Después vino la primavera y cayó en mi balcón el primer ramito de flores de castaño de los árboles floridos de la avenida. Era la señal. Me examiné y dejé el
Hôtel de l'Avenir
con mi diploma, tan difícilmente ganado, en el bolsillo: el médico más joven de Francia.
Dr. Munthe
DE 2 A 3
DÍA y noche sonaba la campanilla de la puerta y llegaban mensajeros con cartas urgentes y recados. El teléfono, arma mortal en manos de las mujeres desocupadas, no había comenzado aún su atormentadora campaña contra las horas del bien ganado descanso. La sala de consultas se llenaba rápidamente de enfermos de todos los aspectos y clases, en su mayoría nerviosos y, los más, del sexo débil. Muchos estaban enfermos, seriamente enfermos; yo escuchaba con gravedad lo que tenían que decir y los visitaba cuidadosamente, seguro de poder ayudarlos, tuvieran lo que tuviesen. Aquí no me siento inclinado a hablar de estos casos; tal vez algún día diga algo sobre ellos.
Muchos no estaban enfermos en modo alguno y quizá no lo hubieran estado nunca si no me hubiesen consultado. Muchos se imaginaban enfermos, y eran los que me contaban historias más largas; hablaban de la abuela, de la tía o de la suegra, o sacaban del bolsillo una hoja de papel y empezaban a leer una lista interminable de síntomas y trastornos —
le malade au petit papier
, solía decir Charcot—. Todo aquello era nuevo para mí, que no tenía ninguna experiencia fuera de los hospitales, donde no había tiempo que perder en tonterías, y cometía muchos desatinos. Más adelante, cuando empecé a conocer más la naturaleza humana, aprendí a tratar algo mejor a tales enfermos, pero nunca estábamos muy de acuerdo. Parecían muy trastornados cuando les decía que tenían buen aspecto y que su complexión era buena, pero reaccionaban rápidamente si añadía que la lengua parecía más bien sucia —lo cual era generalmente cierto—. En la mayoría de estos casos mi diagnóstico era que comían con exceso; demasiados pasteles y dulces de día, y cenas harto abundantes de noche. Probablemente, fue el diagnóstico más exacto que hice en aquellos días, pero ningún éxito tuve. Nadie quería saberlo. No agradaba. El diagnóstico que gustaba a todos era el de apendicitis. En aquella época estaban de moda las apendicitis entre la gente de la mejor sociedad que buscaba una dolencia. Todas las damas nerviosas la tenían en el cerebro, ya que no en el abdomen, y se encontraban muy bien con ella, y lo mismo sus médicos. Así, pues, opté gradualmente por las apendicitis y traté gran número de ellas con éxito diverso. Pero cuando empezó a correr la voz de que los cirujanos norteamericanos habían emprendido una campaña para cortar todos los apéndices de los Estados Unidos, mis casos empezaron a disminuir de un modo alarmante. Consternación:
—¡Cortar el apéndice, mi apéndice! —decían las señoras elegantes, agarrándose desesperadamente a su
processus vermicularis
, como una madre al propio hijo—. ¿Qué haría sin él?
—¡Cortar sus apéndices! ¡Mis apéndices! —decían los médicos consultando melancólicamente la lista de sus enfermos—. ¡En mi vida he oído semejante estupidez! Pero si no hay nada en sus apéndices; si lo sabré yo, que debo examinarlos dos veces por semana. Soy absolutamente contrario.
