La Historia de San Michele (6 page)

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Authors: Axel Munthe

Tags: #Biografía

BOOK: La Historia de San Michele
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Un día, al salir yo del palacio de la Marquesa, a quien había ido a saludar porque se marchaba al campo, encontré a la Condesa junto a mi coche, en amable conversación con
Tom
, que estaba sentado sobre un enorme paquete, medio escondido bajo la manta del carruaje. La Condesa iba al Bazar del Louvre a comprar un regalito para la Marquesa, cuyo cumpleaños era al día siguiente, y no sabía a punto fijo qué escoger.

Le sugerí un perro.

—¡Un perro! ¡Qué buena idea!

Se acordó de que cuando era pequeña y la llevaban a visitar a la Marquesa, la encontraba siempre con un doguito en las rodillas, tan gordo que apenas podía andar y que roncaba tan tremendamente que se le oía en toda la casa. La tía había llorado semanas enteras cuando se le murió. Una buena idea de verdad. Caminamos hacia la esquina de la
rue Cambon
, donde estaba la tienda de un conocido vendedor de perros. Allí, entre media docena de bastardos de toda especie, hallábase precisamente el que yo quería: un doguito aristocrático que roncó desesperadamente para llamar nuestra atención sobre su triste destino, y nos imploró con los ojos inyectados de sangre que lo sacásemos de aquella sociedad mixta, en la cual había sido arrojado por pura desgracia, no por culpa suya.

Casi se ahogaba de emoción cuando se percató de su suerte. Lo metieron en un coche y lo enviaron al palacio del barrio de
Saint-Germain.
La Condesa fue de todos modos al Bazar del Louvre para probarse un nuevo sombrero. Dijo que deseaba ir a pie; luego, que quería un coche, y yo le ofrecí el mío. Titubeó un momento—¿qué dirán si me ven de paseo en su coche?—; después, aceptó amablemente. ¿Pero no me apartaba de mi camino por llevarla al Louvre? De ninguna manera, pues yo nada tenía que hacer en aquel momento.

—¿Qué hay en ese paquete? —preguntó con femenina curiosidad.

Iba a decirle otra mentira, cuando
Tom
, terminada su misión de único guardián del precioso envoltorio, saltó a su habitual puesto del asiento, a mi lado. Abrióse el paquete y asomó la cabeza una muñeca.

—¿Cómo va usted de paseo con muñecas? ¿Para quién son?

—Para los niños.

No sabía que yo tuviera niños y casi parecía ofendida por mi reserva sobre mis asuntos privados. ¿Cuántos niños tenía? ¿Una docena?

No había medio de escapar: debía revelarle todo el secreto.

—Venga usted conmigo —dije valerosamente—, y a la vuelta, la llevaré a ver a mi amigo
Jack
, el gorila del
Jardin des Plantes.
Nos viene de paso.

La Condesa, que indudablemente aquel día estaba de magnífico humor y dispuesta a todo, dijo que tendría mucho gusto. Después de pasar la
Gare Montparnasse
, empezó a perder la orientación y, al poco rato, no sabía dónde estaba. Recorrimos algunas callejuelas sombrías y malolientes. Docenas de chiquillos harapientos jugaban en el arroyo, lleno de suciedad y de desechos de toda clase, y casi en cada puerta estaba una mujer con un niño de pecho y, cerca, otros pequeños apretados en torno al brasero.

—¿Esto es París? —preguntó la Condesa, con una expresión casi de pavor en los ojos.

—¡Sí, esto es París, la
Ville Lumière!
Y esto, el
Impasse Roussette
—contesté mientras nos parábamos a la entrada de un callejón sin salida, húmedo y oscuro como el fondo de un pozo. La mujer de
Salvatore
estaba sentada en la única silla de la familia, con
Petruccio
, su hijo de dolor, en el regazo, y removía la
polenta
para la comida familiar, que contemplaban ávidamente las dos hermanas mayores de
Petruccio.
El niño más pequeño se arrastraba por el suelo a la caza de un gatito.

Dije a la mujer de
Salvatore
que había llevado conmigo una amable señora que deseaba hacer un regalo a los nenes. Por su timidez, comprendí que era la primera vez que la Condesa entraba en casa de gente pobre. Se ruborizó intensamente al dar la primera muñeca a la madre de
Petruccio
, porque éste no podía agarrar nada con la atrofiada mano: era paralítico de nacimiento.
Petruccio
no dio ninguna muestra de alegría, pues su cerebro era tan torpe como sus miembros, pero la madre estaba segura de que le gustaba mucho la muñeca. Las dos hermanas recibieron, a su vez, sendas muñecas y corrieron contentas a esconderse detrás de la cama, para jugar haciendo de mamás.

