A menudo, terminado el largo trabajo del día, yo, que siempre me he interesado por la psicología, solía preguntarme por qué toda aquella gente necia permanecía horas enteras esperándome sentada en la sala de consulta. ¿Por qué me obedecían todos? ¿Por qué, a veces, sólo tocándolos con la mano, podía aliviarlos? ¿Por qué, después de haber perdido el uso de la palabra y con los ojos extraviados por el terror de la muerte, quedaban tan pacíficos y tranquilos si ponía en su frente la mano? ¿Por qué los locos del Asilo de Santa Ana, espumando de rabia y profiriendo gritos de animales salvajes, se volvían serenos y dóciles en cuanto les aflojaba la camisa de fuerza y tomaba en mi mano la suya? Era una acción habitual en mí, todos los guardianes lo sabían; y muchos de mis compañeros, y también el profesor, decían:
Ce garçon-là a le diable au corps!
Siempre he sentido una furtiva simpatía por los locos y me paseaba con absoluta indiferencia por la
salle des agités
, como entre amigos. Más de una vez me habían advertido que acabaría mal, pero, naturalmente, yo sabía más que ellos. Un día, uno de mis mejores amigos me dio un golpe en la nuca con un martillo del que se había apoderado nadie sabía cómo, y lleváronme desmayado a la enfermería. Fue un golpe terrible; mi amigo era un ex herrero que conocía bien su oficio. Al principio creían que me había fracturado el cráneo. ¡Pero no! Sólo fue una conmoción cerebral, y mi desventura me trajo un lisonjero cumplido del Director de la Clínica:
Ce sacré Suédois a le crâne d'un ours; faut voir s'il n'a pas cassé le marteau!
«A pesar de todo, puede estar en la cabeza y no en la mano», pensé, cuando mi cerebro empezó a funcionar, al cabo de cuarenta y ocho horas de reposo. Como yací toda una semana en la enfermería, con una bolsa de hielo en «mi cabeza de oso», sin visitas ni libros que me acompañasen, empecé a pensar mucho en mi tema, ya que ni aun el martillo del herrero podía hacerme abandonar mi teoría de que todo el poder residía en la mano.
¿Por qué podía meter ésta entre las rejas de la jaula de la pantera negra, en la
Ménagerie Pezon
y, si nadie se acercaba a irritarla, obligarla a ponerse boca arriba ronroneando amablemente, con mi mano en sus garras y entre bostezos enormes? ¿Por qué podía sajar el absceso del pie de
Léonie
y sacarle la astilla que había hecho andar a la gran leona inquieta sobre tres patas durante una semana, con terribles dolores? La anestesia local había sido un fracaso, y la pobre
Léonie
gemía como una niña cuando apreté para sacarle el pus de la pata. Sólo cuando le desinfecté la herida se volvió algo impaciente, pero no había cólera en el trueno contenido de su voz, sino únicamente contrariedad porque no se le permitía lamerse con su aguda lengua. Cuando terminó la operación y yo me disponía a salir de la casa de fieras llevando bajo el brazo el joven zambo que, a manera de honorarios, me había ofrecido
Monsieur Pezon
, el famoso domador de leones me dijo:
—
Monsieur le Docteur, vous avez manqué votre profession, vous auriez dû être dompteur d'animaux.
E
Iván
, el gran oso polar del
Jardin des Plantes
, ¿no salía fuera de su piscina en cuanto me veía, para acercarse a las rejas de su prisión y, tieso sobre las patas traseras, ponía su negra nariz frente a la mía y tomaba de mi mano el pez, del modo más amable? El guardián aseguraba que con nadie más lo hacía; sin duda reconocería en mí a una especie de compatriota. No digáis que era el pez y no la mano, porque cuando nada tenía que ofrecerle, también permanecía en la misma postura mientras yo estaba allí, mirándome constantemente con sus ojos negros y brillantes bajo las blancas pestañas, y oliéndome la mano. Claro está que hablábamos en sueco, con cierto acento polar que de él había yo adquirido. Estoy seguro de que comprendía todas mis palabras cuando le decía en voz baja y monótona lo mucho que padecía por él y le contaba que, de niño, había visto dos parientes suyos nadando junto a nuestra barca, entre flotantes témpanos de hielo, en nuestra tierra natal.