Muy pronto fue evidente que las apendicitis pasaban de moda y que era preciso descubrir una nueva enfermedad para satisfacer la demanda general. Entonces la Facultad se mostró a su altura y lanzóse al mercado un nuevo mal, se acuñó una nueva palabra, una verdadera moneda de oro; la ¡colitis! Era una enfermedad conveniente, libre del bisturí del cirujano, siempre a mano en caso necesario y adaptable a todos los gustos. Nadie sabía cuándo venía ni cuándo se iba. Mas yo sabía que muchos de mis previsores colegas la habían ensayado con gran éxito en sus enfermos; pero a mí, hasta entonces, me había sido contraria la fortuna
[3]
Uno de mis últimos casos de apendicitis creo que fue la Condesa X, que vino a consultarme recomendada por Charcot, según dijo ella. Charcot me mandaba de vez en cuando enfermos. Yo, como es natural, anhelaba hacer cuanto pudiera por ella, aunque no hubiese sido tan hermosa. Miró al joven oráculo con mal disimulada decepción en sus grandes ojos lánguidos, y dijo que quería hablar con
Monsieur le Docteur lui-même
, no con su ayudante —éste era el primer saludo que estaba yo acostumbrado a recibir de cada nuevo enfermo—. Al principio no sabía ella si tenía apendicitis, y le ocurría lo propio a
Monsieur le Doctor lui-même;
mas no tardó en estar segura de tenerla, ni yo en estarlo de que no la tenía. Cuando se lo dije, con imprudente brusquedad, se alteró mucho. El profesor Charcot le había dicho que yo descubriría seguramente lo que tuviera y la ayudaría; y en vez de eso… Rompió a llorar y yo lo lamenté mucho.
—¿Qué es lo que tengo? —sollozó, tendiendo las manos vacías hacia mí, con un ademán desesperado.
—Se lo diré si me promete estar tranquila.
Dejó de llorar de pronto y, enjugándose las últimas lágrimas de sus ojazos, dijo valerosamente:
—Puedo soportar cualquier cosa, ¡he sufrido tanto! No tema usted, no volveré a llorar. ¿Qué tengo?
—Colitis.
Sus grandes ojos tornáronse aún mayores, lo cual yo hubiera creído imposible.
—¡Colitis! Exactamente lo que siempre me había figurado. Estoy segura de que tiene usted razón. ¡Colitis! Dígame, ¿qué es la colitis?
Estaba muy atento a evitar aquella pregunta, porque ni yo mismo lo sabía, y nadie lo sabía en aquella época. Pero le dije que duraría mucho y que era difícil de curar; y en eso tenía yo razón. La Condesa me sonreía amablemente. ¡Y su marido que decía que sólo eran nervios! Dijo que no había tiempo que perder y quería comenzar la cura en seguida, y, así, decidimos que viniera a la
Avenue de Villiers
dos veces por semana. Volvió puntualmente al siguiente día, y yo, que empezaba a acostumbrarme a las imprevistas variaciones de mis enfermos, no pude menos de extrañarme de su alegre apariencia y de su rostro brillante, tanto que le pregunté cuántos años tenía.
Tenía exactamente veinticinco. Había venido sólo a preguntarme si la colitis era contagiosa.
—Sí, mucho.
No bien hubo salido la frase de mis labios, cuando descubrí que aquella joven señora era bastante más lista que yo.
¿No podría decir al Conde que era más prudente no dormir en el mismo cuarto?
Le aseguré que no sería prudente, porque, si bien no tenía el honor de conocer a
Monsieur le Comte
, estaba seguro de que no le contagiaría. Sólo era contagiosa la colitis para las personas impresionables e hipersensibles como ella.
¿De veras la juzgaba yo hipersensible?, objetaba mientras sus grandes ojos erraban inquietos por la habitación.
Sí, decididamente.
¿No podía curarla de aquello?
No.
Mi queridísima Ana: ¡Figúrate, querida! ¡Tengo colitis! Estoy contenta… contentísima de que me hayas recomendado a ese
suédois
—¿o ha sido Charcot?—. Sea quien fuere, yo le he dicho que ha sido Charcot, para tener la seguridad de que me dedique más tiempo y más atenciones. Tienes razón, es muy inteligente, aunque no lo parece. Ya estoy recomendándolo a todos mis amigos; tengo la certeza de que podrá hacer mucho por mi cuñada, que está siempre en cama desde la mala caída que tuvo en tu cotillón; estoy segura de que tiene colitis. Siento, querida, que no nos veamos mañana en la cena de
Joséphine;
ya le he escrito a ésta que tengo colitis y que no puedo ir de ningún modo. Me gustaría que pudiese aplazarla para pasado mañana.