¿Cuándo creía yo que
Salvatore
saldría del hospital?

Hacía casi seis semanas que se había caído de un andamio y roto una pierna.

Sí, le había visto hacía poco en el hospital Lariboisière; estaba bastante bien y esperaba que no tardaría en salir.

¿Y ella, cómo estaba con su nuevo amo de casa?

Gracias a Dios, muy bien. Era muy amable. Hasta le había prometido ponerle una chimenea para el próximo invierno. ¿Y no había sido una atención el abrirle aquel tragaluz en el techo? ¿No me acordaba de lo oscura que era antes la habitación?

—Mire qué alegre y risueña es ahora;
siamo in Paradiso
—dijo la mujer de
Salvatore.

¿Era cierto cuanto le había contado
Arcangelo Fusco
, que yo había dicho al antiguo casero, el día en que la puso en la calle quitándole todo lo que poseía, que Dios le castigaría por su crueldad para con los pobres, y que le había maldecido tanto que, un par de horas después, tuvo que ahorcarse?

Sí, era muy cierto, y no me arrepentía.

Cuando nos íbamos, mi amigo
Arcangelo Fusco
, que compartía la habitación con la familia de
Salvatore
, regresaba del trabajo cotidiano con su gran escoba al hombro. Era de oficio barrendero (en aquellos días, casi todos los barrenderos de París eran italianos). Me alegré de presentarle a la Condesa: era lo menos que podía hacer por su gran favor de ir conmigo a la comisaría para corroborar mi testimonio sobre la muerte del antiguo dueño de la casa. ¡Sabe Dios en qué horrible lío me hubiera metido, de no ser por
Arcangelo Fusco!
Así y todo, poco faltó para que me detuvieran por homicidio
[4]

Arcangelo Fusco
, que llevaba una rosa detrás de la oreja, al modo italiano, ofreciósela con galantería meridional a la Condesa, que la aceptó como si no hubiese recibido nunca tan gracioso homenaje a su bella juventud.

Era ya tarde para ir al
Jardín des Plantes
y acompañé a la Condesa a su palacio. Estaba muy silenciosa e intenté reanimarla contándole la graciosa historia de la amable dama que, habiendo leído por casualidad un cuento mío sobre muñecas en el
Blackwood's Magazine
, se había dedicado a fabricarlas por docenas para los niños pobres de quienes yo hablaba. ¿No había notado lo bien vestidas que estaban algunas? Sí, lo había advertido. ¿Era guapa la señora? Sí, muy guapa. ¿Estaba en París? No, tuve que prohibirle que siguiera construyendo muñecas, porque, al fin, tenía más muñecas que enfermos, y la mandé a Saint-Moritz para cambiar de aires. Al despedirme de la Condesa ante su casa, le manifesté mi sentimiento por no haber podido visitar al gorila del
Jardin des Plantes.
Pero suponía que no le disgustaba el haberme acompañado.

—No, y le estoy muy agradecida. Pero… pero… pero… ¡estoy tan avergonzada! —sollozó al trasponer precipitadamente la cancela de su palacio.

IV - Un médico de moda

TENÍA yo invitación permanente para cenar los domingos en el palacio del
Faubourg Saint-Germain.
El Conde había retirado hacía tiempo su antipatía por los médicos; en efecto, conmigo era amabilísimo. Cena de familia; solamente
Monsieur l'abbé
y, de vez en cuando, el primo de la Condesa,
vicomte Maurice
, que me trataba con una indiferencia casi insolente. Desde la primera vez que lo vi me fue antipático, y no tardé en descubrir que no era sólo a mí a quien no gustaba. Era evidente que él y el Conde no hacían muy buenas migas.
Monsieur l'abbé
era un sacerdote a la antigua y un hombre de mundo que conocía mucho mejor que yo la vida y la naturaleza humana. Al principio mostróse muy reservado conmigo y, con frecuencia, cuando advertía que me miraba fijamente, sentía como si él conociera la colitis mejor que yo. Casi me avergonzaba ante aquel anciano, y me habría gustado tratar con él a cartas vistas. Mas nunca se presentó la ocasión. Jamás tuve la oportunidad de verle solo. Un día, al entrar yo en el comedor para hacer una rápida colación antes de empezar las consultas, me sorprendió encontrarle allí esperándome. Me dijo que había venido espontáneamente, como viejo amigo de la familia, y que deseaba no hablase de su visita.

