La Historia de San Michele (8 page)

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Authors: Axel Munthe

Tags: #Biografía

BOOK: La Historia de San Michele
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A un perro se le puede enseñar a hacerlo casi todo con amable estímulo, paciencia y una galleta cuando aprende la lección con buena voluntad. No perdáis nunca la calma ni apeléis a ninguna clase de violencia. El castigo corporal infligido a un perro inteligente es una indignidad que repercute en su amo. Es también un error psicológico. Dicho esto, dejadme añadir que a los cachorros malos, como a los niñitos antes de la edad de la razón, mas no después, les conviene de vez en cuando alguna zurra, cuando son demasiado recalcitrantes para aprender las reglas fundamentales de las buenas costumbres. Personalmente, nunca he enseñado a mis perros ningún ejercicio; pero reconozco que muchos, una vez aprendida la lección, se complacen en mostrar sus habilidades. Exhibirse en un circo es otra cosa: es una degradación para cualquier perro inteligente. No obstante, los perros amaestrados están bien cuidados generalmente, por la ganancia que proporcionan, y se hallan en condiciones infinitamente mejores que sus desgraciados compañeros silvestres en los parques zoológicos. Cuando un perro está enfermo se somete casi a todo, incluso a una operación dolorosa, si se le ha explicado con voz amable, pero resuelta, que ha de hacerse y por qué ha de hacerse. No obliguéis nunca a un perro enfermo a comer; a menudo lo hace sólo por complaceros, aunque su instinto le diga que se abstenga de toda comida, lo cual es con frecuencia su salvación. No os preocupéis por ello. Los perros, como los niños muy pequeños, pueden permanecer varios días en ayunas sin ningún inconveniente. Un perro puede resistir con mucho valor el dolor, pero, como es natural, le agrada que le digáis lo que padecéis por él. Tal vez sea confortador para quien guste de los perros el saber que, en conjunto, tienen una sensibilidad para el dolor mucho menos aguda de lo que suponemos. No molestéis nunca a un perro enfermo cuando no sea absolutamente necesario. A menudo vuestra intempestiva intervención distraerá a la naturaleza en su esfuerzo para ayudarle a curar. Todos los animales desean que los dejen solos cuando están enfermos, y también cuando van a morir. ¡Ay!, es tan breve la vida de un perro que nadie habrá dejado de estar de duelo por haber perdido uno de tales animales. Vuestro primer impulso y vuestras primeras palabras, después de enterrarlo bajo un árbol del parque, son que nunca más tendréis otro. Ningún otro perro podría reemplazarlo, ningún otro perro sería para vosotros lo que aquél había sido. Os equivocáis. No es a
un
perro a quien queréis, sino
al
perro. Todos son, poco más o menos, lo mismo; todos están dispuestos a amar y a ser amados. Todos son los representantes de la más amable y, en sentido moral, la más perfecta creación de Dios. Si amabais verdaderamente a vuestro amigo muerto, no podréis prescindir de tener otro. Por desgracia, también éste habrá de dejaros, porque los amados de los dioses mueren jóvenes. Acordaos, cuando le llegue la hora, de todo lo que voy a deciros. No lo mandéis a la cámara mortuoria, no pidáis a vuestro misericordioso veterinario que, por medio de un anestésico, le dé una muerte sin dolor. No será una muerte sin dolor, será una muerte penosa. Los canes resisten con frecuencia el efecto mortal de esos gases y drogas de un modo que desgarra el corazón. La dosis que mataría a un hombre adulto suele dejar vivo a un perro durante largos minutos de dolor mental y físico. Muchas veces he presenciado esas matanzas en las cámaras mortuorias y he matado personalmente muchos perros con anestésicos, y sé lo que digo. Jamás lo volveré a hacer. Pedid a cualquier hombre en el que tengáis confianza y que quiera a los perros (esto es imprescindible) que se lleve a vuestro perro viejo al jardín, le dé un hueso y, mientras lo está royendo, le dispare un tiro de revólver dentro de la oreja. Es una muerte sin dolor e instantánea: la vida se extingue como se apaga con un soplo una vela. Muchos de mis perros viejos han muerto así por mi mano. Todos están enterrados bajo los cipreses de Materita, y sobre sus tumbas hay una columna de mármol antiguo. Allí yace también un perro que fue durante doce años el amigo fiel de una benévola dama, la cual, aunque ha de ser madre de todo un país, de mi país, tiene bastante sitio en el corazón para traer un ramo de flores a su tumba cada vez que viene a Capri.