Y el pobre
Jack
, el famoso gorila del Jardín Zoológico, hasta entonces el único de su tribu hecho prisionero y llevado al país sin sol de sus enemigos, ¿no me daba confidencialmente su callosa mano en cuanto me veía? ¿No le gustaba mucho que yo le acariciase el lomo? Hubiera permanecido sentado completamente inmóvil durante minutos apretándome la mano sin decir nada. A menudo me miraba la palma con suma atención, cual si conociera algo de quiromancia, doblándome los dedos uno por uno, como para ver el funcionamiento de las coyunturas. Dejaba caer luego mi mano y miraba con igual atención, y sonriendo, la suya, como diciendo que no veía gran diferencia entre las dos, y en eso tenía toda la razón.
La mayor parte del tiempo solía estar sentado completamente quieto, manoseando una paja en el ángulo de la jaula donde no podían verlo sus visitantes; rara vez usaba el columpio que le habían puesto con la ingenua esperanza de que lo tomase por la rama oscilante de sicómoro donde dormía la siesta en los días de su libertad. Dormía en un lecho bajo, formado de bambúes, como el
sêrir
de los árabes; pero se levantaba pronto y nunca le vi en cama hasta el día en que enfermó. Su guardián le había enseñado a almorzar sentado ante una mesa baja, con una servilleta atada al cuello. Le habían provisto de cuchillo y tenedor de madera dura, pero nunca los empleaba; prefería comer con los dedos, como lo hicieron nuestros antepasados hasta hace un par de siglos, y como prefiere todavía la mayoría de la raza humana. Pero bebía con mucho gusto la leche de su taza, y también el café matutino con mucho azúcar. Cierto es que se sonaba con los dedos, pero también lo hacían la Laura de Petrarca, María Estuardo y el Rey Sol. ¡Pobre
Jack!
Nuestra amistad duró hasta el fin. Empezó a enfermar por Navidad; el color se le volvió gris ceniciento, demacradas las mejillas, y los ojos se le hundían cada vez más. Tornóse irritable e inquieto, enflaquecía rápidamente y no tardó en manifestársele una tos seca, siniestra. Le tomé la temperatura varias veces, pero tenía que andar con mucho cuidado porque, lo mismo que los niños, rompía fácilmente el termómetro para ver qué tenía dentro. Un día, mientras estaba sentado en mis rodillas cogiéndome la mano, tuvo un violento acceso de tos que le provoco una ligera hemoptisis. El ver sangre le aterrorizaba, como sucede a la mayoría de las personas. A menudo observé durante la guerra cómo aun los soldados más valientes, que miraban con indiferencia sus heridas abiertas, palidecían al ver unas gotas de sangre fresca. Iba perdiendo el apetito cada vez más, y sólo con gran trabajo y mimos se conseguía que comiese un plátano o un higo. Una mañana lo encontré tendido en el lecho con la manta de lana echada sobre la cabeza, tal como estaban los enfermos de la
Salle Sainte-Claire
, cuando se hallaban mortalmente cansados o aburridos de todo. Debió de oírme llegar, porque sacó la mano y cogió la mía. No quería molestarle y me senté allí mucho rato, su mano en la mía, escuchando su respiración irregular y laboriosa, y el estertor de la garganta. Después, un agudo acceso de tos le sacudió todo el cuerpo. Sentóse y se llevó las manos a las sienes con un desesperado ademán. Habíasele transformado la expresión de la cara, abandonando su máscara de animal para convertirse en un ser humano que moría. Se había acercado tanto a mí, que acabó por verse privado del único privilegio que Dios omnipotente concede a los animales, en compensación de los infinitos padecimientos que el hombre les inflige; el de una muerte fácil. Su agonía fue terrible; murió lentamente, estrangulado por el mismo verdugo a quien con tanta frecuencia había visto yo actuar en la
Salle Sainte-Claire.
Lo reconocí muy bien en la lenta presión de la mano.
¿Y después? ¿Qué ha sido de mi pobre amigo
Jack?
Ya sé que su descarnado cuerpo fue a parar al Instituto Anatómico y que su esqueleto, con el gran cráneo, continúa erguido en el Museo
Dupuytren.
Pero ¿es eso todo?
ECHABA mucho de menos las comidas de los domingos en el
Faubourg Saint-Germain.