Tu afectísima
JULIETTE.
P. D. He pensado que el
suédois
debería ver a tu suegra, que tan preocupada está con su sordera. Ya sé que la Marquesa no quiere ver más médicos —¿y quién lo quiere?—; pero, ¿no podríamos arreglarnos de modo que él la encontrase como por casualidad? No me sorprendería que la colitis fuera causa de todo.
P. D. No me desagradaría invitar al doctor a cenar un día, si pudieras tú convencer a la Marquesa para que viniese aquí a cenar, en
petit comité
, naturalmente. ¿Sabes que ha descubierto que tenía yo colitis con sólo mirarme a través de sus lentes? Además, quiero que mi marido le conozca; aunque los médicos le gustan lo mismo que a tu suegra, estoy segura de que éste le agradará.
Una semana después tuve el inesperado honor de ser invitado a cenar en el palacio de la Condesa,
Faubourg Saint-Germain
, y de sentarme al lado de la Marquesa viuda. La contemplaba yo respetuosamente con mi mirada de águila, mientras devoraba un enorme plato de
pâté de foie gras
en majestuoso retraimiento. No me decía siquiera una palabra, y mis tímidas tentativas para entablar conversación detuviéronse cuando descubrí que era sorda como una tapia. Después de cenar,
Monsieur le Comte
me acompañó al fumadero. Era un hombrecillo muy cortés, muy grueso, con una faz plácida, casi tímida: tenía lo menos doble edad que su esposa; un perfecto caballero en todo. Ofreciéndome un cigarrillo, me dijo muy efusivamente:
—Nunca me cansaré de darle las gracias por haber curado de la apendicitis a mi mujer; el solo nombre de esa enfermedad me es odioso. Confieso francamente que he tomado gran antipatía a los médicos. He visto muchos, y hasta ahora ninguno parecía poder hacer ningún bien a mi esposa; aunque debo confesar que ella no les ha dado nunca una buena oportunidad de hacerlo, antes de acudir a otro. Vale más que se lo advierta, pues estoy seguro de que sucederá lo mismo con usted.
—No estoy yo tan seguro.
—Más vale así. Ella tiene, indudablemente, gran confianza en usted, y eso ya es una ventaja.
—Lo es todo.
—En lo que a mí me atañe, confieso con franqueza no haber sentido por usted mucha simpatía, al principio; pero ahora, desde que nos hemos conocido, ansío enmendar mi primera impresión; y —añadió cortésmente— creo que estamos en el buen camino. A propósito, ¿qué es la colitis?
Salí del apuro al añadir él de buen humor:
—Sea lo que fuere, no será peor que la apendicitis y, créame, pronto sabré de esto tanto como usted.
No pretendía mucho. Me gustaron tanto sus modales francos y corteses que me atreví a dirigirle una pregunta.
—No —respondió, con una ligera turbación en la voz—. ¡Quiera Dios que los tengamos! Llevamos cinco años casados y, por ahora, no hay la menor señal. ¡Quiera Dios que los tengamos! Sepa usted que yo nací en esta vieja casa, y también mi padre, y el castillo de Turena nos pertenece desde hace tres siglos. Soy el último de mi familia y eso es muy triste. ¿No hay ningún remedio para esos malditos nervios? ¿No se le ocurre a usted nada?
—Estoy seguro de que este enervante aire de París no conviene a la Condesa: ¿por qué no se van ustedes, por variar, a su castillo de Turena?
Se le iluminó el rostro.