El destino ha querido que el más adorable de los animales sea portador de la más terrible de las dolencias: la hidrofobia. He presenciado en el Instituto Pasteur las primeras fases de la larga batalla entre la ciencia y el temido enemigo, y he asistido también a la victoria final, que ha salido carísima. Han sido necesarias verdaderas hecatombes de perros y también, a veces, alguna vida humana. Visitaba yo a los animales condenados, para darles el poco consuelo que podía, pero llegó a ser para mí tan penoso, que tuve que dejar el Instituto Pasteur durante algún tiempo. Mas nunca pensé que aquello no fuera justo, que no se tuviese que hacer cuanto allí se hacía. Estuve presente en muchas tentativas fracasadas. Vi morir a muchas personas antes del tratamiento por el nuevo método y después de él. Pasteur era violentamente atacado, no sólo por toda clase de ignorantes, aunque caritativos apasionados de los perros, sino también por muchos de sus mismos colegas; fue asimismo acusado de ocasionar con su suero la muerte de varios de sus enfermos. Él prosiguió su camino sin desanimarse por el fracaso; pero quienes le vieron en aquel tiempo sabían muy bien lo mucho que padecía por tener que torturar perros, a los que tanto quería. Era el mejor de los hombres. Una vez le oí decir que nunca tendría valor para matar a un pájaro. Nada omitía para disminuir en lo posible el padecimiento de los perros del laboratorio; hasta el guardián de las perreras de Villeneuve de l'Etang, un antiguo gendarme llamado Pernier, fue elegido para aquel cargo por el mismo Pasteur, pues sabía que quería mucho a los perros. Aquellas perreras contenían sesenta, inoculados con suero y llevados regularmente a las perreras del antiguo
Liceo Rollin
para mordeduras de prueba. En estas perreras había cuarenta canes hidrófobos. La cura de éstos, espumajeantes de rabia, era muy peligrosa, y con frecuencia me asombró el valor demostrado por todos los que intervenían en la operación. Pasteur no tenía temor alguno. Ansioso de obtener una muestra de saliva directamente del hocico de un perro rabioso, le vi una vez, con la pipeta de cristal apretada entre los labios, aspirar algunas gotas de la mortal espuma de la boca de un
bulldog
rabioso, sujeto, sobre la mesa por dos ayudantes con las manos protegidas por guantes de piel. La mayor parte de esos perros de laboratorio la constituían perros vagabundos, sin casa, recogidos por la Policía en las calles de París; pero muchos de ellos parecían haber conocido días mejores; allí padecían y morían en la oscuridad, soldados desconocidos de la batalla del cerebro humano contra la enfermedad y la muerte. Allí cerca, en La Bagatelle, en el elegante cementerio de perros fundado por Sir Richard Wallace, hay enterrados centenares de perros falderos y perritos de salón, con inscripciones que recuerdan su inútil y blanda vida grabadas por tiernas manos en las cruces de mármol de sus tumbas.

