También Norström estaba intranquilo por mí. Nuestra recíproca posición había variado entonces; él subía la resbaladiza escalera del éxito, yo la bajaba. Esto le volvió más amable que nunca; me maravillaba siempre de la paciencia que tenía conmigo. A menudo venía a compartir mi solitaria cena en la
Avenue de Villiers.
Nunca cenaba yo fuera, nunca invitaba a nadie, jamás frecuentaba la sociedad, como tan a menudo hacía antes. Ahora lo creía tiempo perdido; lo único que anhelaba era que me dejasen solo, y dormir.
Norström quería que me marchase un par de meses a Capri, para un reposo completo; estaba seguro de que volvería restablecido al trabajo. Dije que si entonces fuese allí, nunca volvería a París; odiaba cada vez más la vida artificial de la gran ciudad. No quería perder más tiempo en aquella atmósfera de enfermedad y de decadencia. Deseaba irme para siempre, renunciando a ser un médico de moda; cuantos más clientes, más pesadas se me antojaban mis cadenas. Tenía muchos otros intereses en mi vida que el curar ricos americanos y tontas damas neuróticas. Era inútil que dijese que desperdiciaba mis «espléndidas ocasiones»: él sabía muy bien que yo no tenía condiciones para convertirme en un médico de primer orden. Sabía igualmente que no podía hacer dinero ni conservarlo. Además, no lo necesitaba, no sabía qué hacer con él, lo temía, lo odiaba. Quería vivir una vida simple entre gente sencilla y no sofisticada: si no sabía leer ni escribir, tanto mejor. No necesitaba más que un cuarto blanqueado, una cama dura, una mesa de pino, un par de sillas y un piano. El gorjeo de los pájaros fuera de la ventana abierta y, lejano, el rumor del mar. Todas las cosas que verdaderamente deseaba podían adquirirse con poquísimo dinero; sería perfectamente feliz en el más humilde ambiente, con tal que nada feo hubiera a mi alrededor.
Los ojos de Norström giraban lentamente en torno a la estancia: de los primitivos con fondo de oro colgados en las paredes, a la
Madonna
florentina del siglo XVI sobre el reclinatorio; del tapiz flamenco sobre la puerta, a los brillantes jarrones de Caffagiolo, y de los frágiles vasos venecianos del aparador, a las alfombras persas del suelo.
—Supongo que habrás adquirido esto en el
Bon Marché
—decía Norström, mirando maliciosamente la inapreciable alfombra antigua de Bukhara bajo la mesa.
—Te lo doy con mucho gusto a cambio de una sola noche de sueño natural. Te regalo este jarrón único de Urbino, firmado por el mismo
mastro
Giorgio, si consigues hacerme reír. No lo quiero ya todo esto; no me dice nada, estoy harto. Deja tu irritante sonrisa; sé lo que digo, te lo demostraré. ¿Sabes lo que hice en Londres la semana pasada, cuando fui para aquella consulta de la señora con angina de pecho? Pues bien, el mismo día tuve allí otra consulta para otro caso mucho más grave: un hombre, esta vez. Ese hombre era yo mismo o, mejor dicho, mi «sosia», mi
Doppelgänger
, como lo llamaba Heine.
»—Escucha, amigo mío —dije a mi
Doppelgänger
, cuando dejábamos
St. James's Club
del brazo—, quiero examinarte detenidamente por dentro. Anímate y paseemos despacio por New Bond Street, desde Piccadilly hasta Oxford Street. Ahora, escucha con atención lo que te digo: ponte los lentes más fuertes y mira atentamente todos los escaparates, examina bien todo lo que veas. Es una buena ocasión para ti, que tanto gustas de las cosas bellas; éstos son los comercios más ricos de Londres. Todo lo que el dinero puede comprar será expuesto aquí ante tus ojos, al alcance de tu mano. Cualquier cosa que te guste poseer te será entregada en cuanto manifiestes el deseo de tenerla. Pero con una condición: lo que escojas debe permanecer contigo para tu uso y disfrute; no puedes regalarlo.
»Volvimos la esquina de Piccadilly. El experimento comenzó. Observé atentamente de reojo a mi
Doppelgänger
, mientras caminábamos por Bond Street, mirando los escaparates de todas las tiendas. Detúvose un momento ante Agnew, el anticuario; miró con atención una Virgen antigua sobre fondo de oro; dijo que era un cuadro bellísimo de la escuela primitiva de Siena, tal vez del mismo Simone di Martino. Hizo un movimiento hacia el escaparate, como si quisiera coger el viejo cuadro; meneó luego la cabeza tristemente, metió la mano en el bolsillo y pasó adelante. En Hunt y Roskell admiró muchísimo un hermoso reloj Cromwell antiguo; pero, encogiéndose de hombros, dijo que no le importaba saber la hora que fuese, y, además, podía adivinarla por el sol. Ante Asprey, donde estaban expuestos todos los
bibelots
imaginables y chucherías de plata, oro y piedras preciosas, dijo que se encontraba mal y que rompería el cristal y todo lo que había detrás, si continuaba mirando aquella basura. Cuando pasamos ante el sastre de Su Alteza Real el Príncipe de Gales, dijo que los trajes viejos eran más cómodos que los nuevos. Prosiguiendo calle arriba, se volvía cada vez más indiferente y parecía interesarse más en acariciar a los numerosos perros que trotaban tras sus dueños por la acera, que en explorar los escaparates. Cuando al fin llegamos a Oxford Street tenía una manzana en una mano y un ramo de muguetes en la otra. Dijo que nada quería de lo que había visto en Bond Street, excepto, tal vez, el pequeño
Aberdeen terrier
que estaba acurrucado ante Asprey, esperando pacientemente a su dueño. Empezó a comer su manzana; decía que era muy buena, y miraba tiernamente su ramo de muguetes diciendo que le recordaba su viejo hogar en Suecia. Dijo que esperaba hubiese terminado mi experimento, y me preguntó si había descubierto qué tenía y si el mal estaba en la cabeza.
