—¿Sabes el nombre de aquel pájaro? —le pregunté.
—
Lahol
—sonrió
Ristin
, reconociendo en seguida el dulce silbido del chorlito, semejante a la flauta, que comparte la soledad con los lapones y que les es tan querido.
De un pequeño sauce venía el maravilloso canto de la aguzanieves.
—
¡Jilow! ¡Jilow!
—reía
Ristin.
Dicen los lapones que la aguzanieves tiene una campanilla en la garganta y que puede cantar cien canciones diferentes. Muy alta sobre nosotros, pendía una cruz negra en el cielo azul. Era el águila real, que observaba con alas inmóviles su desolado reino. Del lago de montaña venía el fatídico reclamo del colimbo.
—
Ro, ro, raik
—repetía fielmente
Ristin.
Decía que significaba—: Buen tiempo hoy, buen tiempo hoy. —Y cuando el colimbo decía:
«Var luk, var luk, luk, luk»
, quería decir: «Lloverá todavía, lloverá todavía, todavía», me explicaba
Ristin.
Yo estaba tendido en el suave musgo, fumando mi pipa y mirando a
Ristin
, que ordenaba cuidadosamente sus cosas en el
laukos:
un pequeño chal de lana azul, otro par de pulcros zapatitos de reno, un par de guantes rojos bellamente bordados, para llevar en la iglesia; una Biblia. Me volvió a sorprender la refinada forma de sus manitas, comunes a todos los lapones. Le pregunté qué guardaba en la cajita hecha de una raíz de abedul. Y como no podía comprender una palabra de la larga explicación en su lengua, mezcla de sueco, finlandés y lapón, me levanté y abrí la cajita. Lo que contenía parecía un puñado de tierra. ¿Para qué quería aquello? Hizo cuanto pudo por explicármelo, mas tampoco pude entenderla. Meneó la cabeza con impaciencia; estoy seguro de que me creía muy estúpido. De pronto, se tendió en el musgo y permaneció perfectamente inmóvil y rígida, con los ojos cerrados. Luego, se incorporó, excavó en el musgo y cogió un puñado de tierra, que me enseñó con gran seriedad. Así comprendí lo que contenía la cajita de raíz de abedul: un poco de tierra de la fosa de un lapón sepultado el último invierno en la soledad, bajo la nieve.
Ristin
debía llevarla al cura, el cual debía rezar sobre ella el
Pater Noster
y esparcirla en el cementerio.
Cargamos con los morrales y proseguimos nuestro camino. A medida que descendíamos la cuesta, el paisaje cambiaba de aspecto. Anduvimos por la inmensa tundra, cubierta de hierba
carex
, salpicada aquí y allá del amarillo vivo de matas de frambuesas de montaña, que, de paso, cogíamos para comer. Los solitarios abedules enanos,
betulae nanae
de las alturas, crecían en bosquecillos de abedules plateados, mezclados con álamos temblones y fresnos, bosquetes de sauces-saúco, cerezos de pájaro y groselleros silvestres. Poco después entramos en una densa selva de soberbios abetos. Un par de horas más tarde caminábamos por un profundo desfiladero, flanqueado de rocas escarpadas cubiertas de musgo. Sobre nosotros aún alumbraba el cielo el sol poniente, pero en la hondonada era ya casi oscuro.
Ristin
miró en torno, intranquila; era evidente que le apremiaba salir del barranco antes de que fuera de noche. De pronto, se detuvo. Oí el chasquido de una rama que se quebraba y vi algo oscuro aparecer ante mí, a menos de cincuenta metros de distancia.
—¡Huye! —murmuró
Ristin
, muy pálida, empuñando con su manita el hacha que llevaba al cinto.
Mucho me hubiera gustado huir, si hubiese podido; pero me quedé parado, clavado en el suelo por un violento calambre en la pantorrilla. Podía verlo muy bien. Estaba de pie en un bosquete de arándanos que le cubrían hasta las rodillas; un ramo cargado de sus bayas favoritas le salía de la bocaza; indudablemente, le habíamos interrumpido en medio de su cena. Era de un tamaño extraordinario y, al parecer, muy viejo, a juzgar por su piel tiñosa; se trataba, sin duda, del mismo oso de que me había hablado
Turi.
—¡Huye! —murmuré, a mi vez, a
Ristin
, con la galante intención de portarme como un hombre y proteger su fuga. Sin embargo, el valor moral de esta intención quedaba disminuido por el hecho de que yo continuaba completamente incapaz de moverme. No huyó
Ristin.
En vez de esto, me hizo testimonio de una escena inolvidable, que bastaba para compensar un viaje de París a Laponia. Sois muy libres de no creer lo que os voy a contar; me importa poco.
Ristin
, con una mano en el hacha, avanzó unos pasos hacia el oso; con la otra, levantando su túnica, señaló las anchas bragas de cuero que llevan las mujeres laponas. El oso dejó caer su ramo de arándano, resolló fuertemente un par de veces y desapareció entre los densos abetos.
—Le gustan más los arándanos que yo —dijo
Ristin
, mientras reanudábamos el camino lo más velozmente posible.
