Aun era más grave en el
Quartier Montparnasse
, aunque por muchas razones parecía un trabajo casi más fácil para mí. Me avergüenza decir que me entendía mucho mejor con aquellos pobres italianos que con mis compatriotas, con quienes se hacía difícil tratar, porque eran malhumorados, nunca estaban contentos y siempre se mostraban exigentes y egoístas. En cambio, los italianos, que no habían traído de su país más que sus pocos bienes, la interminable paciencia, la alegría y los amables modales, siempre estaban satisfechos y agradecidos, y se ayudaban entre sí de un modo extraordinario. Cuando se declaró la difteria en la familia de
Salvatore, Arcangelo Fusco
, el barrendero, dejó inmediatamente su trabajo y convirtióse en fiel enfermero de todos. Las tres niñitas tuvieron la difteria; la mayor murió y, al día siguiente, la madre, agotada, cogió, a su vez, la terrible enfermedad. Sólo el niño del dolor,
Petruccio
, el idiota impotente, fue perdonado por la inescrutable voluntad de Dios Todopoderoso. Todo el
Impasse Rousselle
quedó contagiado; la difteria estaba en todas las casas y no había una sola familia que no tuviese varios niños pequeños. Los dos hospitales, de niños estaban atestados, pero aun cuando hubiera habido alguna cama vacía, casi no hubiese sido posible conseguir que admitieran en ella a aquellos pequeños extranjeros. Así, pues, tenían que ser atendidos por
Arcangelo Fusco
y por mí, y aquellos a quienes no teníamos tiempo de ver, y eran muchos, habían de vivir o morir como pudieran. Ningún médico que haya pasado por la prueba de combatir por sí solo una epidemia de difteria entre los miserables, sin ningún medio de desinfección para los otros ni para sí mismo, por muy endurecido que esté, podrá recordar semejante experiencia sin estremecerse. Yo tenía que permanecer sentado allí horas enteras, intubando y raspando gargantas infantiles, una tras otra; casi no había otra cosa que hacer en aquellos días. Y luego, cuando ya no se podían des-prender las membranas venenosas que obstruían los conductos del aire, cuando el niño se volvía lívido, ya a punto de ahogarse, presentábase con fulminante rapidez la urgente necesidad de la traqueotomía. ¿Debía yo operar inmediatamente, sin disponer siquiera de una mesa donde tender al niño, en una cama baja o en el regazo de la madre, a la luz de una miserable lámpara de aceite y sin más ayudante que un barrendero? ¿No podía esperar hasta mañana para buscar alguno que fuese más cirujano que yo? ¿Podía esperar? ¿Me atrevería a esperar? ¡Ay!, he esperado a mañana cuando era demasiado tarde, y he visto al niño morir ante mis ojos. He operado también rápidamente y, sin duda, salvado la vida del niño, pero asimismo he operado rápidamente y he visto al niño morir bajo mi bisturí. Mi caso era aún peor que el de otros muchos médicos en semejantes circunstancias, porque yo tenía un miedo mortal a la difteria, miedo que nunca he podido vencer. Pero
Arcangelo Fusco
no lo tenía. Conocía el peligro lo mismo que yo, porque había visto propagarse de uno a otro la terrible enfermedad; mas nunca pensó un solo instante en su salvación; sólo pensaba en la del prójimo. Cuando terminó todo, me cumplimentaron de todas partes, incluso de la
Assistance Publique
, pero nadie dijo jamás una palabra a
Arcangelo Fusco
, que había vendido sus vestidos dominicales para pagar a la funeraria que se llevó el cadáver de la niñita.
Sí, llegó el tiempo en que, por fin, todo concluyó, y volvió
Arcangelo Fusco
a hacer de barrendero, y yo, a mis enfermos mundanos. Mientras pasaba mis días en la Villette y en Montparnasse, los parisienses se afanaban en preparar los baúles para marcharse a sus
châteaux
o a sus lugares favoritos de baños a orillas del mar. Los bulevares eran abandonados a los forasteros en busca de diversiones, que habían acudido en tropel a París de todas las partes del mundo civilizado e incivilizado para gastar su dinero superfluo. Muchos estaban sentados en mi sala de espera leyendo con impaciencia los
Baedeker
, insistiendo siempre en pasar primero, y raramente pedían algo más que un reconstituyente a un hombre que lo necesitaba bastante más que ellos. Otros, sentados cómodamente en sus
chaises-longues
, con sus más elegantes vestidos de tarde,
dernière création Worth
, me mandaban llamar desde los hoteles de moda, a las horas más absurdas del día y de la noche, con la pretensión de que los pusiera «en forma» para el baile de máscaras que había de celebrarse en la
Opera
al día siguiente. No me llamaban dos veces, y no me sorprendía.
¡Qué pérdida de tiempo!, pensaba al ir a casa, arrastrando mis cansadas piernas por el ardiente asfalto de los bulevares, bajo los polvorientos castaños agonizantes, cuyas hojas, desfallecientes, suspiraban por un soplo de aire fresco.