» Contesté que no, que estaba en el corazón.
»Dijo que era un médico muy inteligente: siempre había sospechado que era en el corazón. Me suplicó que guardara el secreto profesional y no lo dijera a sus amigos; no quería que supiesen lo que no les importaba.
«Volvimos a París la mañana siguiente. Pareció gustarle la travesía entre Dover y Calais; dijo que le entusiasmaba el mar. Desde entonces no ha dejado casi nunca la
Avenue de Villiers.
Va sin cesar de cuarto en cuarto, como si no pudiera sentarse un solo instante. Yerra constantemente por mi sala de espera, abriéndose paso entre los ricos norteamericanos, para pedirme un estimulante; dice estar muy cansado. El resto del día va conmigo de un lado a otro, esperando con paciencia en el coche, junto al perro, mientras yo visito los enfermos. Durante la cena se me sienta enfrente, en la silla que tú ocupas ahora, mirándome con sus ojos fatigados; dice no tener apetito y que sólo desea un soporífero enérgico. Durante la noche viene e inclina la cabeza sobre mi almohada, suplicándome, por amor de Dios, que acabe con él; dice que no puede soportarlo más; de lo contrario…
—Ni yo tampoco —interrumpe Norström, enfadado —. Por amor del cielo, acaba con esas tonterías de tu
Doppelgänger;
la vivisección mental es un juego peligroso para un hombre que no puede dormir. Si continúas así un poco más, tú y tu
Doppelgänger
acabaréis en el
Asile Sainte-Anne.
Renuncio a disuadirte. Si quieres abandonar tu carrera, si no quieres fama ni dinero, si prefieres tu cuarto blanqueado de Capri a tu lujoso piso de la
Avenue de Villiers
, vete como sea, y cuanto antes mejor, a tu querida isla y sé feliz allí, en vez de volverte loco aquí. Y a tu
Doppelgänger
, hazme el favor de decirle de mi parte, con el debido respeto, que es un impostor. Apuesto lo que quieras que pronto descubrirá otra alfombra de Bukhara para extender bajo tu mesa de pino, una Virgen de Siena y un tapiz flamenco para colgar en las paredes de tu cuarto blanqueado, un plato de Gubbio del siglo XVI para tus macarrones y un viejo vaso veneciano para tu capri blanco.
SAN Antonio había hecho otro milagro. Vivía yo en una casita de campesinos de Anacapri, blanqueada y limpia, cuyas ventanas daban a una soleada pérgola, y me hallaba entre gente sencilla y cordial. La vieja
Maria Portalettere
, la
Bella Margherita, Annarella
y
Gioconda
estaban contentísimas de verme de regreso entre ellas. El capri blanco de
Don Dionisio
era mejor que nunca, y advertía cada vez más que el capri tinto del párroco era igualmente bueno. Desde el alba hasta el ocaso me afanaba en lo que había sido jardín de
mastro Vincenzo
, cavando para el fundamento de los arcos de la galería exterior de mi futura casa.
Mastro Nicola
y sus tres hijos cavaban a mi lado, y media docena de muchachas de ojos risueños y ondulantes caderas llevábanse la tierra en grandes cestos, en equilibrio sobre sus cabezas.
A un metro de profundidad descubrimos los muros romanos,
opus reticulatum
, duros como granito, con ninfas y bacantes bailando sobre el rojo estuco pompeyano. Debajo apareció el suelo de mosaico, enmarcado de hojas de vid en
nero antico
, y un roto enlosado de bellísimo mármol columbino que se halla ahora en el centro de la gran galería. Una columna estriada, de mármol cipolino, que sostiene ahora la pequeña galería del patio interior, estaba sobre el enlosado, donde había caído dos mil años antes, destrozando un gran jarrón de mármol pario cuya asa de cabeza de león está ahora sobre mi mesa.
«Roba di Timberio»
, decía
mastro Nicola
recogiendo una cabeza de Augusto mutilada y partida en dos, que puede verse en la galería.
