Cuando, a la mañana siguiente, miré al perro a través de la puerta entornada, meneó el muñón del rabo y me miró con expresión muy cariñosa en los ojos sanguinolentos; pero cuando tendí la mano para acariciarlo, retiróse bajo la cama, gruñendo. No sabía qué pensar. Sin embargo, dije al amo que no le creía rabioso. Pero el amo no hacía caso y me suplicaba que diera en seguida muerte al perro. Me negué y dije que quería esperar un día más. El pintor se había pasado la noche paseándose por el estudio, y tenía sobre la mesa un libro de Medicina con todos los pasajes de los síntomas de hidrofobia, en el hombre y en el perro, subrayados con lápiz. Tiré el libro al fuego. Un vecino suyo, escultor ruso, que me había prometido quedarse con él todo el día, me contó por la noche que se había negado a comer y a beber, que se secaba continuamente la saliva de los labios y que no hablaba más que de hidrofobia. Insistí en que tomase una taza de café, me miró desesperadamente y dijo que no podía tragar. Al tenderle la taza me horrorizó el ver ponérsele rígidas las mandíbulas, con un calambre convulsivo; todo su cuerpo empezó a temblar y dejóse caer en una silla, profiriendo un terrible grito de angustia. Le di una fuerte inyección de morfina y le dije que estaba completamente seguro de que el perro se encontraba bien y que me gustaría entrar otra vez en el cuarto, aunque creo que no me hubiese atrevido. La morfina empezó a producir su efecto y le dejé medio dormido en la silla. Cuando volví, a hora muy avanzada de la noche, el escultor ruso me dijo que toda la casa estaba revuelta; que el propietario había mandado al portero para decir que se había de dar muerte al animal inmediatamente y que él acababa de disparar a través de la ventana. El perro se había arrastrado hasta la puerta, donde lo remató con otro proyectil. Allí estaba aún, en medio de un charco de sangre. El amo seguía en la silla, con la vista fija, y sin pronunciar palabra. No me gustaba la expresión de sus ojos; quité el revólver de encima de la mesa y lo guardé en el bolsillo: aún quedaba un proyectil. Encendí la vela y pedí al escultor que me ayudase a llevar a mi coche el perro muerto, pues quería trasladarlo al Instituto Pasteur para que le practicasen la autopsia. Había un gran charco de sangre junto a la puerta, pero el perro no estaba allí.
—Cierre usted la puerta —gritó tras de mí el escultor, mientras el perro se me echaba encima desde debajo de la cama, con un horrible gruñido y con la boca muy abierta, de la que manaba sangre. La palmatoria se me cayó de la mano. Disparé al azar en la obscuridad y el perro cayó muerto a mis pies. Lo metimos en el coche y me fui al Instituto Pasteur. El doctor Roux, que era el brazo derecho de Pasteur y que fue luego su sucesor, me dijo que el caso le parecía muy sospechoso y me prometió hacer la autopsia inmediatamente y comunicarme el resultado lo antes posible. Cuando llegué a la
Avenue des Ternes
, al día siguiente, encontré al ruso fuera de la puerta del estudio. Había pasado la noche con su amigo, que se había paseado constantemente por el cuarto con gran agitación, hasta que, por fin, había caído dormido en su silla hacía una hora. El ruso se había ido a su cuarto para lavarse y, al volver, un momento antes, encontró la puerta del estudio cerrada por dentro con llave.
—Escuche usted —dijo, como para disculparse por haber desobedecido mis órdenes de que no lo dejase solo ni un segundo—; está bien; aún duerme; ¿no lo oye roncar?
