Pero incluso los estudiosos más críticos reconocen que Gregorio, el sabio asceta perteneciente a una rica familia aristocrática, era un político capaz y un estimable pastor de almas, y en resumen, un excelente obispo de Roma. No se convirtió en príncipe de la iglesia o en un «papa político», sino que en su fuero interno siguió siendo un monje y un asceta. Este obispo de preocupaciones prácticas mantenía el control sobre su aparato administrativo, y trabajó muy duramente y de manera extremadamente efectiva para asegurar que los estados papales del norte de África, y desde Sicilia hasta la Galia, fueran beneficiosos para la población de Roma, que tan a menudo se veía necesitada. No es de extrañar que en las confusiones propias de la guerra asumiera más responsabilidades en la administración, las finanzas y el bienestar de las gentes, sentando imperceptiblemente las bases del poder secular del papado. Pero este hombre, que se veía a sí mismo como el principal «siervo de los siervos de Dios» (
servus servorum Dei
), se preocupó ante todo por el bien espiritual de la iglesia. Así pues, Gregorio impulsó la construcción de monasterios, y con sus relatos sobre la vida de Benedicto, el fundador de los monasterios de Subiaco y Montecassino, que hasta entonces era poco conocido, convirtió a Benedicto en el abad modelo y padre de los monjes. Más aún, la orden benedictina combinaba las antiguas tradiciones monásticas con el espíritu militar de Roma. Su norma, a la vista de la profusión de ascetas itinerantes, comprometía a sus miembros con la
stabilitas loci
, es decir, la permanencia en un mismo lugar; la obediencia al abad; la renuncia a la propiedad y al matrimonio; y el trabajo manual (de la agricultura y la artesanía a la copia de manuscritos, tanto antiguos como cristianos). Para el clero secular la obra del papa Gregorio
Regla pastoral (Regula pastoralis)
presentaba al pastor de almas ideal. Gregorio también tomó gran cuidado en el trabajo cultural, por ejemplo en relación con la biblioteca de Letrán y el canto litúrgico sin embargo, la idea de que inventó el «canto gregoriano» es una leyenda.
«El gobierno desde el puesto superior es bueno si aquel que está a cargo del mismo tiene un mayor control de sus vicios que sus hermanos.» Esta fue una cita característica del papa Gregorio extraída de su Regla pastoral (II, VI, 22) Mientras que León I Magno defendía una idea orgullosa y dominante de la primacía, Gregorio I Magno abogaba por una noción más humilde y colegiada. Si el papado del período siguiente se hubiera orientado más hacia Gregorio que hacia León en su consideración del ministerio, la «ecclesia catholica» de la Edad Media podría haberse desarrollado siguiendo la línea de la Iglesia primitiva, y la iglesia habría podido convertirse en una
communio
católica con una constitución democrática colegiada y una primacía romana del servicio Pero el papado del período posterior se orientó más hacia el papa León, e intentó edificar una iglesia jerárquica de constitución autoritaria y monárquica, siguiendo el ejemplo de los emperadores romanos, con una primacía del gobierno Sin embargo, un «
imperium Romanun
» papal llevó inevitablemente a un mayor aislamiento, y finalmente tuvo como resultado la ruptura entre la iglesia de occidente y la iglesia de oriente Pues las ambiciones de Roma, así como las justificaciones teológicas y legales para una única dominación, no gustaban, comprensiblemente, a nadie en el oriente cristiano, donde el emperador y el concilio todavía ostentaban la autoridad suprema.
Gregorio I Magno, quien desde sus actividades como nuncio en Constantinopla no se había hecho ilusiones sobre las dificultades propias del establecimiento de una primacía romana en la jurisdicción de oriente, fue el primer papa en reconocer las capacidades creativas latentes en los pueblos germánicos y extendió su radio de acción hacia el norte y hacia el oeste: hacia Francia, hacia el reino español de los visigodos, y especialmente hacia Gran Bretaña, tierra que se convirtió en una de las más leales al papa. Se dice que el historiador inglés Edward Gibbon señaló en cierta ocasión que César utilizó seis legiones para conquistar Gran Bretaña, y Gregorio solo cuarenta monjes. En contraste con las dos iglesias ya existentes —la antigua iglesia británica y la iglesia monástica irlandesa—, los misioneros de Gregorio llevaron consigo la fe cristiana con un marcado sello romano, que los monjes irlandeses, escoceses y anglosajones de los siglos VII a VIII también predicarían en Alemania y Europa central. En este sentido, el papa Gregorio I sentó las bases de una unidad espiritual y cultural de «Europa». Pero era una Europa formada por el sur, el oeste y el norte… sin Grecia ni oriente.