—¡Usted es mi hombre! —dijo, tendiéndome la mano—. No deseo otra cosa. Allí tengo mi caza y mis grandes tierras que vigilar; me encanta aquella vida, pero la Condesa se aburre mortalmente; verdad es que el lugar está algo aislado para ella, pues le gusta ver a sus amigas todos los días y acudir todas las noches a fiestas y teatros. No acierto a comprender cómo puede tener fuerzas para seguir así meses y meses, ella que dice estar siempre cansada. Yo me moriría en seguida. Ahora asegura que tiene que permanecer en París para cuidar su colitis; antes era por la apendicitis. Mas no quiero que la crea usted egoísta; al contrario, siempre piensa en mí, y hasta quisiera que me fuese solo a
Château Rameaux
, porque sabe lo feliz que soy allí. Pero ¿cómo voy a dejarla sola en París? ¡Es tan joven y tiene tan poca experiencia!
—¿Cuántos años tiene la condesa?
—Veintinueve nada más. Y parece aún más joven.
—Sí, parece casi una señorita.
Permaneció silencioso un momento.
—A propósito, ¿cuándo hará usted las vacaciones?
—Hace tres años que no las he hecho.
—Razón de más para que las haga este año. ¿Es usted buen cazador?
—No mato animales, si puedo evitarlo. ¿Por qué me lo pregunta?
—Porque tenemos excelente caza en
Château Rameaux
y estoy seguro de que una semana de completo reposo le haría a usted mucho bien. Así, al menos, lo cree mi mujer; dice que trabaja usted demasiado, y se le nota, además.
—Es usted muy amable,
Monsieur le Comte
, pero estoy bien. Nada tengo; únicamente, que no puedo dormir.
—¡Dormir! Quisiera poder darle un poco de mi sueño. Tengo todo el que necesito y aún más. Sepa usted que apenas pongo la cabeza en la almohada me duermo profundamente y nada puede despertarme. Mi mujer es madrugadora, pero ni una vez la he oído levantarse; y el ayuda de cámara, que me trae el café a las nueve, tiene que sacudirme. Le compadezco de veras. A propósito, ¿sabe usted algún remedio para no roncar?
El caso era claro.
Nos reunimos con las señoras en el salón. Me hicieron sentar al lado de la venerable Marquesa para la consulta no oficial, tan hábilmente preparada por la Condesa. Después de otra tentativa para comenzar una conversación con la anciana dama, le grité por la trompetilla acústica que no tenía colitis, pero que estaba seguro de que la tendría si no renunciaba a su
pâté de foie gras.
—Ya te lo he dicho —susurraba la Condesa—. Es inteligentísimo.
La Marquesa quiso conocer inmediatamente todos los síntomas de la colitis y me sonreía alegremente mientras le vertía gota a gota el sutil veneno en la trompetilla. Cuando me levanté para irme, yo había perdido la voz, pero tenía una nueva enferma.
Una semana después, una elegante berlina se detuvo en la
Avenue de Villiers
y un lacayo subió corriendo la escalera con una cartita escrita precipitadamente por la Condesa. Me suplicaba que fuera al instante a casa de la Marquesa, que se había puesto mala por la noche, con síntomas evidentes de colitis.
Había hecho mi entrada en la sociedad parisiense.
La colitis se esparcía como fuego devorador por todo París. Muy pronto mi sala de espera estuvo tan llena de gente, que tuve que destinar el comedor para una especie de sala de espera suplementaria. Siempre fue para mí un misterio el que toda aquella gente tuviera tiempo y paciencia para permanecer sentada tanto rato, esperando. A veces, horas enteras. La Condesa venía regularmente dos veces por semana; pero, de cuando en cuando, se encontraba abatida y tenía que venir otros días. Era evidente que la colitis le convenía mucho más que la apendicitis. Su rostro había perdido su lánguida palidez, y sus grandes ojos brillaban de juventud.