—¡Ayúdeme a forzar la puerta! —grité—. No ronca; es el estertor de…
Cedió la puerta y nos precipitamos en el estudio. El pintor estaba tendido en el lecho y respiraba fatigosamente, empuñando todavía un revólver. Se había disparado un tiro en un ojo. Lo bajamos a mi coche y lo conduje a escape al
Hôpital Beaujon
, donde el profesor Labbé le operó inmediatamente. El revólver que había empleado para suicidarse era de menor calibre que el que le había quitado yo. Le fue extraída la bala. Cuando me marché seguía sin conocimiento. En la misma noche, una carta del doctor Roux me comunicaba que el resultado de la autopsia era negativo: el perro no estaba hidrófobo. Corrí al
Hôpital Beaujon.
El noruego deliraba; «pronóstico gravísimo», dijo el famoso cirujano. Al tercer día apuntó una meningitis. No murió; dejó el hospital un mes después, ciego. La última noticia que tuve de él fue que había sido recluido en un manicomio, en Noruega.
No fue muy satisfactoria la parte que yo tomé en aquel deplorable asunto. Hice cuanto pude, pero no fue bastante. Si hubiera sucedido un par de años después, aquel hombre no se habría matado. Yo hubiera sabido dominar su miedo y habría sido más fuerte que él, como lo fui los años siguientes más de una vez, en que detuve la mano armada de revólver de quien se asustaba de la vida.
¿Cuándo se percatarán los que se oponen a la vivisección, de que al pedir la total prohibición de los experimentos con animales vivos, piden lo que es imposible conceder? La vacuna Pasteur contra la rabia ha reducido al mínimo la mortalidad por tan terrible dolencia, y el suero antidiftérico de Behring salva la vida a más de un centenar de miles de niños cada año. ¿No bastan sólo esos dos hechos para hacer comprender a esos bienintencionados amantes de los animales que los descubridores de nuevos mundos como Pasteur, de nuevos remedios contra enfermedades antes incurables, como Koch, Ehrlinch
y
Behring, han de quedar en libertad para proseguir sus investigaciones, sin restricciones molestas y sin que les estorbe la intervención de los profanos? Además, los que deben tener las manos libres son tan pocos, que se pueden contar con los dedos. Con los otros, sin duda, habría de insistirse en las más severas restricciones, y acaso también en una total prohibición. Y aún diré más: uno de los argumentos de más peso contra varios de tales experimentos sobre animales vivos es que tienen un valor práctico bastante reducido, a causa de la diferencia fundamental, desde el punto de vista patológico y fisiológico, entre el cuerpo del hombre y el de los animales. Mas, ¿por qué han de limitarse esos experimentos al cuerpo de los animales? ¿Por qué no podrían practicarse también en el cuerpo del hombre vivo? ¿Por qué a los delincuentes natos, a los malhechores crónicos, condenados a pasar el resto de su vida en la cárcel, inútiles y a menudo peligrosos para los demás
y
para sí mismos; por qué a esos inveterados infractores de nuestras leyes no se les ofrece una reducción de pena si consienten en someterse, anestesiados, a ciertos experimentos sobre su cuerpo vivo, en beneficio de la humanidad? Si el juez, antes de pronunciar la sentencia de muerte, tuviese el poder de ofrecer al asesino la alternativa entre la horca y una condena por cierto número de años, no faltarían, seguramente, candidatos. ¿Por qué el doctor Woronoff, sea cual fuere el valor práctico de su descubrimiento, no habría de poder abrir una oficina de reclutamiento en las cárceles para los que quisieran prestarse como substitutos de sus infelices monos? ¿Por qué todos esos caritativos protectores de animales no empiezan por concentrar sus esfuerzos para acabar con las exhibiciones de animales silvestres en los circos y en las casas de fieras? Mientras semejante escándalo sea tolerado por nuestras leyes, tenemos pocas probabilidades de que una futura generación nos considere civilizados. Si queréis comprender qué colección de bárbaros realmente somos, no tenéis más que entrar en la tienda de un circo ambulante. La cruel bestia feroz no está detrás de los barrotes de la jaula, sino ante ellos.