Unos quince días después de mi coloquio con el Abate, la Condesa, con su temperamento impulsivo, sintió de pronto la necesidad de mudar de aires y decidióse a acompañar al Conde a su castillo de Turena. Fue una sorpresa para todos nosotros. Sólo el sacerdote lo debía de haber presentido, porque el último domingo que comí allí noté un destello de malicia en sus astutos ojos. La Condesa tuvo la amabilidad de mandarme un informe semanal para tenerme al corriente de cómo iba, y también recibía de vez en cuando noticias del Abate. Todo marchaba bien. El Conde daba todas las mañanas su paseo a caballo, no dormía ya de día y fumaba muchos menos. La Condesa se había vuelto a dedicar a su música, se cuidaba asiduamente de los pobres del pueblo y nunca se quejaba de la colitis. También el Abate me daba buenas noticias de la Marquesa, cuya finca se hallaba a menos de una hora de distancia del palacio. Estaba muy bien. En vez de sentarse en la butaca, en siniestro aislamiento todo el día y lamentándose de su sordera, daba un largo paseo por el jardín dos veces diarias, por amor a su favorito
Lulú
, que iba engordando demasiado y necesitaba mucho movimiento.
«Es un pequeño monstruo horrible —escribía el Abate—, que está siempre en su regazo y ladra y gruñe a todos; incluso ha mordido dos veces a la criada. Todos le odian; pero la Marquesa lo adora y se afana todo el día en torno suyo. Ayer, durante la confesión, vomitó en el precioso vestido de su ama, la cual se alarmó de tal manera que hube de interrumpir el sacramento. Ahora quiere la Marquesa que yo le pregunte a usted si cree que esa perturbación podría transformarse eventualmente en colitis, y le suplica tenga la amabilidad de recetarle algo; dice estar segura de que usted comprenderá su caso mejor que nadie.»
En eso no estaba muy lejos de la verdad la Marquesa, porque ya empezaba yo a ser conocido como buen médico de perros, aunque aún no había llegado a la eminente posición que ocupé más tarde en mi vida, cuando me convertí en médico consultor para perros, famoso entre todos mis clientes aficionados a los canes. Reconozco que las opiniones acerca de mi habilidad como doctor de mis semejantes han sido muy variadas. Pero me atrevo a afirmar que mi reputación como médico de confianza para perros nunca ha sido discutida seriamente. No soy bastante presuntuoso para querer negar que tal vez dependa esto de la falta de celotipia profesional en el ejercicio de esa rama de mi profesión; en cambio, ha habido mucho de eso en las otras ramas, os lo aseguro.
Para llegar a ser un buen médico de perros es necesario estimarlos, pero también es preciso comprenderlos; sucede como con los hombres, con la diferencia de que más fácil es comprender a un perro que a un hombre, y es también más fácil quererlo. No olvidéis nunca que la mentalidad de un can es completamente distinta de la de otro. El agudo espíritu que centellea en los ágiles ojos de un
fox-terrier
, por ejemplo, refleja una actividad mental completamente distinta de la serena sabiduría que brilla en los tranquilos ojos de un San Bernardo o de un viejo mastín. La inteligencia de los perros es proverbial, pero hay grandes diferencias de grado, ya visibles en los cachorros apenas abren los ojos. Hay también canes tontos, aunque la proporción es mucho menor que en los hombres. En conjunto es fácil comprender al perro y aprender a leer sus pensamientos. El perro no puede fingir, no puede engañar, no puede mentir, porque no puede hablar. El perro es un santo. Es sincero y honrado por naturaleza. Si en casos excepcionales aparece en un perro cualquier estigma de pecado hereditario, achacable a sus antepasados silvestres, que habían de confiarse a la astucia en su lucha por la existencia, esos estigmas desaparecerán en cuanto la experiencia le haya enseñado que puede fiarse de los honrados y justos tratamientos que le demos. Si un perro bien tratado conservase tales estigmas (estos casos son sumamente raros), ese perro no es normal, padece una enfermedad moral y hay que darle una muerte sin dolor. Un perro admite gustoso la superioridad que tiene sobre él su amo, acepta como definitivas sus decisiones; pero, contrariamente a lo que creen muchos que gustan de los canes, no se considera esclavo, su misión es voluntaria y quiere que se respeten sus pequeños derechos. Mira al amo como a su rey, casi como a su dios; espera que su dios sea severo en caso necesario, pero también que sea justo. Sabe que su dios puede leer sus pensamientos y que no es bueno intentar ocultárselos. ¿Puede leer él los pensamientos de su dios? Lo puede, seguramente. La Sociedad de Investigaciones Psicológicas dirá lo que quiera, pero la telepatía entre hombre y hombre no está probada aún, mientras que la telepatía entre perro y hombre se ha demostrado muchísimas veces. El perro puede leer los pensamientos de su amo, puede comprender sus variaciones de humor, puede prever sus decisiones. Sabe por instinto cuándo no lo desea, permaneciendo quieto, perfectamente inmóvil durante horas enteras, cuando su rey está muy ocupado, como lo están a menudo los reyes o, al menos, debieran estarlo. Pero cuando su rey está triste sabe que ha llegado su momento: avanza lentamente y pone la cabeza en las rodillas de su amo. ¡No estés triste! ¡No importa que todos te abandonen, yo estoy aquí para reemplazar a todos tus amigos y para combatir contra todos tus enemigos! ¡Ven! Vamos a dar un paseo y olvidémoslo todo.
