Tres segundos.
Trojan se llevó la mano a la pistolera.
El agente dobló un dedo.
Dos segundos.
Trojan oía el latido de su corazón.
El tercer dedo desapareció y Trojan desenfundó el arma.
¡Al ataque!
La puerta se abrió y los agentes con metralleta asaltaron el piso.
Oyó sus pasos, los oyó golpear las puertas de las habitaciones.
Levantó la pistola y los siguió.
Landsberg le pisaba los talones.
Los punteros láser de las metralletas barrían las paredes y el suelo.
Trojan hizo acopio de valor.
Entonces vio al jefe de operaciones ante él.
Trojan intentó leer su expresión detrás de la visera del casco. Experimentó un horrible
déjà vu
.
Se oyó a sí mismo preguntar si habían llegado demasiado tarde.
El hombre del chaleco antibalas levantó la visera.
—Nada —murmuró.
—¿No hemos encontrado al objetivo? —preguntó Trojan, con voz hosca.
El otro negó con la cabeza.
—¿Y la mujer?
—Aquí no hay nadie.
La tensión entre los hombres del grupo de operaciones especiales se diluyó rápidamente. Los primeros habían empezado ya a abandonar la vivienda.
Trojan se acercó a Landsberg.
Éste estaba blanco como la cera.
—Registradlo todo —ordenó Landsberg.
Era un piso de dos habitaciones. Todo parecía sumamente ordenado. El suelo estaba cubierto por una alfombra gruesa, los muebles eran oscuros. Las estanterías de libros llegaban hasta el techo. Trojan echó un vistazo al escritorio: un montón de papeles en blanco, una pluma en un plumier, ni rastro del ordenador.
Hojeó los papeles, abrió los cajones.
Fue hasta la habitación contigua. La cama era estrecha y estaba cubierta por una colcha blanca.
Las cortinas estaban echadas.
Fue al baño y echó un vistazo vacilante en la bañera, pero tampoco allí había nada sospechoso.
Abrió todos los armarios de la cocina.
Sintió un pinchazo en las sienes.
Se sentó en una silla y se dio cuenta de que estaba sudando con profusión.
Gerber se le acercó.
—Nils, vamos a pillar a este tío.
«¿Y Jana qué?», pensó él.
Tenía que encontrarla.
¿Y si ya estaba muerta?
La cabeza le daba vueltas.
Stefanie Dachs entró en el piso. Deberían haberse dividido para seguir registrando las oficinas de Redzkow.
—¿Qué tal? —preguntó Stefanie.
—Demasiado tarde —murmuró Trojan.
Landsberg se acercó a él, como si quisiera consolarlo.
—He emitido una orden de búsqueda y captura a gran escala —dijo—. Lo tenemos todo, su nombre, su foto, la matrícula de su coche, todo.
—¿Y la huella que encontrasteis?
—Corresponde a una bota de senderismo.
—¿Qué tipo de bota?
—Un modelo corriente.
—¿Y qué dice el banco de datos? ¿Había aparecido antes en algún otro lugar?
—No, no tenemos nada.
Trojan se frotó la cara.
Landsberg aplastó el paquete de tabaco.
Trojan se enderezó y oyó una leve vibración.
Echó un vistazo a la cocina, a su alrededor.
«Concéntrate —pensó—. Tienes que encontrar una pista, lo que sea».
Volvió al despacho y revolvió todos los cajones. Encontró varias tarjetas postales artísticas: en todas aparecían unas extrañas siluetas de pájaros.
En otra había representada una figura, medio hombre, medio pájaro. Llevaba un abrigo imponente que parecía hecho de plumas. En el fondo podía reconocerse a una mujer, cuyo pelo recordaba una gran ala extendida. En el extremo izquierdo de la imagen había un segundo pájaro con una lanza. En la esquina inferior derecha aparecía una figura diabólica, mitad hombre, mitad mujer, con cuatro pechos y el pelo largo.
Trojan le dio la vuelta a la postal.
«Max Ernst.
El vestido de la novia
», leyó.
El resto de las postales carecían de leyenda.
Cerró los ojos un momento.
Regresó a la cocina y volvió a oír aquella vibración.
Abrió la nevera. Leche, mantequilla, queso, salchichas, una botella de zumo, lo normal.
Se dio la vuelta.
En un rincón había un estante con comida. Del estante colgaba una cortinilla.
Se acercó y la apartó.
Tras la cortinilla apareció un congelador. Trojan cogió el asa y abrió la puerta.
Se quedó sin aliento.
Entonces se oyó a sí mismo gritar.
Dio un traspié.
Landsberg lo cogió del brazo.
Gerber gritó algo.
A Kolpert le dio una arcada y Stefanie ahogó un gemido.
Y entonces empezaron a hablar todos a la vez.
Durante un instante Trojan no comprendió nada, todo giraba a su alrededor.
