La Historia de San Michele (12 page)

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Authors: Axel Munthe

Tags: #Biografía

BOOK: La Historia de San Michele
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—Su madre era una Condesa alemana, muy hermosa; de ella ha sacado él su belleza; pero tengo entendido que fue un matrimonio muy infeliz. Su padre era un gran bebedor y tenía fama de hombre irascible y extraño. Al fin se volvió casi loco, y hay quien afirma que se suicidó.

—Espero sinceramente que su hijo imite el ejemplo, y cuanto antes, mejor. No le falta mucho para estar loco.

—Tiene usted razón; cierto, el Vizconde es bastante extraño en muchas cosas. Por ejemplo, él que, como usted puede ver, es tan fuerte como un caballo, se preocupa constantemente de su salud y siempre tiene miedo de coger toda clase de enfermedades. La última vez que estuvo aquí, el hijo del jardinero cogió el tifus, y él se marchó inmediatamente. Siempre toma drogas; ya habrá usted visto que también ha tomado una medicina durante la cena.

—Sí, ha sido el único momento en que ha callado.

—Siempre está consultando nuevos médicos; es lástima que no sienta simpatía por usted; estoy seguro de que tendría un nuevo enfermo… ¿De qué diablo se ríe?

—De una cosa muy graciosa que se me ha ocurrido. Nada mejor que una buena carcajada para un hombre enojado. Usted ha visto en qué estado me encontraba al entrar en el cuarto. Se alegrará de ver que vuelvo a encontrarme bien y con el mejor humor. He cambiado de idea: ya no me voy esta noche. Bajemos a reunirnos con los demás en el
fumoir.
Le prometo portarme admirablemente.

El Vizconde, muy colorado, se hallaba de pie ante un gran espejo, retorciéndose nerviosamente el bigote a lo
général Galliffet.
El Conde estaba sentado junto a la ventana, leyendo su
Figaro.


¡Quel plaisir inattendu
verle aquí,
Monsieur le Suédois!
—dijo con una risita el Vizconde, acomodándose el monóculo, cual si quisiera ver mejor lo que podría yo resistir—. Espero que no le haya traído aquí ningún nuevo caso de colitis.

—Por ahora, no; pero ¡quién sabe!

—Tengo entendido que la colitis es su especialidad; ¡qué lástima que ningún otro parezca conocer esa interesantísima dolencia! Indudablemente, la guarda usted toda para sí. ¿Me haría el favor de decir qué es la colitis? ¿Es contagiosa?

—No, en el sentido corriente de la palabra.

—¿Es peligrosa?

—No, si se diagnostica a tiempo y es bien tratada.

—Por usted, supongo.

—Yo no soy médico aquí; el Conde ha sido lo bastante amable para invitarme como huésped.

—¿De veras? ¿Pero qué será de todos sus enfermos en París, mientras esté usted ausente?

—Supongo que se curarán.

—Estoy seguro —aulló el Vizconde.

Tuve que ir a sentarme al lado del abate y coger un periódico para dominarme. El Vizconde miró nerviosamente el reloj que había sobre la chimenea.

—Voy arriba por
Juliette
para dar una vuelta por el parque; es lástima encerrarse en una noche de luna tan hermosa.

—Mi mujer se ha ido a acostar —dijo secamente el Conde, desde su silla—. No se encontraba muy bien.

—¿Y por qué diablo no me lo has dicho? —repuso, enfadado, el Vizconde, sirviéndose otro vaso de
brandy
con soda.

El abate leía el
Journal des Débats
, pero noté que sus viejos y astutos ojos no dejaban de mirarnos.

—¿Noticias,
Monsieur l'abbé?

—Estaba leyendo precisamente el concurso de la
Société du Tir de France
, de pasado mañana; el Presidente ha ofrecido una medalla de oro al vencedor.

—Apuesto mil francos a que será mía —gritó el Vizconde golpeándose con un puño el ancho pecho—, si no le ocurre un desastre al expreso de París de mañana por la noche o —añadió, dirigiéndome una mueca maliciosa— si no cojo la colitis.

—Deja ya el
brandy, Maurice
—dijo desde su rincón el Conde—; has bebido más del que te conviene;
tu es saoul comme un Polonais!

—Anímese, doctor Colitis —dijo con una risita el Vizconde—; no esté tan abatido. Tómese un
brandy
con soda. Tal vez tenga aún una oportunidad. Siento no poder complacerle; pero, ¿por qué no prueba usted con el Abate, que se queja constantemente del hígado y de la digestión? ¿No hará usted ese favor al doctor Colitis,
Monsieur l'abbé?
¿No ve que se muere de ganas de verle la lengua?

El Abate siguió leyendo en silencio su
Journal des Débats.

—No lo hará. ¿Quizá tú, Roberto? Parecías bastante raro durante la cena. ¿Por qué no enseñas la lengua
au Suédois?
Estoy seguro de que tienes la colitis. ¿No complacerás al doctor? ¿No? Doctor Colitis, no tiene usted suerte. Pero, para ponerle de mejor humor, le enseñaré la mía; mírela bien.

Y me sacó la lengua, con una mueca diabólica. Parecía una de las gárgolas de
Notre Dame.