A propósito de monos y de casas de fieras, me atrevo a vanagloriarme, con la debida modestia, de haber sido, en los tiempos en que estaba fuerte, un buen médico de monos. Es ésta una especialidad sumamente difícil, obstaculizada por toda suerte de inesperadas complicaciones y engaños, y en la que son condiciones esenciales para el éxito una gran rapidez de juicio y un profundo conocimiento de la naturaleza humana. Es un verdadero disparate decir que, como en los niños, la mayor dificultad está en que el enfermo no puede hablar. Los monos pueden hablar muy bien, si quieren. La mayor dificultad reside en que son demasiado listos para nuestros lentos cerebros. Podéis engañar a un hombre enfermo; es más: el engaño forma parte necesaria de nuestra profesión, ya que la verdad suele ser con frecuencia demasiado triste para poder comunicarla. Podéis engañar a un perro, que cree ciegamente cuanto le digáis; pero no a un mono, porque ve a través de uno al instante. El mono os puede engañar cuando quiera y le gusta hacerlo, a veces por puro entretenimiento. Mi amigo
Jules
, el viejo zambo del
Jardin des Plantes
, se lleva las manos a la panza con lastimoso aire de abatimiento y me enseña la lengua (es mucho más fácil hacer sacar la lengua a un mono que a un niño); dice que ha perdido por completo el apetito y que ha comido mi manzana sólo por complacerme. Antes de que yo tenga tiempo de abrir la boca para decirle lo mucho que lo siento, me arrebata el último plátano, se lo come y me tira la piel desde lo alto de la jaula.
—Míreme, por favor, esta mancha encarnada que tengo en la espalda —dice
Edward
—. Al principio creí que sólo sería una picadura de pulga, pero ahora me quema. No puedo soportarlo. ¿No podría darme algo para calmar el dolor? No, no es ahí; sino más arriba; acérquese, sé que es usted algo corto de vista, déjeme enseñarle el punto preciso.
Y, en el mismo instante, salta al trapecio, riéndose maliciosamente de mí y mirándome con mis lentes, antes de hacerlos pedazos para dárselos como recuerdo a sus admirados compañeros. A los monos les gusta burlarse de nosotros. Pero a la menor sospecha de que queremos mofarnos de ellos se irritan profundamente. Nunca os riáis de una mona, no puede sufrirlo. Su sistema nervioso es extraordinariamente sensible. Un susto puede conducirla casi al histerismo. No son muy raras entre ellas las convulsiones; yo hasta he curado a una mona que padecía epilepsia. Un ruido imprevisto puede hacerlas palidecer. Se sonrojan muy fácilmente, no por pudor, pues bien sabe Dios que no lo tienen, sino por rabia. Sin embargo, para observar este fenómeno no se debe mirar únicamente el rostro de la mona, porque con frecuencia el rubor le asoma en otro inesperado sitio. Por qué su Creador, por razones que Él sabrá, eligió precisamente ese sitio para una encarnación tan rica y sensible, un conjunto tan pródigo de vivos colores, carmesí, celeste y anaranjado, es un misterio para nuestros ojos ignorantes. Muchos espectadores, sobrecogidos, no titubean siquiera en declararlo, a primera vista, muy feo; pero no debemos olvidar que las opiniones sobre lo bello y lo feo varían mucho en los diversos siglos y países. Los griegos, árbitros de belleza como nadie, pintaban de azul los cabellos de su Afrodita: ¿os gustan los cabellos azules? Entre los mismos monos esa encarnación es, evidentemente, una señal de belleza, irresistible para los ojos del bello sexo, y al feliz poseedor de semejante esplendor de colores «a posteriori» se le ve a menudo, con la cola levantada, volver la espalda a los espectadores para poder ser admirado. Las monas son madres excelentes, pero debéis procurar no tener nada que hacer con sus pequeños, porque, igual que las mujeres árabes o las napolitanas, creen que les hacéis mal de ojo. El sexo fuerte se inclina más bien al