Se agarró con fuerza a la silla.
Pasó un rato hasta que fue capaz de volver a mirar dentro de la puerta abierta del congelador.
De fijarse en lo que éste contenía.
Era la cabeza de una mujer.
No tenía pelo.
Sus ojos eran dos agujeros vacíos.
Tenía la boca desencajada.
«¿Es ella? ¿Es ella?», resonaba una voz en su cerebro.
Oyó cómo Landsberg llamaba a Semmler por teléfono.
De alguna parte llegó el crepitar de una radio.
El último de los agentes del grupo de operaciones especiales se marchó del piso.
—Ven, acompáñame —dijo él—. Quiero enseñarte algo.
Ella gimió.
—No seas así, vamos.
La cogió por debajo de los brazos y la sacó de la cama.
Se le doblaron las piernas, pero él la sujetó.
Él abrió una puerta y la llevó hasta la habitación contigua, mucho mayor aún que la primera.
Allí los techos también eran altos y unas pesadas cortinas cubrían las ventanas.
Varias lámparas de pie iluminaban las paredes.
Cuando vio las fotografías que colgaban de las paredes se le cortó el aliento.
Eran fotos de mujeres masacradas. Eran rubias, se trataba de una serie. De una foto a la siguiente, cada vez les faltaba más pelo, hasta que en la última estaban completamente calvas.
Había también una foto de Franka.
Jana soltó un sollozo.
Él la acompañó hasta una butaca.
—Siéntate.
Ella se dejó caer.
Su mirada se posó sobre un maniquí. En la cabeza, el maniquí llevaba una máscara de pájaro con un cuchillo.
Al otro lado de la sala había un segundo maniquí. Llevaba un abrigo. El abrigo estaba cubierto de pelo rubio, manchado de sangre.
Jana soltó un grito.
Necesitó hacer acopio de todas sus fuerzas para gritar.
Se levantó de la butaca.
Pero él se le echó encima.
La obligó a sentarse de nuevo y Jana percibió de nuevo el efecto del calmante que le había inyectado.
—Por favor, Gerd, deja que me vaya. No contaré nada. Pero deja que me vaya, por favor.
Él sonrió.
—Pero, Jana, si apenas hemos empezado.
Se acercó al maniquí con el abrigo.
—¿Te gusta mi vestido? ¿No te parece bonito? Pero aún no está terminado —explicó y descolgó el abrigo—. Mira, aún falta un trozo. —Calló un instante—. Lo entiendes, ¿verdad? El pelo de una persona es como el plumaje de un pájaro.
Ella lo miró.
—¿No has notado nunca algo extraño en mí, Jana?
Pero Jana no podía responder. A su alrededor era todo como de plomo.
Deseó que aquella pesadilla terminara de una vez. Pero no estaba soñando, sabía que no estaba dormida.
De repente él se tiró del pelo y Jana se dio cuenta de que era una peluca. Debajo de la peluca era calvo. Entonces se arrancó también las cejas y las pestañas.
—Nada de todo esto es auténtico —dijo y soltó una extraña carcajada—. No tengo ni pelos en el culo. Se me cayeron todos cuando tenía catorce años.
Se acercó a ella.
Jana se acordó de que una vez se había fijado en sus manos y algo le había parecido raro; cayó en la cuenta de que Brotter llevaba siempre manga larga.
—Nunca te has fijado en mí, Jana. ¿Tú sabes lo humillante que es eso?
Jana tragó saliva.
—Pero el ser humano tiene una gran capacidad de transformación, ¿no es cierto?
Cogió el abrigo, lo acarició, se abrazó a él.
Entonces se lo puso.
Jana se dio cuenta de que en la capucha aún faltaba pelo.
«Mi pelo», pensó.
—¿Qué tal me queda, Jana? —le preguntó él, y se acercó un poco más.
Jana quiso volver a gritar.
Abrió la cartera de piel y sacó el pelo de dentro. Apenas con el primer contacto experimentó ya la excitación. Se restregó el pelo por la cara y el cuello. A continuación se abrió los pantalones y se lo colocó entre las piernas.
Respiró pesadamente. Quería hacerlo, pero logró centrarse.
«Aún no —pensó—, me tengo que aguantar».
Cogió el abrigo.
Se sentó y empezó a prender el pelo en la chaqueta. Era mucho trabajo, tenía que coser pelo por pelo con el gancho. No lograría terminar antes de la noche, pero le daba igual, el resto del pelo podía pegarlo.
Miró a Jana.
Estaba tendida en la butaca, inmóvil.
Él sonrió.
Qué agradable era el contacto con el pelo.
El pelo era como las plumas y con las plumas se hacían vestidos.
Recordó la noche en el orfanato, cuando encontró el frailecillo en la terraza. Tenía las alas rotas, había chocado contra la ventana, pero aún estaba vivo. Se lo había llevado a su habitación y lo había estado contemplando un rato, en actitud recogida. Finalmente, cerró el puño y lo aplastó.
