arrojarte a la plaza, bajo nuestras ventanas? Al fin y al cabo, ningún peligro corres mientras caigas de cabeza…
Siempre me alegraba mucho cuando el profesor se burlaba de mí, porque era signo cierto de que estaba en su gracia. Quería yo ir en seguida a la
Avenue de Villiers
, pero Tillaux opinaba que debía estar un par de días en el hospital, en una habitación privada. Seguramente era yo su peor alumno, pero me había enseñado bastante cirugía para comprender que pensaba amputarme. Durante cinco días vino a mirarme las piernas tres veces diarias; al sexto estaba tendido en mi diván, en la
Avenue de Villiers
, porque se había conjurado todo peligro. El castigo fue severo, de todos modos: me vi obligado a la inmovilidad durante seis semanas. Me puse tan nervioso que hube de escribir un libro… no os espantéis, está agotado. Anduve aún cojeando un mes, con dos bastones, y, luego, quedé perfectamente bien.
Tiemblo al pensar en lo que me hubiera sucedido de haber caído en manos de uno de los otros principales cirujanos de entonces en París. El viejo
Papa Richet
, en la otra ala del
Hôtel Dieu
, me hubiera dejado morir seguramente de gangrena o de septicemia; era su especialidad, difundida por toda su clínica medieval. El famoso profesor Péan, el terrible carnicero del
Hôpital Saint-Louis
, me hubiera amputado inmediatamente las dos piernas y las hubiera arrojado sobre otros brazos y piernas ya cortados, media docena de ovarios, úteros y distintos tumores amontonados sobre el pavimento de su anfiteatro encharcado de sangre como un matadero. Luego, con las enormes manos aún bañadas en mi sangre, habría hundido el cuchillo, con la habilidad de un prestidigitador, en la próxima víctima, semiconsciente bajo una ligera anestesia, mientras otra media docena gritaría aterrorizada en sus camillas, esperando su turno de martirio. Terminada la matanza, Péan se enjugaría el sudor de la frente, se quitaría alguna mancha de sangre y pus de su chaleco blanco y del frac (siempre operaba en traje de etiqueta) y con un
«Voilà pour aujourd'hui, Messieurs»
, saldría del anfiteatro, precipitándose en su pomposo landó y, a toda velocidad, iría a su clínica particular de la
Rue de la Santé
, a abrir los vientres de media docena de mujeres atraídas allí, como ovejas impotentes al matadero de la Villette, por una gigantesca propaganda.
CASI nunca dejaba de asistir a las famosas
Leçons du mardi
del profesor Charcot en la
Salpêtrière
, en aquella época dedicadas principalmente a su
grande hystérie
y al hipnotismo. El enorme anfiteatro estaba repleto de un público multiforme, venido de todo París: escritores, periodistas, actores y actrices de primera fila, elegantes
demi-mondaines
, todos morbosamente curiosos por presenciar el sorprendente fenómeno del hipnotismo, casi olvidado desde los días de Mesmer y Braid.
Precisamente fue en una de aquellas conferencias donde conocí a Guy de Maupassant, ya entonces famoso por su
Boule de Suif
y la inolvidable
Maison Tellier.
Solíamos charlar largo y tendido sobre hipnotismo y toda clase de perturbaciones mentales, y no se cansaba de sonsacarme lo poco que yo sabía de estas materias. Quería saberlo todo sobre la locura, pues estaba reuniendo entonces el material para su terrible libro
Le Horla
, cuadro fiel de su mismo trágico futuro. Una vez me acompañó hasta Nancy para visitar la clínica del profesor Bernheim, y eso me abrió los ojos sobre las falacias de la escuela de la
Salpêtrière
respecto al hipnotismo. También fui durante dos días huésped a bordo de su yate. Recuerdo muy bien una noche entera pasada hablando de la muerte en el saloncito de su
Bel-Ami
, anclado en el puerto de Antibes. Él temía a la muerte. Dijo que la idea de la muerte no le abandonaba casi nunca. Quería saber la cualidad de los distintos venenos, la rapidez de su acción y su relativa ausencia de dolor. E insistía particularmente en interrogarme acerca de la muerte en el mar. Le dije que la muerte en el mar, sin un salvavidas, debía de ser relativamente fácil, pero que con el salvavidas sería la más terrible de todas. Aún me parece verlo mirar con sus ojos sombríos los salvavidas colgados en la puerta y oírle decir que los arrojaría al agua a la mañana siguiente. Le pregunté si pensaba enviarnos al fondo del mar en nuestro proyectado crucero a Córcega. Quedóse un rato silencioso y, al fin, dijo que no, que prefería morir en brazos de una mujer. Le dije que, con la vida que hacía, tenía muchas probabilidades de ver cumplido su deseo. Mientras hablaba, despertóse
Yvonne;
medio dormida, pidió otra copa de champaña, y volvió a amodorrarse con la cabeza sobre las rodillas de él. Era una bailarina de apenas dieciocho años, instruida con las viciosas caricias de cualquier
vieux marcheur
en los bastidores de la
Grand Opéra
, y entonces en trance de su total destrucción a bordo del
Bel-Ami
, sobre las rodillas de su terrible amante. Sabía yo que ningún salvavidas podría salvarla, sabía que lo hubiera rechazado si yo se lo hubiese ofrecido, sabía que, además de su cuerpo, había dado su corazón a aquel insaciable macho, que sólo quería el cuerpo; sabía cuál sería su destino, pues no era la primera muchacha a quien había visto dormida con la cabeza en las rodillas de él.