flirt
, y constantemente ocurren terribles
drames passionnels
en la gran casa de monos del Jardín Zoológico, donde hasta el más pequeño tití se vuelve un furioso Otelo, pronto a batirse con el más enorme zambo. Las señoras observan el torneo con miradas de simpatía a sus varios campeones y riñen furiosamente entre sí. Los monos aprisionados, mientras tienen compañía viven, en general, una vida tolerable. Se entretienen en descubrir todo lo que sucede dentro y fuera de su jaula, tan llena de intrigas y de chismes que casi no tienen tiempo de ser infelices. La vida de un mono antropoide aprisionado, sea gorila, chimpancé u orangután, es, naturalmente, la de un mártir, pura y simplemente. Caen todos en profunda hipocondría, si tarda mucho tiempo en matarlos la tuberculosis. Como todos saben, la tisis es la causa de la muerte en la mayor parte de los monos encerrados, grandes y pequeños. Síntomas, evolución y fin de la enfermedad son precisamente como en nosotros. No es el aire frío, sino la falta de aire lo que da principio a la enfermedad. La mayoría de los monos soporta el frío de un modo sorprendente si dispone de medios para hacer ejercicio y de cómodas habitaciones para pasar la noche, con un conejo como compañero de cama para tener calor. Apenas empieza el otoño, la próvida Madre Naturaleza, que vela por los monos como por nosotros, trabaja para suministrar a sus temblorosos cuerpos abrigos de piel adaptados a los inviernos del Norte. Esto ocurre a casi todos los animales de los trópicos encerrados en climas nórdicos, los cuales vivirían mucho más si les fuera permitido vivir al aire libre. Casi todos los parques zoológicos parecen ignorar este hecho. Tal vez sea mejor. Vosotros decidiréis si es de desear que la vida de esos infelices animales se prolongue. Mi respuesta es negativa. La muerte es más misericordiosa que nosotros.
PARÍS es en verano un lugar agradabilísimo para los que pertenecen al
Paris qui s'amuse;
pero si se pertenece al
Paris qui travaille
, la cosa varía de aspecto. Especialmente, si tenéis que luchar con una epidemia de tifus en la Villette, entre centenares de obreros escandinavos, o una epidemia de difteria en el
Quartier Montparnasse
, entre vuestros amigos italianos y sus innumerables chiquillos. En realidad tampoco escasean los niños escandinavos en la Villette, y las pocas familias que no los tenían parecía que habían escogido aquel preciso momento para echarlos al mundo, con frecuencia sin comadrona ni más ayuda que la mía. La mayor parte de los niños, demasiado pequeños para enfermar de tifus, empezaban con escarlatina, y los otros, con la tos ferina. Naturalmente, no había dinero para pagar a un médico francés, y me tocaba a mí atenderlos como mejor podía. No era una broma; había más de treinta casos de tifus, sólo entre los trabajadores escandinavos de la Villette. Sin embargo, aún lograba ir a la iglesia sueca, en el
Boulevard Ornano
, todos los domingos, por complacer a mi amigo el pastor sueco, el cual me decía que eso serviría de buen ejemplo a los demás. La congregación se había reducido a la mitad de su número habitual; la otra mitad estaba en cama o asistía a alguno en cama. El pastor se hallaba en pie desde la mañana a la noche, asistiendo y ayudando a los pobres y a los enfermos; nunca he visto hombre mejor, y también él estaba en la miseria. La única recompensa que tuvo fue llevar el contagio a su propia casa. Los dos mayores de sus ocho hijos tuvieron el tifus; otros cinco, la escarlatina, y el más pequeño se tragó una moneda de dos francos y estuvo a punto de morir por oclusión intestinal. Además, el cónsul sueco, un hombrecillo de lo más tranquilo y pacífico, se volvió de repente loco furioso y poco faltó para que me matase; pero este incidente ya lo contare en otra ocasión.