En aquel tiempo acaeció el terrible episodio de los seis campesinos rusos mordidos por una manada de lobos rabiosos y enviados al Instituto Pasteur, a expensas del Zar. Todos tenían terribles mordeduras en el rostro y en las manos, y ya desde un principio fueron casi nulas las probabilidades de curación. Además, sabíase ya que la hidrofobia de los lobos era mucho más peligrosa que la de los perros y que los mordidos en el rostro era casi seguro que murieran. Pasteur sabía todo eso mejor que nadie y, de no ser como era, se hubiese negado, probablemente, a encargarse de curarlos. Fueron puestos en una sala aislada en el
Hôtel-Dieu
, bajo el cuidado del profesor Tillaux, el más eminente y humano cirujano del París de aquel tiempo, y firme partidario y gran amigo de Pasteur. El mismo Pasteur iba todas las mañanas con Tillaux a ponerles las inyecciones, observándolos con ansiedad día tras día. Nadie podía entender una palabra de lo que decían. Una tarde (era el noveno día), estaba yo intentando verter una gota de leche en la desgarrada garganta de uno de los campesinos, un gigante que tenía casi arrancada toda la cara, cuando le brilló de pronto en los ojos algo salvaje y siniestro, los músculos de las mejillas se le contrajeron y abrieron espasmódicamente las mandíbulas con seco ruido, y salió de su babeante boca un grito espantoso, nunca oído por mí a ningún hombre ni a ningún animal. Realizó un violento esfuerzo para saltar de la cama y casi me derribó mientras intentaba retenerlo. Sus brazos, fuertes como las garras de un oso, me estrecharon en un abrazo ahogador y me retuvieron apretado como en un torno. Percibía el fétido aliento de su babosa boca próxima a la mía y la saliva envenenada que salpicaba mi rostro. Lo aferré por la garganta, cayó el vendaje de su horrenda herida, y cuando retiré las manos de sus rechinantes mandíbulas, las tenía tintas en sangre. Uri temblor convulsivo le estremeció, sus brazos aflojaron la presión y cayeron inertes a sus lados. Titubeando, me dirigí a la puerta en busca del más enérgico desinfectante que pudiera hallar. En el pasillo estaba sentada
Soeur Marthe
, tomando su café de la tarde. Me miró aterrorizada mientras le arrebataba e ingería su taza de café en el momento en que iba a desmayarme. Gracias a Dios, no tenía el menor rasguño en la cara ni en las manos.
Soeur Marthe
era muy buena amiga mía. Cumplió su palabra y, que yo sepa, no fue revelado el secreto. Tenía buenas razones para mantenerlo oculto; nos habían dado órdenes severas de no acercarnos a aquellos hombres si no era absolutamente necesario y, en tal caso, sólo con las manos protegidas por gruesos guantes. Se lo conté luego al mismo profesor, y él, con razón, se enfadó mucho; pero sentía una oculta debilidad por mí y no tardó en perdonarme, como lo había hecho otras veces por diversas faltas.


Sacré Suédois!
—murmuró—,
tu es aussi enragé que le moujik!
— Por la noche, el campesino, atado de pies y manos a los barrotes de hierro de la cama, fue trasladado a un pabellón aislado de los demás. Fui a verle a la mañana siguiente con
Soeur Marthe.
El cuarto estaba casi a oscuras. El vendaje le tapaba todo el rostro y no se le veían más que los ojos. Jamás olvidaré la expresión de aquellos ojos, que fueron para mí una obsesión durante años y años. Su respiración era corta e irregular, con intervalos periódicos, como la respiración
Cheyne-Stokes
, el tan conocido síntoma precursor de la muerte. Hablaba con rapidez vertiginosa y con voz ronca, interrumpida de vez en cuando por un grito salvaje de angustia o por un gemido fuerte que me daba escalofríos. Escuché un rato el chorro de palabras desconocidas, medio ahogadas en el flujo de saliva, y pronto me pareció distinguir una misma palabra repetida incesantemente con un acento casi desesperado.


Crestitsa! Crestitsa! Crestitsa!

Miré atentamente sus ojos, ojos buenos, humildes, suplicantes.

—Tiene conocimiento —susurré a
Soeur Marthe
—, algo quiere. ¡Me gustaría tanto saber lo que es! ¡Escuche usted!


Crestitsa! Crestitsa! Crestitsa!
—exclamaba sin cesar.

—¡Corra usted por un crucifijo! —dije a la Hermana.

Pusimos la imagen en el lecho. La lluvia de palabras cesó instantáneamente. Él permanecía en completo silencio, con la mirada fija en el crucifijo. Su respiración se volvía cada vez más débil. De pronto, los músculos de su gigantesco cuerpo se pusieron rígidos en la última violenta contracción, y el corazón dejó de funcionar.