Contóme
Ristin
que cuando su madre volvía con ella de la escuela lapona en primavera, se habían encontrado casi en el mismo sitio, en medio del desfiladero, con el viejo oso; pero que se fue en cuanto su madre le mostró que era mujer.
Pronto salimos de la garganta y erramos, anochecido ya, por la selva sobre una alfombra de musgo gris plateado, suave como terciopelo y mezclado con matas de
Linnea
y
Pyrola.
No estaba claro ni oscuro; era el maravilloso crepúsculo de las noches estivales del Norte. Mi estúpido cerebro no comprendía cómo podía orientarse
Ristin
por la selva, sin huellas. De repente nos encontramos otra vez con nuestro amigo el arroyo; apenas me hube inclinado para besar su fresca faz nocturna al precipitarse ante nosotros, anunció
Ristin
que era hora de cenar. Con increíble rapidez cortó leña con su hacha y encendió entre dos guijarros el fuego del campamento. Cenamos, fumamos nuestras pipas y pronto nos quedamos profundamente dormidos, con los morrales por almohadas. Despertóme
Ristin
, que me ofrecía su gorro encarnado lleno de bayas de arándano. No me extrañó que al viejo oso le gustasen: nunca he desayunado mejor. Proseguimos la marcha. Y de nuevo nos encontramos a nuestro amigo el arroyuelo, que danzaba alegremente sobre montículos y piedras y cantaba a nuestros oídos que era preferible fuésemos con él al lago de montaña, y así lo hicimos, para no perder el camino en la oscuridad. De vez en cuando lo perdíamos de vista, pero seguíamos oyéndole cantar. A ratos deteníase, para esperarnos, junto a una roca escarpada o un árbol derribado, y se precipitaba luego más rápido, para ganar el tiempo perdido. Un momento después ya no había miedo de perder el camino en la oscuridad, porque la noche había huido con veloces pies de duende a la profundidad de la selva. Una llama de luz dorada temblaba en las cimas de los árboles.
—
Piavi!
—dijo Ristin—. El sol se levanta.
A través de la niebla del valle, a nuestros pies, un lago montañero levantó su párpado.
Me acercaba al lago con el inquieto presentimiento de otro baño helado. Por fortuna, me equivocaba.
Ristin
se detuvo de pronto ante una pequeña
eka
, una barca de fondo plano medio escondida bajo un abeto caído. Era de nadie y de todos. La usaban los lapones en ocasión de sus escasas visitas al pueblo más próximo para trocar sus pieles de reno por café, azúcar y tabaco, los tres lujos de su vida.
El agua del lago era azul cobalto, aún más bello que el azul zafiro de la Gruta Azul, de Capri. Era tan transparente que casi me parecía poder ver el hoyo que en su fondo había hecho el terrible
Stalo.
A mitad de la travesía del lago encontramos dos magníficos viajeros que nadaban uno al lado del otro, con su soberbia cornamenta sobre el agua. Afortunadamente, me tomaron por un lapón, de modo que pudimos acercarnos a ellos hasta ver sus hermosos y dulces ojos, que nos miraban sin temor. Hay algo muy extraño en los ojos de un alce o de un reno; parece que siempre miran directamente a nuestras pupilas, desde cualquier punto que los veamos. Trepamos rápidamente a la empinada ribera opuesta y vagamos una vez más por una inmensa llanura pantanosa, sin más guía que el sol. Mis tentativas para explicar a
Ristin
el uso de mi brújula de bolsillo tuvieron tan poco éxito, que yo mismo dejé de mirarla y confié en el instinto de
Ristin
, instinto de animal salvaje. Comprendíase que tenía mucha prisa. Poco después tuve la impresión de que no estaba segura del camino. De vez en cuando corría tanto como podía en una dirección, parábase de pronto, aspirando el viento con las narices palpitantes, y después partía en otra dirección para repetir la misma maniobra. A veces se inclinaba para oler la tierra, como un perro.
—
Rog
—dijo súbitamente, indicando una nube baja que se nos echaba encima con extraordinaria rapidez, a través de los pantanos.
¡Verdadera niebla! En un minuto fuimos rodeados por una niebla tan impenetrable como la de noviembre en Londres. Tuvimos que cogernos de la mano para no perdernos de vista. Anduvimos con dificultad una o dos horas más, inmersos hasta la rodilla en el agua helada. Por último,
Ristin
dijo que había perdido la dirección y teníamos que esperar hasta que pasase la niebla. ¿Cuánto duraría?
No lo sabía ella, tal vez un día y una noche, quizá una hora; todo dependía del viento. Fue una de las peores pruebas de mi vida. Sabía de sobra que, con nuestro escaso equipo, el encuentro con la niebla en los inmensos pantanos era mucho más peligroso que el encuentro con el oso en la selva. También sabía que nada podíamos hacer sino esperar donde estábamos. Permanecimos sentados horas enteras sobre nuestros morrales, mientras la niebla formaba en nuestra piel como una capa de hielo. Mi desesperación llegó al colmo cuando, queriendo encender la pipa, encontré lleno de agua el bolsillo del chaleco. Mientras miraba abatido la caja de cerillas mojada,
Ristin
había hecho ya fuego con su yesquero y encendido su pipa. Otra derrota de la civilización fue cuando quise ponerme un par de calcetines secos y advertí que mi morral impermeable, de la mejor marca londinense, estaba completamente calado, y que todos los objetos de
Ristin
en su
laukos
de corteza de abedul y fabricación casera, estaban secos como heno. Esperábamos que hirviese el agua —¡nos hacía tanta falta una taza de café!— cuando una imprevista ráfaga de viento apagó la llama de mi lamparita de alcohol.
