Es cierto que en los primeros siglos los cristianos no se cuestionaban instituciones tan profundamente enraizadas como la esclavitud, y «solo» reclamaban un tratamiento fraternal de los esclavos, que entonces también podían convertirse en sacerdotes, diáconos o incluso, como en el caso del liberto Calixto, en obispo de Roma. Al principio la iglesia tenía sus reservas sobre el servicio militar: los conversos no necesitaban abandonar el ejército, pero sobre todo los clérigos debían abstenerse del servicio de las armas, así como de otras ocupaciones que causaran perjuicios (como gladiador o actor).
Pero solo los ignorantes o los maliciosos pueden alegar que el cristianismo no ha cambiado el mundo para mejor. La decidida afirmación de los cristianos en su fe por un Dios único, al mismo tiempo que mostraban una lealtad absoluta al estado, finalmente superó el absolutismo del poder político y la divinización de los gobernantes. Enfrentándose al colapso moral de las grandes ciudades en el período más tardío del imperio, la iglesia inculcó infatigablemente los mandamientos elementales del Dios de Israel. Así, el cristianismo demostró ser un poder moral que conformó profundamente a la sociedad en un largo proceso de transformación.
Estudios más recientes (véanse los trabajos de Peter Brown) han mostrado cómo se forjó un nuevo ideal ético en la iglesia primitiva: no solo la acción de acuerdo con la ley, las costumbres y la moral de clase, sino el ensalzamiento de un corazón puro, sencillo e íntegro, dirigido hacia Cristo y a sus semejantes, hombres y mujeres. Con el paganismo, formaba parte de la moral de las clases dominantes derrochar enormes sumas de dinero en festivales para «su» ciudad, su gloria y la de ellos, para «pan y circo» (
panem et circenses
). Pero ahora, con el cristianismo, iba a ser la moral cotidiana de aquellos que se consideraban mejores que los demás el ayudar a los pobres y los que sufren con una solidaridad continuada y habitual. Y no faltaban gentes así en la Antigüedad.
Lo que resultaba sorprendente y atractivo a muchos foráneos era la cohesión social de los cristianos tal y como se expresaba, sobre todo, en el culto: «hermanos» y «hermanas», sin distinciones de clase, raza o educación, podían tomar parte en la eucaristía. Se ofrecían generosas ofrendas voluntarias, normalmente durante el culto, que administradas y distribuidas por el obispo, proporcionaban bienestar a los pobres, los enfermos, los huérfanos y las viudas, los viajeros, los que cumplían penas en prisión, los necesitados y los ancianos. A este respecto la vida correcta
(ortho-praxy)
era más importante en la vida cotidiana de las comunidades que la enseñanza correcta
(ortho-doxy)
. En cualquier caso, esta fue una razón de peso para el insólito éxito del cristianismo.
Lo que Henry Chadwick ha llamado la «paradoja del cristianismo» se demuestra en esta revolución amable que acabó por imponerse en el imperio romano. Un movimiento religioso revolucionario «desde abajo», desprovisto de ideología política consciente, llegó a conquistar a la sociedad a todos los niveles y siguió mostrándose indiferente al equilibrio de poder de su mundo.
Sin embargo, el mundo debía cambiar, aunque solo lo hizo después de las persecuciones por todo el imperio, que en la segunda mitad del siglo III, en tiempos de los emperadores Decio y Valeriano, ya no eran esporádicas y regionales, sino universales. Se impuso la pena de muerte a los obispos, los presbíteros y los diáconos, y también a los senadores y caballeros cristianos; todos los edificios de la iglesia y sus lugares de enterramiento fueron confiscados. No obstante, las persecuciones —incluida la última con Diocleciano a principios del siglo IV— resultaron ser un fiasco.
Una forma más espiritual y filosófica de culto a Dios, sin sacrificios sangrientos, sin estatuas de dioses, inciensos ni templos, también encontró progresivamente mayor aprobación entre las gentes educadas y acaudaladas, incluso en la corte imperial y en el ejército. Fue sobre todo del teólogo Orígenes del que tantos aprendieron. Con esta combinación de fe y conocimiento, de teología y filosofía, elaboró el cambio teológico que a su vez posibilitó el cambio cultural: la combinación de cristianismo y cultura griega. Y a su vez el cambio cultural impulsó el cambio político: la alianza de la iglesia y el estado. Nadie podría haber supuesto que cincuenta años después del arresto y tortura de Orígenes (finalmente el hombre, ya famoso, no fue quemado en la hoguera, el castigo con el que se le amenazaba), se produciría una revolución en la historia del mundo.