—Tiene usted la lengua muy sucia —dije gravemente, después de un instante de silencio—. ¡Muy sucia!

Se volvió inmediatamente para examinarse la lengua en el espejo… la lengua fea y saburrosa del fumador empedernido. Le cogí la mano y le tomé el pulso, lanzado a una velocidad febril por una botella de champaña y tres
brandies
con soda.

—Tiene usted muy agitado el pulso —le dije.

Le puse la mano en la frente huidiza.

—¿Dolor de cabeza?

—No.

—Lo tendrá seguramente mañana, al despertarse.

El Abate dejó caer su
Journal des Débats.

—Desabróchese los pantalones —dije severamente.

Obedecía de una manera automática, dócil como un corderillo.

Le di un golpe rápido en el diafragma, que inició un hipo.

—¡Oh! —exclamé. Mirándole con fijeza en los ojos, le dije lentamente—: Gracias, basta.

El Conde dejó caer su
Figaro.

El Abate alzó los brazos al cielo, con la boca abierta.

El Vizconde estaba mudo ante mí.

—Abróchese los pantalones —le ordené—, y tómese un
brandy
con soda. Lo necesita.

Se abrochó los pantalones mecánicamente e ingirió el
brandy
con soda que yo le serví.

—¡A su salud,
Monsieur le Vicomte!
—dije, llevando mi vaso a los labios—.
A votre santé!

Se enjugó el sudor de la frente y volvió a mirarse la lengua en el espejo. Hizo un desesperado esfuerzo para reír, pero no lo consiguió.

—¿Quiere decir que…? ¿Quiere decir…?

—No quiero decir nada, no he dicho nada; no soy su médico.

—Pero ¿qué debo hacer? —balbució.

—Debe usted acostarse lo antes posible; si no, tendrán que llevárselo.

Fui a la chimenea y toqué la campanilla.

—Conduzca a
Monsieur le Vicomte
a su cuarto —dije al criado— y diga a su ayuda de cámara que lo meta en seguida en la cama.

Apoyándose pesadamente en el brazo del doméstico, encaminóse el vizconde, vacilando, hacia la puerta.

A la mañana siguiente fui a dar un precioso paseo a caballo, solo solito, y la alondra seguía cantando, alta en el azul, su himno matutino al sol.

—He vengado el asesinato de tus hermanas —dije a la alondra—; más tarde les llegará el turno a las golondrinas.

Mientras estaba sentado en mi cuarto, almorzando con
Leo
, oí un golpe en la puerta y entró un hombrecillo de tímida apariencia que me saludó muy amablemente; era el médico del pueblo y me dijo que venía a saludar a su colega parisiense. Me halagó mucho y le supliqué que se sentase a fumar un cigarrillo. Me contó algunos casos interesantes que había tenido recientemente, tras lo cual empezó a languidecer la conversación y él se levantó para marcharse.

—A propósito, me llamaron anoche para el
Vicomte Maurice,
y ahora también le he visitado.

Dije que sentía que el Vizconde estuviera indispuesto, pero esperaba que no fuese nada grave; había tenido el gusto de verle la noche antes cenando en plena salud y de magnífico humor.

—No sé —repuso el otro—. El caso es algo oscuro; creo que será más prudente dejar para más adelante una opinión definitiva.

—Es usted un hombre inteligente, querido colega. Lo tendrá usted en cama, es claro.

—Por supuesto. Y es lástima. El Vizconde tenía que marchar hoy a París; pero, de eso, ni hablar.

—Naturalmente. ¿Tiene lucidez mental?

—Sí, más bien…

—¡Todo lo que puede esperarse de él, supongo!

—A decir verdad, al principio me pareció un simple embarazo gástrico, pero se ha despertado con un violento dolor de cabeza, y ahora le ha empezado un hipo persistente. Parece muy abatido: está convencido de que tiene colitis. Confieso que nunca he cuidado un caso de colitis; quería darle una dosis de aceite de ricino, porque tiene la lengua muy sucia, pero si la colitis se parece a la apendicitis, supongo que será mejor guardarse del aceite de ricino. ¿No le parece? Se toma constantemente el pulso, cuando no se está mirando la lengua. Lo extraño es que tiene mucho apetito; se enfureció cuando no le permití tomar el desayuno.

—Tiene usted razón, vale más que sea severo y prudente: sólo agua durante las próximas cuarenta y ocho horas.

—Ya.

—No me toca a mí aconsejarle; es evidente que conoce usted su profesión; pero no estoy de acuerdo con sus dudas respecto a suministrarle aceite de ricino. Yo le daría una buena dosis; vale más no hacer las cosas a medias; tres cucharadas le harían mucho bien.

—¿Tres cucharadas, ha dicho usted?

—Sí, lo menos, y sobre todo, nada de comer; sólo agua.

—Claro, claro.

Me fue muy simpático el doctor del pueblo y quedamos muy amigos.