Cuando en la cocina del párroco
Don Antonio
estaban preparados los macarrones, las campanas de la iglesia daban el mediodía; entonces nos sentábamos todos, para una abundante comida, alrededor de un enorme plato de ensalada de tomate, menestra o macarrones, para volver muy pronto al trabajo hasta el ocaso. Cuando abajo, en Capri, tocaban el Ángelus las campanas, mis compañeros de tarea hacían la señal de la cruz y se marchaban con un «Buon
riposo, Eccellenza; buona notte, signorino».
San Antonio escuchó su deseo. Obró otro milagro: me hizo dormir profundamente toda la noche, como hacía años no dormía. Me levantaba con el sol, corría al faro para tomar mi baño matutino, y estaba de nuevo en el jardín mientras los demás, de vuelta de la misa de las cinco, empezaban el trabajo.
Ninguno de mis compañeros sabía leer ni escribir, ninguno había participado en la construcción de una casa, excepto las de los campesinos, más o menos iguales todas; pero
mastro Nicola
sabía construir un arco, como lo sabían también su padre y su abuelo, desde infinitas generaciones: los romanos fueron sus maestros. Que aquélla sería una casa distinta de cuantas vieran hasta entonces ya lo habían advertido, y todos se interesaban mucho; ninguno sabía qué aspecto tendría, ni yo mismo. Para proseguir, no teníamos más que un tosco esbozo, dibujado por mí con un trozo de carbón en el blanco muro del jardín. No sé dibujar absolutamente nada: parecía trazado por la mano de un niño.
—Ésta es mi casa —les explicaba—, con enormes columnas romanas que sostendrán las abovedadas habitaciones y, naturalmente, con columnitas góticas en todas las ventanas. Ésta es la galería con sus robustos arcos; más adelante decidiremos el número de ellos. Aquí viene la pérgola, con más de cien columnas, que conducirá a la capilla; no hagamos caso del camino público que ahora cruza mi futura pérgola: tendrá que desaparecer. Aquí, mirando al castillo de Barbarossa, habrá otra galería; por ahora no veo claramente qué aspecto tendrá, pero estoy seguro de que en el momento oportuno la idea brotará de mi cerebro. Esto es un pequeño patio interior, todo de mármol blanco, una especie de atrio con una fontana fresca en el centro y, alrededor, en los muros, emperadores romanos en sus hornacinas. Aquí, detrás de la casa, derribaremos el muro del jardín y edificaremos un claustro por el estilo del de Letrán en Roma. Aquí habrá una gran azotea donde, en las noches de verano, bailaréis la tarantela vosotras, muchachas. En lo alto del jardín volaremos la roca y construiremos un teatro griego, abierto al sol y al viento por todas partes. Esto es un paseo de cipreses que conducirá a la capilla, que, naturalmente, reconstruiremos como una capilla con asientos de coro y vidrieras de colores; pienso convertirla en mi biblioteca. Esto es una columnata gótica que circundará la capilla y sobre la cual, mirando a la bahía de Nápoles, izaremos una enorme esfinge egipcia de granito rojo, más vieja que el mismo Tiberio. Es el lugar adecuado para una esfinge. Por ahora no sé dónde la encontraré, pero estoy seguro de que llegará a su debido tiempo.
Todos estaban muy contentos y anhelaban terminar pronto la casa.
Mastro Nicola
quería saber de dónde vendría el agua para las fuentes.
Naturalmente, del cielo, de donde venía toda el agua de la isla.
Además, pensaba comprar toda la montaña de Barbarossa y construir una enorme cisterna para recoger el agua pluvial y proveer de ella a todo el pueblo, que tanto la necesitaba; era lo menos que podía hacer para recompensar todas las atenciones que tenían conmigo. Cuando dibujé en la arena con el bastón los contornos del pequeño claustro, lo vi exactamente como es ahora, con sus graciosas arcadas rodeando el patinillo de cipreses, y el fauno danzante en el centro. Cuando encontramos el puchero, lleno de monedas romanas, excitáronse mucho los ánimos. Todos los campesinos de la isla habían buscado el
tesoro di Timberio
durante dos mil años. Más tarde, al limpiar aquellas monedas, encontré entre ellas la moneda de oro, como recién acuñada, verdadera
fleur de coin
, con la más hermosa efigie del viejo Emperador que había visto en mi vida. No muy lejos, encontramos los dos cascos de caballo de bronce de una estatua ecuestre: uno lo tengo todavía, el otro me fue robado, diez años después, por un turista.
En el jardín había millares y millares de tersas losas de mármol coloreado:
africano, pavonazzetto, giallo antico, verde antico, cipollino, alabastro
, que ahora forman el pavimento de la gran galería, de la capilla y de algunas azoteas. Una taza de ágata, rota, de forma exquisita; varios jarrones griegos, rotos o enteros; innumerables fragmentos de escultura primitiva romana; incluso, según
mastro Nicola
, la
gamba di Timberio
y docenas de inscripciones griegas y romanas aparecieron durante las excavaciones. Mientras plantábamos los cipreses a los lados del caminito que conduce a la capilla, encontramos una tumba con el esqueleto de un hombre que tenía en la boca una moneda griega. Los huesos yacen aún donde los encontramos; la calavera está sobre mi escritorio.