Sin embargo, en el mismo siglo VII, un nuevo oponente del cristianismo comenzó un curso victorioso sin precedentes: el islam. Para el cristianismo la expansión del islam representaba una catástrofe a gran escala. En el norte de África el cristianismo desapareció casi por completo… aparte de los coptos egipcios. Las grandes iglesias de Tertuliano, Cipriano y Agustín se desmoronaron. Los patriarcados de Alejandría, Antioquía y Jerusalén perdieron importancia. Resumiendo, las tierras en las que se había originado el cristianismo (Palestina, Siria, Egipto y el norte de África) se perdieron (las conquistas durante las cruzadas solo fueron un paréntesis). Las excesivas complicaciones de los dogmas propios de la cristología y de la Trinidad, las divisiones internas del cristianismo en comparación con la simplicidad de la profesión de fe islámica (un único Dios y su profeta) y la cohesión inicial del islam contribuyeron esencialmente a su caída.
El resultado del curso victorioso del islam dio un vuelco a la política mundial. Tras la pérdida de sus territorios del sur y del sureste, el imperio de la Roma del este parecía decididamente debilitado en comparación con occidente. Al mismo tiempo, la unidad del ecúmene mediterráneo de la iglesia primitiva quedó rota para siempre. El reino de los francos ahora tenía la oportunidad de formar un nuevo «imperium Cristianum»; en este sentido, y como señaló Henri Pirenne, Mahoma fue el primero en hacer posible a Carlomagno. Para la cristiandad, y en términos geográficos, esto significaba un desplazamiento de su centro no solo hacia el oeste, sino también hacia la Europa central y septentrional… que ofrecía unas posibilidades totalmente nuevas para Roma.
Ahora la iglesia católica era la única fuerza cultural de occidente, heredera de la educación y la organización de la Antigüedad. Solo ella —bajo el liderazgo del papado y con la ayuda del monacato, sobre todo el de la orden benedictina— era capaz de dar forma a largo plazo a la cultura, la moral y la religión de los pueblos germánicos y romances, que en muchos aspectos eran todavía primitivos. La figura principal en la formación de las diócesis entre los pueblos germánicos fue el monje anglosajón Bonifacio (en realidad Wilfrid), quien fue consagrado arzobispo de Roma y quien, como vicario papal de toda Germania, preparó al reino de los francos para el gobierno papal. Así, durante muchos siglos y de forma incuestionable, la iglesia católica siguió siendo la institución que dominaba la totalidad de la vida cultural.
Pero en esa época no se había formado todavía una iglesia occidental universal. Pues en las iglesias germánicas, que eran iglesias tribales, iglesias regionales o iglesias «propias» de los señores, no era el papa, sino el rey y la nobleza los que tenían la última palabra. Eso también se aplicaba al reino de los francos, que en el siglo VIII estaba prosperando y que tras la conquista del reino de España de los visigodos por parte de los árabes se convirtió en el único reino del continente occidental europeo entre los Pirineos y el Elba.
El papado se amoldó con astucia al curso de los acontecimientos y provocó un giro trascendental en la política mundial: rompió relaciones con el emperador de Bizancio (que, en cualquier caso, estaba ya paralizado por la crisis iconoclasta entre los que adoraban a los iconos y los que deseaban abolidos en cumplimiento de la ortodoxia) y se alió con la casa gobernante de los francos con la esperanza de crear su propio estado. Y, un siglo más tarde, eso llegó a cumplirse. Sin embargo, el mayordomo de palacio Carlos Martel (un «martillo» militar), quien salvaguardó el corazón de la tierra franca en una batalla contra los árabes en Tours en 732, rechazó intervenir contra los longobardos del norte de Italia que amenazaban a Roma. Pero su hijo Pipino el Breve, que estaba planeando un
coup d'état
contra los grises reyes merovingios, necesitaba mayor legitimidad para contrarrestar su carencia de «sangre real». Solo el papa podía proporcionársela, y más aún cuando el mismo papa se atribuía el poder de nombrar reyes: él hizo que ungieran rey a Pipino con santos óleos como en el Antiguo Testamento, posiblemente a través del arzobispo Bonifacio. Este fue el fundamento de la noción cristiana de que el rey de occidente solo podía serlo «por la gracia de Dios», es decir, del papa.