Es extraño y muy patético ver el comportamiento de un perro cuando está enfermo su amo. El perro, advertido por su infalible instinto, teme la enfermedad y la muerte. Un perro acostumbrado a dormir en la cama del amo, se resiste a hacerlo cuando éste se halla enfermo.
Aun en las raras excepciones de esta regla, deja a su amo al acercarse la muerte, se esconde en un rincón de la habitación y se lamenta. Me ha ocurrido, incluso, que el comportamiento de un perro me advirtiera de la proximidad de la muerte. ¿Qué sabe él de ésta? Por lo menos, tanto como nosotros y, probablemente, mucho más. Mientras escribo me acuerdo de una pobre mujer de Anacapri, una forastera, que moría lentamente de tuberculosis, tan lentamente que, una tras otra, las pocas comadres que iban a visitarla cansáronse y la abandonaron a su destino. Su único amigo era un perro mestizo que, por excepción de la regla mencionada, nunca dejó su puesto a los pies del lecho. Era, además, el único sitio para poder echarse, fuera del húmedo pavimento de tierra del miserable tabuco donde la pobre mujer vivía y moría. Un día, al pasar casualmente yo por allí, encontré a
Don Salvatore
, el mejor de los doce curas de nuestro pueblecito, y me preguntó si no creía que era hora de administrarle los últimos Sacramentos. La mujer tenía su aspecto de siempre, el pulso no había empeorado y hasta decía que se encontraba algo mejor aquellos últimos días;
la miglioria della morte
, dijo
Don Salvatore.
Varias veces me había maravillado de la pasmosa tenacidad con que se aferraba a la vida, y dije al sacerdote que pudiera muy bien durar una o dos semanas más. Por lo tanto, quedamos en esperar para darle la Extremaunción. Precisamente cuando salíamos del cuartucho, el perro saltó de la cama con un aullido desesperado y se tendió en un rincón del cuarto gruñendo lastimeramente. No veía yo ninguna variación en el aspecto de la mujer, mas observé con sorpresa que el pulso se le había vuelto casi imperceptible. Hizo un desesperado esfuerzo para hablar, pero al principio no conseguí comprender lo que quería decir. Me miró con los ojos muy abiertos y alzó varias veces sus descarnados brazos señalando al perro. Entonces comprendí, y creo que también ella me comprendió cuando me incliné para decirle que me cuidaría de su perro. Hizo una seña de satisfacción con la cabeza, cerráronse sus ojos y su rostro adquirió la paz de la muerte. Exhaló un profundo suspiro, asomaron unas gotas de sangre a sus labios y todo acabó. La causa de la súbita muerte de aquella mujer fue, evidentemente, una hemorragia interna. ¿Cómo pudo saberlo el perro antes que yo? Cuando vinieron por la noche a llevársela, el perro siguió a su ama al camposanto: era el único dolorido. Al día siguiente el viejo
Pacciale
, el sepulturero, que ya era entonces muy amigo mío, me dijo que el perro seguía sobre la tumba. Llovió a cántaros todo el día y la noche siguientes, y a la otra mañana el perro continuaba allí. Por la noche mandé a
Pacciale
con una traílla para que intentase, con mimos, llevarlo a San Michele, pero el animal gruñía ferozmente y se negó a moverse. Al tercer día fui yo mismo al cementerio y, aunque me conocía muy bien, me costó gran trabajo conseguir que me siguiera hasta casa. Había entonces ocho perros en San Michele y estaba yo intranquilo pensando en el recibimiento que tendría el recién llegado. Pero todo salió bien, gracias a
Billy
, el zambo, que, por un motivo inexplicable, tomó desde el primer momento gran simpatía por el forastero, el cual, una vez repuesto de su estupor, no tardó en ser un inseparable amigo suyo. Todos mis perros odiaban y temían al gran mono que reinaba como soberano en el jardín de San Michele, y pronto, hasta
Barbarossa
, el feroz perro marismeño, dejó de gruñir al nuevo can, el cual vivió allí felizmente dos años y ahora está sepultado bajo la hiedra, junto con mis demás perros.