El siglo IV asistió a una de las grandes revoluciones en los acontecimientos del mundo: el reconocimiento del cristianismo por parte del imperio romano. Aunque no era cristiano, Constantino atribuyó al Dios de los cristianos y al signo de la cruz, que había visto en sueños la noche anterior, la victoria en la batalla decisiva que iba a llevarle al trono imperial. Para regocijo de los cristianos, en el año 313 d.C. este taimado maestro de la
realpolitik
, junto con Licinio, también augusto, garantizó una libertad religiosa ilimitada para todo el imperio. En 315 se abolió el castigo de la crucifixión, y en 321 se introdujo el domingo como festividad oficial y se aceptó que la iglesia disfrutara de patrimonio. En 325 Constantino se convirtió en emperador único del imperio romano y convocó el primer concilio ecuménico, que se celebró en su residencia de Nicea, en el este de Bizancio.
¿Cómo pudo la iglesia cristiana mantenerse contra todo pronóstico en el mundo de la Antigüedad hasta llegar finalmente a establecerse? No hay una sola explicación para ello, y muchos son los factores que intervinieron:
Una vez que se garantizó la libertad religiosa, que tanto se había anhelado, las tensiones religiosas en el seno del cristianismo, que habían estado latentes durante tanto tiempo, salieron a la luz. Y debían hacerlo, sobre todo, con una cristología interpretada en términos helenísticos. Pues cuanto más se equiparaban Jesús y el Hijo —en contraste con el paradigma judeocristiano— al mismo nivel que Dios Padre y se describía la relación entre Padre e Hijo según las categorías y nociones naturalistas propias del helenismo, más difícil resultaba reconciliar el monoteísmo con el hecho de la existencia de un Hijo divino de Dios. Parecían dos Dioses.
El presbítero alejandrino Arrio defendía ahora que el Hijo, Cristo, había sido creado antes de los tiempos, pero que aun así era una criatura. Arrio provocó una gran controversia que inicialmente sacudió los cimientos de la iglesia oriental. Cuando el emperador Constantino advirtió que una división ideológica amenazaba la unidad del imperio, que acababa de unificarse políticamente bajo su único mandato, convocó en 325 el concilio de Nicea. Todos los obispos del imperio podían, y de hecho así lo hicieron, utilizar el servicio postal imperial para asistir.
Pero era el emperador el que tenía la última palabra en el concilio; el obispo de Roma ni siquiera fue invitado. El emperador convocó el sínodo imperial, lo condujo a través de un obispo que él mismo había designado y mediante comisarios imperiales, convirtió las resoluciones del concilio en leyes estatales con su aprobación. Al mismo tiempo aprovechó la oportunidad para asimilar la organización de la iglesia a la organización del estado: las provincias eclesiales debían corresponderse con las provincias imperiales («diócesis»), cada una con un sínodo metropolitano y provincial (especialmente para la elección de obispos). Ideológicamente, el emperador recibía el apoyo de la «teología política» de su obispo de la corte, Eusebio de Cesárea.
Todo esto se traducía en que ahora el imperio disponía de una iglesia imperial. Y ya en el primer concilio ecuménico se le otorgó a esta iglesia imperial su credo ecuménico, que se convirtió en ley de la iglesia y del imperio para todas las iglesias. Ahora todo quedaba progresivamente dominado por el lema «Un Dios, un emperador, un imperio, una iglesia, una fe».
Según esta fe, Jesucristo no había sido creado antes de los tiempos, el punto de vista de Arrio (que fue condenado en el concilio). Antes bien, como «Hijo» (este término, más natural, sustituyó al término «Logos», que aparece en el Evangelio de Juan y en la filosofía griega) es también «Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero del Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma sustancia del Padre». El propio Constantino incluyó el término escasamente bíblico «de la misma sustancia» (en griego
homo-ousios
; en latín,
consubstantialis
), que posteriormente dio lugar a grandes controversias. La subordinación del Hijo a un solo Dios y Padre («el» Dios), tal como indicaban generalmente las enseñanzas de Orígenes y los teólogos del período anterior, quedaba reemplazado por una igualdad esencial y sustancial del Hijo con el Padre, de modo que en el futuro será posible hablar de «Dios Hijo» y «Dios Padre». El término «consustancial», con su trasfondo propio de la filosofía griega, resultaba incomprensible no solo para los judíos, sino también para los judíos cristianos.
Constantino, que solo recibió el bautismo al final de su vida, promovió una política tolerante de integración hasta su muerte en 337. Sus hijos, que dividieron el imperio, eran diferentes, especialmente Constancio, señor de oriente. Constancio propugnó una política fanática de intolerancia hacia los paganos: se castigaban con la pena de muerte la superstición y los sacrificios; los sacrificios acabaron así interrumpiéndose y se cerraron los templos. El cristianismo impregnaba de modo creciente todas las instituciones políticas, las convicciones religiosas, las enseñanzas filosóficas, el arte y la cultura. Al mismo tiempo, las demás religiones fueron a menudo erradicadas por la fuerza y muchas obras de arte fueron destruidas.