Hasta dónde era él responsable de sus actos es otro asunto. El temor que asediaba a su inquieto cerebro día y noche, se traslucía ya en sus ojos —al menos, yo lo consideré ya entonces como un hombre perdido—. Sabía que el sutil veneno de su misma
Boule de Suif
había comenzado ya su obra de destrucción en aquel magnífico cerebro. ¿Lo sabía él también? A menudo me parecía que sí. Sobre la mesa que había entre nosotros estaba el manuscrito de su
Sur Veau
, algunos de cuyos capítulos acababa de leerme; yo creía que era lo mejor que había escrito. Producía siempre con velocidad febril, una obra maestra detrás de otra, estimulando su excitado cerebro con champaña, éter y toda clase de drogas. Mujer tras mujer, en interminable sucesión, aceleraban el colapso; mujeres reclutadas en todos los barrios, desde el
Faubourg Saint-Germain
hasta los bulevares, actrices, bailarinas,
midinettes, grisettes,
vulgares prostitutas —sus amigos solían llamarle «el toro triste»—. Estaba excesivamente orgulloso de sus éxitos, aludía siempre a señoras misteriosas, de la clase más elevada, introducidas en su piso de la
Rue Clauzel
por su fiel criado
François —
primer síntoma de su próxima
folie de grandeur
—. Con frecuencia se precipitaba escaleras arriba de la
Avenue de Villiers
y sentábase en un rincón de mi aposento, mirándome en silencio con aquella morbosa fijeza de la mirada que yo tan bien conocía. Permanecía minutos mirándose fijamente en el espejo de la chimenea, como si mirase a un extraño. Un día me contó que, mientras estaba en su escritorio muy atareado escribiendo su nueva novela, habíase sorprendido mucho al ver entrar en su despacho a un extraño, a pesar de la severa vigilancia de su doméstico. El desconocido sentóse frente a él y empezó a dictarle lo que iba a escribir. Estaba ya a punto de llamar a
François
para que lo echase de allí, cuando vio con horror que el intruso era él mismo.
Dos días después estaba yo junto a él en los bastidores de la
Grand Opéra
, mirando a
Mademoiselle Yvonne
que bailaba un
pas de quatre
, sonriendo a hurtadillas a su amante, cuyos llameantes ojos nunca se apartaban de ella. Cenamos tarde en el elegante pisito que él acababa de tomar para la joven. Quitado el colorete del rostro, sorprendióme ver lo pálida y consumida que estaba, en comparación de cuando la vi por primera vez en el yate. Me dijo que continuaba tomando éter cuando bailaba; nada había mejor que el éter como estimulante; todas sus compañeras lo tomaban, y aun el mismo
Monsieur le directeur du corps de ballet.
En efecto, lo vi morir por ello, muchos años después, en su quinta de Capri. Maupassant se quejaba de que ella volvíase demasiado flaca y le tenía despierto toda la noche con su incesante tos. A petición de él, la reconocí a la mañana siguiente: tenía graves alteraciones en el ápice de un pulmón. Dije a Maupassant que le convenía un reposo absoluto, y le aconsejé la enviase a pasar el invierno a Menton. Me respondió que haría con mucho gusto todo cuanto pudiera por ella. Por otra parte, a él no le gustaban las mujeres flacas. Ella se negó en absoluto a marchar, prefirió morir antes que dejarle. Me dio bastante quehacer durante el invierno, y me proporcionó otros muchos enfermos.