—Ha tenido usted un notable éxito con la Condesa —empezó a decir—, y todos le estamos muy agradecidos. También debo felicitarle por la Marquesa. Ahora vengo de su casa, soy su confesor, y me asombra ver lo mucho que ha mejorado, por todos conceptos. Pero hoy vengo a hablar del Conde. Estoy muy preocupado por él, tengo la seguridad de que
il file un mauvais coton.
No sale casi nunca de casa, la mayor parte del día la pasa en su cuarto fumando enormes cigarros, duerme horas enteras después de comer y, a menudo, en cualquier momento del día, le encuentro dormido en una butaca, con el puro en la boca. En el campo es otro hombre; todos los días da su paseo matutino a caballo, después de misa; es activo, está alegre y se interesa mucho por la administración de sus vastos terrenos. Su único deseo es irse a su castillo de Turena; y, si no se consigue (así lo temo) persuadir a la Condesa para que deje a París, he llegado, a pesar mío, a la conclusión de que habría que dejarle marchar solo. Él tiene mucha confianza en usted y si le dijera que es indispensable para su salud salir de París, lo haría. Precisamente he venido a pedirle ese favor.

—Lo siento,
Monsieur l'abbé
, pero no puedo.

Me miró con verdadera sorpresa, casi receloso.

—¿Me permite preguntarle la causa de su negativa?

—La Condesa no puede dejar ahora París, y como sería muy natural que acompañase al Conde…

—¿Por qué no puede curarse la colitis en el campo? Hay un médico muy bueno y seguro en el castillo, que la asistió cuando padecía apendicitis.

—¿Con qué resultado? —No contestó—. ¿Puedo, en cambio, hacerle una pregunta? —le dije—. Suponiendo que la Condesa pueda curarse instantáneamente de la colitis, ¿podría usted convencerla de que se marchase de París?

—Hablando honradamente, no. Pero, ¿por qué tal suposición cuando tengo entendido que esa enfermedad dura mucho y es difícil de curar?

—Podría curar la colitis de la Condesa en un día.

Me miró estupefacto.

—En ese caso, ¿por qué, en nombre de todos los santos, no lo hace? Asume usted una responsabilidad tremenda.

—No me asusta la responsabilidad; si así fuese, no estaría yo aquí. Ahora, hablemos claro. Sí, yo podría curar en un día a la Condesa, que tiene tanta colitis como usted y como yo, y que nunca ha tenido apendicitis. Todo eso lo tiene en la cabeza, en los nervios. Si le quitara la colitis con demasiada rapidez, podría perder totalmente su equilibrio mental o buscar alguna cosa peor, como la morfina o un amante. Si puedo seguir siendo útil a la Condesa, es lo que falta por ver. Ordenarle que saliera de París, ahora, sería un error psicológico. Probablemente, se negaría y, habiéndose atrevido a desobedecerme una vez, habría acabado su confianza en mí. Déjeme quince días y se irá de París por su propia voluntad o, por lo menos, así lo creerá ella. Es cuestión de táctica. Obligar al Conde a marcharse solo, sería un error de otra clase. Y usted,
Monsieur l'abbé
, lo sabe tan bien como yo. —Me miró atentamente, mas no dijo nada—. Ahora, hablemos de la Marquesa. Ha sido usted muy amable en felicitarme por lo que he hecho por ella, y acepto la lisonja. Como médico, nada he hecho, ni nadie podría hacer nada. Las personas sordas padecen terriblemente por su forzoso aislamiento, en particular las que no tienen en sí ningún recurso espiritual, que son la mayoría. Lo único que se puede hacer por ellas es desviarles la atención de su desgracia. Ahora los pensamientos de la Marquesa se dedican a la colitis, en vez de dedicarse a la sordera, y ya ha visto usted el resultado. Yo mismo empiezo a estar harto de colitis; y ahora que la Marquesa va al campo, voy a substituir esa enfermedad por un perrito faldero, más propio para la vida campestre.

Cuando se disponía a marcharse, el Abate se volvió en el umbral y me miró atentamente:

—¿Cuántos años tiene usted?

—Veintiséis.


Vous irez loin, mon fils! Vous irez loin!