Ristin
se levantó veloz, corriendo hacia el viento, y volvió en seguida para ordenarme que recogiese inmediatamente el morral. En menos de un minuto, un viento fuerte y constante que nos azotaba el rostro levantó rápidamente la cortina de niebla por encima de nosotros. En el fondo del valle, a nuestros pies, vimos un gran río que centelleaba al sol como una espada. En la ribera opuesta extendíase, hasta perderse de vista, un oscuro pinar. Levantó
Ristin
la mano y me indicó una sutil columna de humo que se alzaba por encima de los árboles.
—Forsstugan —dijo.
Lanzóse cuesta abajo y, sin vacilar un instante, se metió en el río hasta los hombros; yo la seguí. En breve perdimos fondo y nadamos a través del río como habían nadado los alces a través del lago de montaña. Al cabo de media hora de camino por el bosque del otro lado del río, llegamos a un claro, hecho, evidentemente, por la mano del hombre. Un enorme perro lapón se precipitó sobre nosotros a gran velocidad, ladrando ferozmente. Después de olernos mucho, pareció muy contento de vernos y siguió delante, para mostrarnos el camino, meneando amistosamente la cola.
* * *
Ante su casa pintada de rojo estaba Lars Anders, de Forsstugan, de seis pies y medio de alto, con los zuecos y con la larga pelliza de oveja.
—¡Bien venido a la selva! —dijo Lars Anders—. ¿De dónde vienes? ¿Por qué no has dejado que la muchacha lapona viniera a nado sola a coger mi barca para ti? Echa otro leño al fuego, Kerstin —gritó a su mujer, dentro de la casa—. Ha cruzado el río a nado con una muchacha lapona; tiene que secarse los vestidos.
Ristin
y yo nos sentamos en el banco bajo, ante el fuego.
—Está calado como una nutria —dijo madre Kerstin, ayudándome a quitarme las medias, el calzón, el suéter y la camisa de franela de mi cuerpo, que sudaba a chorros, y poniéndolos a secar en una cuerda a través del techo.
Ristin
se había ya quitado la túnica de reno, las polainas, las bragas y la chaqueta de lana; no llevaba camisa. Estábamos uno al lado del otro, en el banco de madera, ante el fuego llameante, completamente desnudos, como nuestro Creador nos hizo. Los dos viejos no creían que hubiera en ello ningún mal, y, en efecto, no lo había.
Una hora después examiné mi nuevo alojamiento, cubierto con la larga y negra casaca dominguera del tío Lars, hecha de tejido casero, y calzado con zuecos, mientras
Ristin
estaba sentada junto al horno de la cocina, donde madre Kerstin se afanaba en cocer el pan. El forastero que había estado el día antes con un lapón finlandés habíase comido todo el pan que tenían. El hijo se hallaba lejos, cortando madera en la otra parte del lago. Yo había de dormir en su cuartito, sobre el establo de las vacas. Confiaban en que no repararía en el olor. En efecto, más bien me gustaba. El tío Lars dijo que iba al
herbre
por una piel de carnero para mi cama; estaba seguro de que la necesitaría, porque las noches eran ya frescas. El
herbre
alzábase sobre cuatro vigorosas estacas, a la altura de un hombre, para preservarlo contra los visitantes de cuatro patas y la nieve alta del invierno. El almacén estaba lleno de vestidos y pellizas, cuidadosamente colgados de cuernos de ciervo clavados en la pared: la pelliza de lobo de tío Lars, las de invierno de su mujer, media docena de pieles de lobo. En el suelo había un cobertor de trineo, de espléndida piel de oso. En otra percha, el vestido nupcial de madre Kerstin: su corpiño de seda de vivos colores, finamente bordado con hilo de plata; su larga falda de lana verde, su palatina de piel de ardilla, su bonete adornado con encajes antiguos, su cinturón de cuero rojo con hebillas de plata maciza. Mientras bajábamos la escalera del
herbre
dije al tío Lars que se había olvidado de cerrar la puerta con llave. Me contestó que no importaba; los lobos, las zorras y las comadrejas no se llevarían las prendas, y no había comestibles. Después de dar una vuelta por la selva me senté bajo el gran abeto, junto a la puerta de la cocina, ante una espléndida cena: trucha de Laponia, la mejor del mundo; pan recién hecho en casa, queso fresco y cerveza, también de elaboración casera. Quise que
Ristin
compartiera mi cena, pero evidentemente, era contra la etiqueta. Debía cenar en la cocina con las nietecitas. Los dos viejos estaban sentados a mi lado mientras comía, contemplándome.