Por la tarde, la Condesa me llevó a visitar a la Marquesa. Un precioso paseo en coche por umbrosos caminos llenos de trinos de pájaros y zumbidos de insectos. La Condesa se había cansado de embromarme, pero estaba de muy buen humor y no parecía nada preocupada por la repentina indisposición de su primo. Dijo que la Marquesa continuaba admirablemente, pero que hacía una semana se había trastornado muchísimo por la imprevista desaparición de
Lulú.
Toda la casa se había puesto en movimiento durante la noche para buscarlo. La Marquesa no había pegado el ojo y estaba aún postrada en el lecho, cuando reapareció
Lulú
por la tarde con una oreja partida en dos y un ojo medio fuera de la órbita. Su ama telegrafió inmediatamente al veterinario de Tours, y
Lulú
ya estaba bien.
Lulú
y yo fuimos presentados formalmente por la Marquesa. ¿Había visto un perro tan bonito? No, nunca.

—¿Cómo nunca? —gruñó
Lulú
desaprobándome—. Tú, que pretendes querer tanto a los perros, ¿dices ahora que no me reconoces? ¿No te acuerdas de cuando me sacaste de aquella terrible tienda de perros en…?

Anhelando cambiar de conversación, invité a
Lulú
a olerme la mano. Se detuvo de pronto y empezó a olfatear dedo por dedo.

—Sí, naturalmente, reconozco tu olor particular. Lo recuerdo muy bien de la última vez que te olí en la tienda de perros. En efecto, tu olor me gusta mucho… ¡Ah! —olfateó ardientemente—. ¡Por San Roque, santo patrón de todos los perros, huelo un hueso, un hueso grande! ¿Dónde está? ¿Por qué no me lo diste? Estos necios nunca me dan un hueso. Se imaginan que hace daño a los perros pequeños. ¿Serán tontos? ¿A quién has dado el hueso? —Se me puso de un salto en las rodillas, husmeando furiosamente. —¡Dios santo! ¡Otro perro! ¡Y sólo la cabeza de un perro! ¡Un gran perro! Un perro enorme, con la saliva colgándole por las comisuras de la boca. ¿Será un San Bernardo? Yo soy un perrito y padezco un poco de asma, pero tengo el corazón en su sitio; no soy miedoso y vale más que le digas a tu gran elefante que se ande con ojo y no se acerque a mi ama, porque me lo como vivo—. Olfateo desdeñosamente—. ¡Galletas de Spratt! ¿Ésa es la cena que tuviste anoche, brutazo vulgar? ¡Sólo el olor de esas repugnantes galletas duras que me obligaban a comer en la tienda de perros, me pone malo! ¡No quiero galletas de Spratt, gracias! Prefiero las de Albert y nueces de jengibre, o un gran trozo de aquella tarta de almendras que está sobre la mesa. ¡Galletas de Spratt! —De nuevo saltó al regazo de su ama con toda la prisa que le permitían sus cortas y gruesas patas.

—Vuelva usted antes de regresar a París —decía la amable Marquesa.

—Sí, vuelve —gruñó
Lulú
—. No eres un tipo demasiado antipático, a pesar de todo. Oye —me advirtió cuando me levantaba para marcharme—, mañana hará luna llena, me siento muy inquieto y no me disgustaría hacer una escapatoria. —Me guiñó astutamente. —¿Sabes, por casualidad, si hay por la vecindad alguna señora perrita de pelo sedoso y rizado? No se lo cuentes a mi ama, no comprende estas cosas… Oye, no importa el tamaño; en último caso, cualquiera irá bien.

Sí,
Lulú
tenía razón, hacía luna llena. A mí no me gusta la luna. La misteriosa errante ha quitado demasiado sueño a mis ojos y susurrado demasiados sueños a mis oídos. El sol no tiene misterios; el radiante dios del día, que ha traído la vida y la luz a nuestro mundo obscuro, continúa mirándonos con su luciente ojo, mientras todos los demás dioses, los sentados a orillas del Nilo, los del Olimpo y los del Valhala, han desaparecido en las tinieblas. Pero nadie sabe nada de la luna, la pálida vagabunda nocturna rodeada de estrellas, que nos mira fijamente de lejos con sus insomnes, fríos, refulgentes ojos, y su burlona sonrisa.

Al Conde no le importaba la luna, mientras se le permitiera sentarse en paz en su
fumoir
, con el cigarro de sobremesa y su
Figaro.
La Condesa amaba la luna, su misterioso crepúsculo, sus sueños obsesivos. Le gustaba tenderse, silenciosa, en la barca y contemplar las estrellas mientras yo remaba lentamente a través del lago luminoso. Le gustaba vagar bajo los añosos tilos del parque, ora inundados de luz plateada, ora sombreados en tan profunda obscuridad que debía coger mi brazo para encontrar el camino. Le gustaba sentarse en un banco solitario y fijar sus grandes ojos en la noche silenciosa. De vez en cuando hablaba, mas no a menudo, y su silencio me era tan grato como sus palabras.

—¿Por qué no le gusta la luna?

—No sé. Creo que le tengo miedo.

—¿Por qué la teme?

—No sé. Es tan brillante que puedo verle a usted los ojos, semejantes a dos estrellas luminosas, y, sin embargo, es tan oscura que temo perder mi camino. Soy un extraño en este país de ensueño.

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