—Yo sé lo que tenemos vosotros y yo —decía a los castaños—: necesitamos variar de aire, salir de la atmósfera de la gran ciudad. Pero ¿cómo vamos a salir de este infierno, vosotros con vuestras raíces dolientes aprisionadas bajo el asfalto y con el gran cerco de hierro a vuestros pies, y yo con todos esos ricos americanos en mi sala de espera y con otros muchos enfermos en sus lechos? Y si tuviese que marcharme, ¿quién cuidaría de los monos del
Jardín des Plantes?
¿Quién llevaría un poco de alegría al asmático oso polar, ahora que se acercaba su peor período? No comprenderá una sola palabra de cuantas le digan otras amables personas, puesto que sólo comprende el sueco. ¿Y qué sería del
Quartier Montparnasse?
¡Montparnasse! Estremecíame mientras la palabra volaba por mi cerebro: veía el rostro lívido de un niño a la vaga luz de una candileja, veía brotar la sangre del corte recién hecho por mí en su garganta, y oía el grito de terror del corazón de la madre. ¿Qué diría la Condesa? ¡La Condesa! Sí, yo debía de tener algo; ¿no sería hora de que curase mis nervios en vez de curar los ajenos, si semejantes cosas podían ser vistas y oídas en el
Boulevard Malesherbes?
¿Y qué diablo tenía yo que hacer con la Condesa? Estaba ella espléndidamente en su palacio de Turena, según la última carta de
Monsieur l'abbé,
y estaba yo espléndidamente en París, la más hermosa ciudad del mundo. Todo lo que necesitaba era un poco de sueño. Pero ¿qué diría el Conde si le escribiera esta noche diciéndole que aceptaba gustoso su invitación y que partía mañana? ¡Si al menos pudiera dormir esta noche! ¿Por qué no había de tomar uno de esos excelentes soporíferos que solía componer para mis enfermos, un fuerte narcótico que me durmiera durante veinticuatro horas y me hiciese olvidarlo todo, Montparnasse, el castillo de Turena, la Condesa y lo demás? Me tendí en la cama sin desnudarme siquiera, por lo muy cansado que estaba. Mas no tomé el narcótico;
les cuisiniers n'ont pas faim
, como dicen en París. Al entrar en mi sala de consulta, a la mañana siguiente, encontré una carta sobre la mesa. Era de
Monsieur l'abbé
, con una posdata del Conde. «Me ha dicho usted que el canto de la alondra es el que más le gusta. Aquí sigue cantando, pero no durará mucho; por lo cual debe usted venir pronto.»
* * *
¡La alondra! ¡Y yo que en dos años no había oído más pájaros que los gorriones de los jardines de las Tullerías!
Los caballos que me llevaron de la estación eran hermosos; el castillo, de la época de Richelieu, con su vasto parque de tilos seculares, era hermoso; los muebles estilo Luis XVI de mi suntuoso cuarto, eran hermosos; el San Bernardo que me siguió escaleras arriba, era hermoso… todo era hermoso; también la Condesa, con su sencillo vestido blanco y con una sola rosa
La France
en la cintura. Creí que sus ojos se habían vuelto aún mayores. El Conde era otro hombre, con las mejillas sonrosadas y los ojos vivaces. Su amable bienvenida me quitó, de pronto, toda timidez; yo seguía siendo un bárbaro de Última Thule; nunca había estado en ambientes tan suntuosos.
Monsieur l'abbé
me saludó como a un viejo amigo. El Conde decía que apenas había tiempo de dar un paseo por el jardín antes de tomar el té. ¿O quizá prefería dar una ojeada a las caballerizas? Me entregaron un cesto lleno de zanahorias para que diese una a cada uno de los doce magníficos caballos que, con sus bien cuidadas mantas, estaban alineados en los departamentos de roble pulido.
—Vale más que le dé usted otra zanahoria, para captarse pronto su amistad —dijo el Conde—. Mientras esté usted aquí, será suyo este caballo, y éste es su
groom
—añadió indicando a un muchacho inglés que se llevaba la mano a la gorra para saludarme.
Sí, la Condesa estaba maravillosamente bien, decía el Conde mientras regresábamos a través del jardín. Casi nunca hablaba de su colitis, iba todas las mañanas al pueblo a visitar a sus pobres y planeaba con el médico del lugar la transformación de una granja vieja en enfermería para niños. El día de su cumpleaños invitó a todos los niños pobres del pueblo al castillo a tomar café y pasteles; y, antes de que se fueran, regaló una muñeca a cada uno. ¿No fue una idea encantadora?
—Si le habla de sus muñecas, no olvide decirle algo amable.
—No, no me olvidaré,
je ne demande pas mieux.
Fue servido el té bajo un corpulento tilo, ante la casa.
—Aquí está un amigo tuyo, querida Ana —dijo la Condesa a la señora sentada a su lado, cuando nos acercábamos a la mesa—. Siento decirte que parece preferir la compañía de los caballos a la nuestra: hasta ahora no ha tenido tiempo de dirigirme una sola palabra, pero se ha pasado en la cuadra media hora charlando con los caballos.