Al día siguiente, otro de los campesinos manifestó inequívocas señales de hidrofobia, y poco después otro, y a los tres días todos estaban locos furiosos. Se podían oír sus gritos y sus aullidos en todo el
Hôtel-Dieu
y hasta en la plaza de
Notre-Dame
, según decían. Todo el hospital estaba emocionado. Nadie quería acercarse a la sala; hasta las valerosas monjas huían horrorizadas. Me parece estar viendo todavía el pálido rostro de Pasteur mientras pasaba en silencio de lecho en lecho mirando a los hombres condenados, con infinita compasión en los ojos. Cayó abatido en una silla, con la cabeza entre las manos. Acostumbrado a verle todos los días, no había reparado hasta entonces en que parecía muy enfermo y consumido, aunque en aquel momento comprendí, por una casi imperceptible vacilación en la palabra y por el ligero embarazo al estrechar la mano, que ya había recibido el primer aviso del destino que le esperaba dentro de poco. Tillaux, llamado mientras operaba, se precipitó en la sala con el delantal manchado de sangre. Se acercó a Pasteur y le puso la mano en el hombro. Ambos se contemplaron en silencio. Los cariñosos ojos azules del gran cirujano, que tanto horror y padecimiento habían visto, miraron en torno y el rostro se le volvió blanco como una sábana.

—No puedo sufrirlo —dijo con voz quebrada, y salió corriendo. Aquella misma noche tuvieron consulta los dos hombres. Pocos saben la decisión que tomaron, pero fue la única justa y honrosa para ambos. A la mañana siguiente todo era silencio en la sala. Durante la noche, a los hombres condenados se les había ayudado a morir sin dolor.

La impresión producida en París fue enorme. Todos los periódicos llenaron sus páginas de horrendas descripciones de la muerte de los campesinos rusos y no se habló de otra cosa en muchos días.

A avanzadas horas de una noche de la semana siguiente, un conocido pintor noruego de animales vino corriendo a la
Avenue de Villiers
, en un terrible estado de agitación. Le había mordido en la mano su amado perro, un
bulldog
enorme de aspecto muy feroz, pero hasta entonces muy cariñoso y gran amigo mío, cuyo retrato, pintado por su amo, había sido expuesto el año anterior en la Exposición de pintura. Fuimos inmediatamente en coche a su estudio de la
Avenue des Ternes.
El perro estaba encerrado con llave en el dormitorio y su amo quería que yo lo matase en seguida; dijo que él no tenía valor para hacerlo. El perro corría de aquí para allá, escondiéndose de vez en cuando bajo la cama con un gruñido feroz. La habitación estaba tan obscura que me guardé la llave en el bolsillo y decidí esperar la mañana siguiente. Desinfecté y vendé la herida del noruego y le di un narcótico para la noche. A la siguiente mañana miré con detención al perro y decidí aplazar su muerte para el otro día, porque no estaba muy seguro de que tuviese hidrofobia, a pesar de todas las apariencias. En las primeras fases de la rabia son muy comunes los errores de diagnóstico. Ni siquiera se puede uno fiar del clásico síntoma que ha dado el nombre a la terrible enfermedad.
Hidrofobia
significa horror al agua, y no siempre aborrece el agua el perro rabioso. He visto con frecuencia un can hidrófobo beber con avidez una jofaina de agua que yo le había puesto en su jaula. Ese síntoma sólo tiene valor cuando se trata de seres humanos atacados de hidrofobia. Gran número, si no la mayoría de los perros muertos sospechosos de hidrofobia, padecen otras enfermedades más o menos inofensivas. Pero aunque también esto puede demostrarse con la autopsia —y de doce médicos o veterinarios no hay uno que tenga competencia para hacerla—, en general es dificilísimo convencer a la persona que ha sido mordida. Subsiste el temor de la terrible enfermedad, y la obsesión del temor de la hidrofobia es tan peligrosa como la enfermedad misma. Lo mejor que se puede hacer es encerrar en sitio seguro al perro sospechoso y proveerle de comida y de agua. Si vive a los diez días, es seguro que no está rabioso y que todo va bien.

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