Un joven alto estaba arreglándole el pelo a una clienta, la única del establecimiento.
—Hola —los saludó el joven en tono indolente.
Stefanie le dio un leve codazo a Trojan, que siguió la dirección de sus ojos.
En un rincón de la tienda, colgando de un pedestal, había una jaula con dos pájaros.
Trojan contuvo el aliento y, por un momento, creyó ver dos frailecillos. Pero no, tenían las plumas amarillas.
«Eso son canarios», pensó.
—¿Quién es el encargado? —preguntó.
El rubio describió un amplio gesto con las tijeras en la mano y gritó:
—¡Johann, sal un momento!
Al cabo de un momento Johann salió de la trastienda. Era un tipo delgaducho, casi escuálido, y llevaba una camiseta estrecha que dejaba a la vista el
piercing
del ombligo.
El tipo esbozó una afectada sonrisa y preguntó:
—¿Qué puedo hacer por ustedes?
—Trojan, policía criminal. ¿Su nombre?
El peluquero arqueó las cejas.
A continuación Trojan le mostró la placa.
—Johann Sander —dijo el peluquero, que echó un vistazo a la identificación—. Vaya, qué sorpresa.
—Se trata de una clienta suya, señor Sander —dijo Stefanie—. O, mejor dicho, dos clientas. Debemos comprobar algo.
—Vaya —dijo el peluquero, y puso los brazos en jarras.
—Una de las clientas se llama Coralie Schendel —dijo Stefanie.
Trojan estudió la reacción del peluquero. Su expresión se mantuvo impasible.
—Así, a bote pronto, el nombre no me dice nada.
—¿Podría comprobarlo en el ordenador? —le pidió Trojan.
Johann Sander miró a su colega y fue tras el mostrador.
—¿De qué se trata, si se puede saber?
Trojan y Stefanie no respondieron.
El peluquero tecleó algo.
—Ah, sí, Coralie Schendel, correcto, le corté el pelo hace unos días.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó Trojan.
—El viernes treinta de abril, a las cuatro de la tarde.
—¿Y qué me dice de Melanie Halldörfer?
—¿Melanie qué?
—Halldörfer.
Trojan lo observaba atentamente.
Sander volvió a teclear. Su colega estaba vuelto hacia ellos y los miraba sin disimulo. La clienta tampoco se perdía detalle a través del espejo.
—Ah, sí, me acuerdo perfectamente de Melanie. Un pelo muy bonito, largo y fuerte.
Trojan y Stefanie se dirigieron una breve mirada.
—¿Cuándo estuvo aquí por última vez? —preguntó Stefanie.
Sander frunció la nariz.
—Me están taladrando a preguntas, ¿eh? —dijo. Entonces señaló el monitor—. Ajá, ahí la tenemos. —Parpadeó y se acercó más a la pantalla—. Canceló su última cita a última hora. Vaya. Y aún no ha concertado una nueva.
—Melanie Halldörfer está muerta —dijo Trojan—. Y Coralie Schendel también. Ambas han sido asesinadas.
Sander le clavó la mirada. Su colega bajó las tijeras. A la clienta que había sentada en la butaca se le abrió la boca.
—Dios mío, qué horror —murmuró Sander.
—¿Dónde estaba usted durante las noches del cuatro y del catorce de mayo? —preguntó Trojan.
Sander se puso colorado. Uno de los canarios desplegó las alas.
—No estará insinuando que tuve algo que ver.
—Responda, ¿dónde estaba durante las noches del cuatro y del catorce de mayo?
Sander ladeó la cabeza y entonces se volvió hacia su colega.
—Mike, ¿tú te acuerdas de qué hicimos el cuatro de mayo?
Mike negó con la cabeza.
—¿Y el catorce?
El otro peluquero le pidió disculpas a la clienta y se acercó a ellos.
—Dígame, señor comisario, no pensará de verdad que mi amigo se dedica a atacar a sus clientas.
—No me importa si es su amigo o no, responda a mis preguntas.
Mike y Sander se miraron.
De repente Mike chasqueó los dedos.
—¡Ah, el catorce te operaron de hemorroides!
Sander abrió los brazos.
—¡Exacto!
—Hemorroides, ya veo —dijo Trojan—. ¿Y dónde lo operaron?
—En la Charité. Tienen a los mejores especialistas en este ámbito.
Mike miró a Sander e hizo chasquear las tijeras.
Trojan se volvió hacia él.
—¿Y usted cómo se llama?
—Mike Kluge.
—Señor Kluge, ¿estaba presente mientras operaban a su colega?
—No, oiga, yo fui a visitarlo, pero nada más.
—¿Y qué hizo esa noche?
—Soy incapaz de acordarme.
Trojan miró a Stefanie y finalmente dijo:
—Debo pedirles que me acompañen a la comisaría. A los dos.
—¡Ni hablar! —exclamó Sander.
—Es que verá, tenemos clientes… —añadió Mike Kluge.
Pero Trojan no cedió.
—Tienen media hora para cerrar el establecimiento.