«Sí —pensé—. Iré lejos, muy lejos de esta vida humillante de charlatanería y de engaño. Muy lejos de toda esa gente artificial; iré a la isla encantadora, a la vieja
Maria Portalettere
, a
mastro Vincenzo
y a
Gioconda
, a purificarme el alma en la casita blanca, encima del acantilado. ¿Hasta cuándo habré de seguir perdiendo el tiempo en esta horrible ciudad? ¿Cuándo obrará su nuevo milagro
Sant Antonio?»

Sobre mi mesa había una carta de adiós de la Marquesa, pero no despidiéndome, sino diciendo «hasta la vista», llena de gratitud y de elogios. Contenía un gran billete de Banco. Miré la borrosa fotografía de Capri en un rincón de mi cuarto y me guardé el dinero en el bolsillo. ¿Qué ha sido de todo el dinero que gané en aquellos días de prosperidad y fortuna? Hubiera debido ahorrarlo para la casa de
mastro Vincenzo
, pero la verdad es que nunca tenía dinero que ahorrar. ¿Mercedes del pecado? Tal vez; pero, de ser así, toda la Facultad hubiera debido quebrar, porque todos nos hallábamos en las mismas condiciones, tanto los profesores como mis colegas, con un tipo de clientela igual a la mía. Por fortuna, también tenía de los otros enfermos, muchos, los suficientes para impedir volverme completamente charlatán. En aquella época había muchos menos especialistas que ahora. Yo tenía que saber de todo, incluso cirugía. Había necesitado dos años para comprender que no valía para cirujano, pero temo que no necesitaron tanto tiempo mis enfermos para comprenderlo. Aunque me tenían por un especialista de nervios, hice todo cuanto se puede pedir a un médico, hasta obstetricia, y Dios ayudaba a la madre y al hijo. Era, en efecto, sorprendente el que la mayoría de mis enfermos resistieran la cura. Cuando la mirada aquilina de Napoleón recorría la lista de los oficiales propuestos para el ascenso a generales, solía escribir al margen de un nombre: «¿Tiene suerte?» Yo tenía suerte, suerte sorprendente, casi mágica en todo aquello en que ponía las manos y con todos los enfermos que veía. No era buen médico, mis estudios habían sido harto rápidos, mi formación de hospital, sobrado breve; pero no cabía la menor duda de que fuese un médico triunfante. ¿Cuál es el secreto del éxito? Inspirar confianza. ¿Y qué es la confianza? ¿De dónde viene? ¿De la cabeza o del corazón? ¿Deriva de la capa superior de nuestra mentalidad, o es un poderoso árbol de la ciencia del bien y del mal, con raíces que parten de las profundidades de nuestro ser? ¿A través de qué conductos comunica con los demás? ¿Es visible para los ojos, perceptible en la palabra hablada? Lo ignoro; sólo sé que no se puede adquirir leyendo libros, ni al lado del lecho de nuestros enfermos. Es un don mágico dado a un hombre por derecho de primogenitura y negado a otro. El doctor que tiene ese don, casi puede resucitar a los muertos; el que no lo tiene habrá de resignarse a ver llamar a consulta a un colega hasta para un simple caso de sarampión. Pronto descubrí que ese inapreciable don me había sido otorgado, sin ningún mérito mío. Lo descubrí a tiempo, porque empezaba a ser muy vanidoso y a estar satisfecho de mí mismo. Ese descubrimiento me hizo comprender cuán poco sabía y me indujo a acudir por consejo y ayuda a la madre naturaleza, vieja y sabia nodriza. Tal vez me hubiese hecho llegar a ser, al fin, un buen médico si yo hubiera seguido mi trabajo en el hospital y entre mis enfermos pobres. Pero perdí todas mis ocasiones por convertirme en un doctor de moda. Si os encontráis con un doctor de moda, observadlo atentamente, desde una prudente distancia, antes de confiaros a él. Quizá sea un buen médico, pero en muchísimos casos no lo es. En primer lugar, porque invariablemente está demasiado ocupado para escuchar con paciencia vuestra larga historia. En segundo lugar, porque está inevitablemente destinado a convertirse en un
snob
si no lo es ya; a dejar pasar a la condesa antes que a vosotros, a examinar el hígado del conde con más atención que el de su criado, a ir a la
Garden Party
de la Embajada británica en vez de visitar a vuestro hijo menor, cuya tos ferina se agrava. Y en tercer lugar, porque, a menos que tenga muy sano el corazón, pronto demostrará indudables señales de un endurecimiento precoz de aquel órgano y se volverá indiferente e insensible a los padecimientos ajenos, como la gente ávida de placeres que le rodea. Sin piedad no se puede ser buen médico.

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