Fue el emperador Teodosio el Grande, un estricto ortodoxo español, quien a finales del siglo IV cristiano decretó la prohibición general de los cultos paganos y los ritos de sacrificio, y acusó a los que contravinieran esas reglas de «lesa majestad»
(laesa majestas)
. Ese decreto convirtió formalmente al cristianismo en la religión del estado, a la iglesia católica en la iglesia del estado, y a la herejía en un crimen contra el estado. E incluso después de Arrio, no iban a faltar nuevas herejías.
¡Qué revolución! En menos de un siglo la iglesia perseguida se convirtió en una iglesia perseguidora. Sus enemigos, los «herejes» (aquellos que «seleccionaban» parte de la totalidad de la fe católica), eran ahora los enemigos del imperio y eran castigados por ello. Por primera vez los cristianos mataban a otros cristianos por diferencias en sus puntos de vista sobre la fe. Eso es lo que sucedió en Tréveris en 285: a pesar de muchas objeciones, el ascético y entusiasta predicador español laico Prisciliano fue ejecutado por herejía junto con seis compañeros. Las gentes pronto se acostumbraron a esta idea.
Sobre todo fueron los judíos los que sufrieron más esa presión. La orgullosa iglesia estatal helenista romana apenas recordaba ya sus raíces judías. Se desarrolló un antijudaísmo eclesiástico específicamente cristiano en el seno del antijudaísmo ya existente en el estado pagano. Había muchas razones para ello: la ruptura de conversaciones entre la iglesia y la sinagoga y el aislamiento mutuo; la reclamación de exclusividad de la iglesia sobre la Biblia hebraica; la crucifixión de Jesús, que ahora se atribuía de manera generalizada a «los judíos»; la diáspora de Israel, que se consideró justo castigo de Dios sobre el pueblo maldito, al que se le acusaba de haber roto su pacto con Dios.
Casi exactamente un siglo después de la muerte de Constantino, y gracias a leyes especiales iglesia-estado durante Teodosio II, el judaísmo se vio expulsado de la esfera sagrada, a la que solo se podía acceder a través de los sacramentos (es decir, a través del bautismo). Las primeras medidas represivas iban dirigidas a los matrimonios mixtos, al desempeño de cargos públicos, la construcción de sinagogas y el proselitismo. La práctica rabínica de la segregación (según los principios religiosos de la
halaká
) y la práctica cristiana de la discriminación (según principios políticos y teológicos) se influyeron mutuamente a finales del imperio romano, resultando en el completo aislamiento del judaísmo.
La religión cristiana del estado quedó coronada por el dogma de la Trinidad. Solo entonces pudo utilizarse este término, a partir del segundo concilio ecuménico de Constantinopla convocado por Teodosio el Grande en 382, que también definió la identidad de la sustancia del Espíritu Santo junto con el Padre y el Hijo. El credo ampliado en este concilio, y por ello llamado credo «niceo-constantinopolitano», es aún de uso general en la iglesia católica de hoy en día; junto con el breve «credo de los apóstoles». Siglos más tarde quedó convertido en gran música a manos de los mayores compositores de la cristiandad (Bach, Haydn, Mozart y Beethoven en sus composiciones para la misa), de tal modo que finalmente se dio por supuesto.
Después de ese concilio, lo que los «tres capadocios» (de Capadocia, en Asia Menor), Basilio el Grande, Gregorio Nacianceno y Gregorio de Nisa, habían elaborado se consideró la fórmula ortodoxa de la Trinidad: Trinidad = «un ser divino [sustancia, naturaleza] en tres personas» (Padre, Hijo y Espíritu Santo). En el cuarto concilio ecuménico de Calcedonia de 451 se completó con la fórmula cristológica clásica: Jesucristo = «una persona (divina) en dos naturalezas (una divina y otra humana)». Pero el mismo concilio que aceptaba sugerencias para esta definición cristológica de León I Magno, obispo de Roma, de nuevo puso a este en su sitio. Pues en un solemne canon, a la iglesia de Constantinopla, que Constantino había fundado en la ubicación de la Gran Bizancio como capital imperial en 330, se le otorgó la misma primacía que a la antigua Roma. Fue conocida como la «Nueva Roma». En ningún caso fue la fundación de tal primacía del concilio una decisión teológica; fue política, y relacionada con el estatus de la capital imperial. Entre 381 y 451 se formaron los cinco patriarcados clásicos, que aún existen hoy en día: Roma, el patriarcado de oriente; Nueva Roma (Constantinopla); Alejandría, Antioquía, y —ahora relegada al último lugar— Jerusalén.