Michaela Reiter abrió los ojos. No sabía dónde estaba.
Dirigió una mirada de irritación hacia el rostro sonriente que tenía junto a ella.
—Pero ¿qué…? ¿Dónde…? —balbució.
Entonces alguien le acarició la cabeza. Michaela se incorporó.
—Despacio, despacio —dijo una voz.
Entonces, finalmente, recuperó la orientación.
Gesine Bender le cogió la mano.
—Has dormido mucho, casi todo el día.
—¿Qué hora es?
Gesine echó un vistazo a su reloj de pulsera.
—Las siete y media.
—¿De la mañana?
Gesine sonrió.
—De la noche.
Michaela respiró hondo y abrazó a su amiga. Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—No pasa nada, no pasa nada.
—Justo delante de mi puerta.
¿Cuántas veces habría pronunciado en las últimas veinticuatro horas las palabras «justo delante de mi puerta»?
—Ven, prepararé algo de cena.
Michaela asintió. Se levantó, fue al baño y se duchó a conciencia, mientras Gesine trasteaba en la cocina.
Cuando se sentaron a la mesa del comedor para cenar, no pudo evitar volver a decirlo:
—¡Justo delante de mi puerta! Y lo peor es que el comisario dijo que iba a por mí.
—Yo no lo creo, Ela, en serio que no.
—Y, entonces, ¿por qué lo dijo?
Gesine se encogió de hombros y partió la verdura de su plato con el tenedor.
—Los de la policía deben intentar cubrir todos los flancos —dijo—. Pero míralo por el lado positivo —añadió, intentando sonreír—, así por lo menos tenemos tiempo de estar juntas.
—Tienes razón.
Michaela esbozó una débil sonrisa y dejó los cubiertos encima de la mesa.
—¿No tienes hambre?
Michaela hizo una mueca.
—No estoy muy bien del estómago —dijo.
—Eso son los nervios.
Michaela asintió en silencio.
Gesine le sirvió algo de vino y brindó con ella.
—Todo irá bien.
Michaela bebió.
—Sí —dijo—. Y gracias.
—¿Por qué?
—Por apoyarme.
Gesine Bender le acarició el brazo.
—Ay, Ela, eres mi mejor…
Pero no dijo nada más, pues en aquel momento llamaron a la puerta.
Michaela Reiter frunció las cejas.
—¿Esperas visita?
Gesine negó con la cabeza.
Entonces se levantó y fue a abrir. Michaela oyó un murmullo apagado en el pasillo. Al cabo de un momento apareció su amiga con un paquete en las manos.
—Era un mensajero.
—¿A estas horas?
Gesine se encogió de hombros, dejó el paquete encima de la mesa y volvió a sentarse.
—¿Te he hablado ya de Marc? —le preguntó alegremente.
—¿Marc? —preguntó Michaela—. No.
—Marc es nuevo en la empresa. Trabaja en el departamento de informática y, ¿sabes?, tiene algo que me… —Gesine tomó un trago de vino y sonrió—. En fin, que me pone nerviosa, ¿sabes a qué me refiero?
Michaela asintió con la cabeza y echó un vistazo al paquete.
No llevaba remite.
—¿Me estás escuchando?
Michaela Reiter se sobresaltó.
—Ay, Ela, estás muy tensa. No te lo tomes tan a pecho, ¿vale?
—¿No vas a abrir el paquete?
—El… ¿cómo? —Gesine le dirigió una mirada de irritación—. Ah, el paquete. —Lo cogió y empezó a abrir la tapa—. ¿Por dónde iba?
—Hablabas de Marc —respondió Michaela, que no perdía de vista el paquete.
Sentía una extraña inquietud.
—Eso, Marc. Es bastante alto, mide casi metro noventa, y tiene el pelo negro y una forma de moverse que…
Entonces se calló.
—¿Qué pasa?
Gesine se puso pálida. Había abierto el paquete, pero Michaela no lograba ver lo que había dentro.
Su amiga soltó un grito y dejó caer el paquete al suelo.
La cara de Mike Kluge se había convertido en una mueca lastimera y cubierta de lágrimas.
—Me tiene que creer, por favor.
Stefanie Dachs se inclinó y le dijo algo en voz baja.
Kluge se sorbió.
Entonces levantó los brazos con gesto teatral, se agarró la cabeza y se tiró del pelo.
—¡Aquella noche estaba con Sergio, lo juro!
Trojan se apartó del espejo. El ambiente en la sala contigua se podía cortar con un cuchillo. Landsberg abrió un nuevo paquete de cigarrillos.
—Mierda —murmuró Trojan.
Fue de un extremo a otro del cuarto y finalmente se detuvo junto a su jefe.
—¿Cuánto tiempo podemos retenerlo aquí? ¿Tú qué crees?
Landsberg encendió el cigarrillo y le dio una calada.
—Teniendo en cuenta las pruebas disponibles, no sabría decirte, aunque me temo que al juez de instrucción le parecerán un poco escasas.