—Y parece que a ellos les gustaba infinitamente la conversación —decía, riendo, el Conde—. Hasta mi viejo caballo de caza, que ya sabes el mal humor que gasta siempre con los extraños, ha puesto su hocico en el rostro del doctor y le ha olfateado de la manera más amigable.
La baronesa Ana dijo que tenía mucho gusto en verme y me dio excelentes noticias de su suegra, la marquesa Douairière.
—Hasta cree oír mejor, pero yo no estoy segura de ello, porque no puede oír los ronquidos de
Lulú,
y se pone furiosa cuando mi marido dice que él los oye desde el fumadero. El caso es que su querido
Lulú
ha sido una bendición para todos nosotros; antes no podía sufrir la soledad, ¡y era tan pesado tener que hablarle constantemente por la trompetilla!… Ahora se pasa horas enteras a solas con
Lulú
en su regazo. ¡Si la viera galopar por el jardín cada mañana, para que haga un poco de ejercicio
Lulú
, no daría usted crédito a sus ojos! ¡Ella, que nunca dejaba su butaca! Recuerdo cuando le dijo usted que debía caminar un poco cada día y lo enfadado que parecía al contestarle ella que no tenía fuerzas. Ha sido, realmente, un cambio maravilloso. Usted dirá, es claro, que todo se debe a las pobres medicinas que le ha recetado; pero yo digo que ha sido
Lulú;
y que ronque cuanto quiera.
—Mirad a
Leo
—dijo el Conde, variando de conversación—. Miradlo con la cabeza sobre las rodillas del Doctor, como si lo conociera desde que nació. ¡Hasta se ha olvidado de venir a pedirme su galleta!
—¿Qué tienes,
Leo?
—dijo la Condesa—. Cuidado, querido; no vaya a hipnotizarte el Doctor. Ha trabajado con Charcot en la Salpêtrière y puede obligar a las personas a hacer lo que él quiera sólo mirándolas. ¿Por qué no hace usted que
Leo
le hable en sueco?
—No. De ningún modo. Para mis oídos no hay lengua más simpática que su silencio. No soy hipnotizador, sino solamente muy amigo de los animales, y todos lo comprenden al momento y me quieren, a su vez.
—Supongo que está usted intentando magnetizar a esa ardilla que está en la rama, sobre su cabeza —dijo la Baronesa—. La ha mirado usted todo el tiempo, sin poner la menor atención en nosotros. ¿Por qué no la hace bajar del árbol y sentarse en sus rodillas, al lado de
Leo?
—Si me da usted una nuez y se marchan todos de aquí, creo que podré hacerla bajar a cogerla de mi mano.
—Es usted muy cortés,
Monsieur le Suédois
—dijo riendo la Condesa—. Ven, querida Ana, quiere que nos marchemos todos para quedarse a solas con su ardilla.
—No se burle usted; soy el último en desear que se marche; me complace mucho volver a verla.
—
Vous êtes très galant
,
Monsieur le Docteur;
es el primer cumplido que me hace y me gustan los cumplidos.
—Aquí no soy médico, sino su huésped.
—¿Y el médico no puede dirigir un cumplido?
—No, si el enfermo tiene su aspecto, y el doctor, nada de viejo; por mucho que lo deseara.
—Todo cuanto puedo decirle es que, si alguna vez lo ha deseado, ha resistido bien la tentación. Casi me intimidaba usted cada vez que le veía. La primera, se mostró tan rudo conmigo, que estuve a punto de marcharme. ¿No se acuerda? ¿Sabes lo que me dijo, querida Ana? Me miró severamente y, con su más atroz acento sueco, me dijo:
«Madame la Comtesse
, necesita usted más disciplina que medicamentos.» ¡Disciplina! ¿Es así como un doctor sueco habla a una señora joven la primera vez que va a consultarlo?
—No soy médico sueco; he adquirido el título en París.
—Pues yo he consultado doctores parisienses a docenas y ninguno se ha atrevido a hablarme de disciplina.
—Ésa es precisamente la razón de que haya tenido usted que consultar tantos.
—¿Sabes lo que dijo a mi suegra? —añadió la Baronesa—. Le dijo, con tono muy irritado, que si no le obedecía se iría y no volvería más, aunque tuviera colitis. Yo misma lo oí desde el salón, y cuando, corriendo, me reuní con la Marquesa creí que le iba a dar un ataque. Usted sabe que le recomiendo a todos mis amigos; pero no lo tome a mal: los suecos son demasiado rudos para nosotros los latinos. Más de uno de sus enfermos me ha dicho lo deplorables que son sus modales cuando los visita en la cama. No estamos acostumbrados a que nos manden como a los niños en la escuela.
—¿Por qué no procura usted ser un poco más amable? —dijo la Condesa, sonriendo, y divirtiéndose inmensamente.
—Lo procuraré.
—Cuéntenos alguna historia —decía la Baronesa mientras estábamos sentados en el salón, después de comer—. ¡Ustedes, los médicos, tropiezan con tanta gente rara y se encuentran en tan extrañas situaciones! Conocen más que cualquier otro la vida real, y estoy segura de que, si usted quiere, tiene mucho que contarnos.