Notó la sangre caliente sobre la piel. Luego lo desplumó.
Se recordaba a sí mismo, desnudo encima de la cama, cubierto de plumas. Era como volver a tener pelo.
Cada vez que se cubría con unas plumas sanguinolentas de pájaro experimentaba de nuevo aquella excitación.
El nombre de aquella enfermedad que provocaba la caída total del vello corporal era «alopecia universalis».
El médico había dicho que podía tener causas psicológicas.
La psique, su continente negro.
Cada vez que una chica se mofaba de él por ser completamente calvo, cada vez que alguien le preguntaba en tono burlón si por lo menos tenía pelo en los huevos, se imaginaba cubierto de pájaros, rememoraba la sensación que le producían sus plumas sobre la piel desnuda.
Le bastaba con aplastar un pajarillo y desplumarlo para que le viniera una erección.
Se corría en sus entrañas.
Al hacerlo pensaba en su madre.
Al principio aún iba a visitarla.
Ella tenía otra familia, dos niños y una bonita casa pareada.
Allí no había lugar para él.
Al final había dejado de ir, no quería verla más.
Ya sólo le quedaba el recuerdo de sus días más felices: ella se acercaba a su cama, estaban solos los dos.
Entonces se inclinaba sobre él y le daba un beso de buenas noches.
Su pelo le acariciaba la cara y el cuello.
Su pelo le acariciaba el vientre.
Su hermoso pelo rubio.
Pero entonces…
El gancho se le quedó enganchado en el abrigo y tuvo que arrancarlo de un tirón.
Soltó un taco.
Pensó en aquel tío.
Aquel tío, que decía ser su padre, abusaba de su madre delante de él y le pegaba, una y otra vez.
«Fíjate bien, chaval, fíjate bien en lo que le voy a hacer».
Ella gritaba.
Y mientras contemplaba cómo su padre la maltrataba, no deseaba más que volver a estar a solas con ella, oculto bajo su pelo, todo su cuerpo envuelto en aquella hermosa melena rubia.
Pero entonces su madre había conocido a aquel otro hombre y a él le había quedado tan sólo el orfanato. Ella se libró de las drogas y el alcohol, se casó, y ya no hubo lugar para él.
Pero él tenía los pájaros, sus frailecillos. Vivían en el jardín del orfanato. Él preparaba ramas enviscadas y las disponía por todo el jardín. Y cómo se alegraba cada vez que podía cazar a uno de aquellos animalillos y llevárselo a su cuarto; hasta que un día la directora lo descubrió y lo amenazó con la expulsión.
Pero por aquel entonces hacía ya tiempo que había dejado de cazar pájaros.
Había dado ya un paso más allá.
Se acordó de Henrietta, la zorra de la fiesta; se acordó de cómo había aplastado el pájaro ante sus ojos y le había colocado las plumas debajo de la nariz.
Y la excitación que había experimentado, sus primeras fantasías: arrancarle los ojos a Henrietta. Debía vaciarle las cuencas, que percibiera el dolor sin poder ver nada. Si lo miraba no sería capaz de hacer lo que tenía planeado hacer con ella: apuñalarla, abalanzarse sobre ella y arrancarle el pelo. Y luego cubrirse con él, cubrirse por completo.
Pero primero se había atrevido tan sólo con una prostituta.
Por desgracia todo había ido demasiado rápido. Nadie había echado de menos a aquella putita de la calle.
La había apuñalado en el parque, le había arrancado la cabeza y se la había llevado con el pelo.
Más tarde había contemplado la cabeza una y otra vez. Aquella cabeza horrible del congelador.
Todo había ido demasiado rápido.
Debía refinar su método sin falta.
Sólo debía llevarse el pelo. Y antes soltar los pájaros. El primer día un pájaro vivo, al siguiente uno destripado, tan desnudo como él.
Iba a despanzurrarlos vivos. Que las zorras gimieran de miedo, que contemplaran aquella herida abierta.
«¡Fijaos, unas tripas sanguinolentas! ¡Una cosita desnuda e indefensa! Pronto estaré con vosotras. Pronto os tocará a vosotras. Hoy vendrá el hombre pájaro».
Pero todo requería su tiempo.
Debía saber esperar al momento preciso, aprender a controlarse.
Ponerse la peluca e ir a la universidad.
Pegarse las cejas y las pestañas postizas y estudiar para los exámenes finales.
Esforzarse y escribir la tesina.
Participar como si nada en las primeras entrevistas profesionales.
Sacarse el doctorado y hacerse autónomo.
Ponerse la peluca, pegarse las cejas y las pestañas postizas, e ir cada día a la consulta a escuchar los problemas de los demás.
Se rió.
Aún lo sorprendía la forma en que los otros confiaban en él y se lo contaban todo, hasta sus secretos más íntimos.