—Vale —respondió Trojan, que se masajeó las sienes—, volvamos a repasarlo todo. ¿Qué tenemos?
Landsberg dio una profunda calada.
—Yo diría que el amigo, el tal Sander, está limpio.
—Hemos comprobado lo de la Charité.
—Sí, pasó la noche del catorce al quince de mayo ingresado.
—El cuatro de mayo estuvo en el gimnasio hasta las once. También lo hemos comprobado.
Landsberg asintió.
—En aquel momento Mike estaba en su casa y tan sólo logra acordarse vagamente de una serie de la tele.
Trojan volvió a caminar de aquí para allá.
—Y durante la noche del catorce de mayo, mientras su amigo estaba ingresado en la Charité, asegura que se encontró con el tal Sergio, su amante en el ínterin.
—Pero, desgraciadamente para él, aún no hemos podido localizar al tal Sergio.
—Sí, sin Sergio no hay coartada.
—Así pues, lo retendremos un tiempo más —dijo Landsberg, decidido.
Trojan se detuvo e hizo un esfuerzo por respirar sosegadamente.
—Hilmar —dijo en voz baja—, ¿tienes en cuenta también a Michaela Reiter?
Landsberg no respondió.
—Por desgracia, no es clienta de Pelos Fuera, eso también lo hemos comprobado. Y damos por sentado que el asesino iba a por ella.
—¿Y qué si es así? —murmuró Landsberg.
—¡Que no encaja en el patrón!
—Es rubia y eso encaja en el patrón, ¿qué más quieres?
Miraron a través del espejo. Kluge se mordía el labio inferior y Stefanie Dachs seguía consolándolo.
—¿Tienen algún aprendiz en la peluquería? —preguntó Landsberg tras una pausa.
—Ya he pensado en ello —respondió Trojan.
—¿Y qué?
Trojan lo miró y torció la boca.
—Hay uno, pero durante las dos noches de los hechos estaba haciendo un cursillo en la escuela profesional.
—¿Lo has comprobado?
—Personalmente.
—¿Y no hay más empleados en el establecimiento?
—Negativo.
Kluge seguía tirándose del pelo.
Landsberg se acercó al cristal.
—Vamos a dejarlo ahí —murmuró—. Que se desespere un rato más.
Michaela Reiter miró a su amiga.
Entonces se inclinó por encima de la mesa y miró hacia el suelo.
El paquete había caído de lado y su contenido yacía encima de la moqueta.
Era un pajarillo.
Estaba muerto, desplumado. No le quedaba ninguna pluma.
Estaba destripado.
Las tripas asomaban por el agujero.
Había sangre por todas partes.
Michaela soltó un grito.
Las dos amigas se miraron.
—Pero, pero… ¿qué es esto? —tartamudeó Michaela.
—No lo sé, no tengo ni idea.
—Es un…
En aquel momento se oyó un ruido en la entrada del piso.
Se quedaron heladas, aguzaron el oído.
Sonó como si se acabara de abrir la puerta.
—¿No habías cerrado? —susurró Michaela.
Gesine se levantó.
—Sí, estoy segura de que…
Salió al pasillo.
Michaela se dio cuenta de que el sudor le caía por la espalda.
El corazón le latía muy deprisa.
Se le erizó el vello de la nuca.
Oyó cómo su amiga, en el pasillo, soltaba un suspiro ahogado.
Durante un momento perdió la cabeza, pero logró controlarse.
Se levantó para ir a echar un vistazo.
Entonces Gesine Bender volvió a entrar en la sala, tambaleándose.
Tenía el rostro descompuesto por una mueca, la boca abierta en un grito silencioso.
Tenía la mejilla cubierta de sangre.
Allí donde debería haber tenido el ojo derecho había sólo una masa oscura, sanguinolenta.
Michaela ahogó un grito.
—¡Gesine! ¡Dios mío! ¿Qué ha pasado?
Pero Gesine no contestó.
Tan sólo se tambaleó. También su ojo izquierdo parecía querer salirse de la cuenca.
Entonces una figura apareció en la puerta del comedor.
Se acercó lentamente.
Su rostro no era humano.
Michaela Reiter abrió la boca.
Quería gritar, sólo gritar.
Landsberg aplastó el paquete de cigarrillos vacío y lo arrojó encima de su mesa de escritorio. Llevaba varias horas estudiando una vez más los informes, las fotos y los protocolos de interrogatorio de los casos Schendel, Halldörfer y Fitzler, y ahora, para colmo, se le terminaban los cigarrillos.
Se reclinó en la silla y se masajeó la nuca.
Al final, la noche anterior no le había quedado más remedio que soltar al tal Mike Kluge cuando, por fin, habían logrado dar con el tal Sergio Parelli.
El italiano había confirmado la coartada de Kluge.
Landsberg soltó un suspiro.
¿Debía interrumpir el trabajo e ir a por cigarrillos o marcharse a casa?
Pero tan sólo de pensar en su casa le entraban escalofríos. No sabía en qué estado iba a encontrar a su mujer: nerviosa, histérica o totalmente desatada.