Pipino mostró su agradecimiento. En dos campañas conquistó el imperio longobardo y le entregó sus territorios en el norte y el centro de Italia a «san Pedro», al papa. Sin embargo, y según Roma, donde la falsificación de la «Donación de Constantino» se había pergeñado treinta años antes, la donación de Pipino no hacía más que «devolverle» al papa lo que le había pertenecido desde Constantino. Fuera como fuese, tras la fundación teológica e ideológica ahora se establecía la fundación económica y política de un estado de la iglesia (los Estados Pontificios) que iba a durar más de once siglos, hasta el año 1870.
El segundo gran golpe contra Bizancio lo propinó el hijo de Pipino, Carlos. Con el pretexto del vacío en el trono (en Bizancio reinaba una mujer, Irene), el día de Navidad de 800, en San Pedro, por primera vez el papa León III se atribuyó el derecho de coronar al emperador: Carlomagno, que no se consideraba solo emperador de occidente, fue coronado por el papa con la designación de «emperador de los romanos» (y de este modo también de oriente). ¡Qué provocación para Bizancio! Pues ahora había al mismo tiempo dos emperadores cristianos, y en occidente el emperador germánico se consideraba cada vez más como el único verdadero y legítimo, pues había sido ungido con los santos óleos por el papa en persona.
En relación con el nuevo imperio, en occidente la perniciosa ecuación ecuménica cristiano = católico = romano se fue estableciendo de modo progresivo. Esto conllevó la fundación no de la unidad sino de la división de Europa. Incluso en el imperio universal de Carlomagno, que ahora se extendía desde Schleswig-Holstein hasta más allá de Roma, y del Ebro al Elba, todavía no existía su correspondiente iglesia papal universal. Y en occidente no había todavía evidencias de una primacía papal acorde con la ley, pero existía la primacía de la ley del emperador.
Pues el emperador Carlomagno, señor del imperio, sentía de un modo teocrático que también era señor de la iglesia. La política imperial era la política de la iglesia, y la política de la iglesia era la política del imperio. Más aún, desprovisto de escrúpulos morales o religiosos, Carlomagno también impuso su forma de cristianismo a sus súbditos y no escatimó guerras costosas y crueles: en el caso de los sajones duraron treinta años, y miles de personas fueron ejecutadas o desterradas. La «unidad del imperio» llegó en primer lugar a él mismo. Los francos consideraban al papa el guardián de las tradiciones apostólicas, responsable de las cuestiones de la fe y de la liturgia, pero restringido a unas funciones puramente espirituales.
Carlomagno estaba tan fascinado por el mito de Roma (imperio, lengua, cultura) que en su palacio imperial de Aquisgrán se entregó a un «renacimiento» de la literatura antigua acompañado de una escuela palatina de eruditos. Al mismo tiempo fue un reformador tan activo como entusiasta de la iglesia, concentrándose de modo específico en los deberes de los obispos, en el establecimiento de parroquias y comunidades de canónigos en las catedrales, y en la participación de todos los fieles en el culto.
Pero por mucho que Carlomagno demandara que todos los cristianos conocieran la Palabra del Señor y el Credo en su lengua materna, deseaba que la liturgia oficial se celebrara en latín. En interés del imperio introdujo la liturgia romana en el reino de los francos. Por primera vez en la historia de la iglesia se celebraba una liturgia en lengua extranjera, el latín, que solo era comprendido por el clero, en lugar de la lengua vernácula; una situación que iba a durar hasta la Reforma y en la iglesia católica romana hasta la víspera del concilio Vaticano II.
No era la simple liturgia parroquial romana la que se adoptaba en el reino de los francos, sino la liturgia papal, y su ceremonial: además se incrementó tremendamente el número de genuflexiones, santiguamientos y el uso del incienso. Por otra parte, ahora había una «misa silenciosa» celebrada únicamente por el sacerdote sin participación de los fieles, susurrada, que no resultaba comprensible. En más y más catedrales se celebraban cada vez más misas individuales en un número creciente de altares individuales. El altar y la congregación quedaron separados; el sacerdote daba la espalda a los fieles. Y como ya nadie podía formular plegarias espontáneamente en latín, todo se plasmaba por escrito y se repetía hasta la última palabra: una liturgia del libro. La eucaristía en común ya casi no se celebraba como tal (más tarde se prescribió una sola participación anual). Esta se sustituyó por la «misa católica», en la cual la actividad de los fieles quedaba limitada por completo a la contemplación, a observar pasivamente el drama sacramental del clero.
Desde la Edad Media, la moral católica era esencialmente la moral de la confesión. La confesión privada, que podía repetirse sin limitaciones y que no provenía de Roma sino de la iglesia monástica celta, se extendió con sorprendente rapidez a través de Europa. El arrepentimiento público ante el obispo, característico de la iglesia primitiva, ya no desempeñaba ningún papel; cualquier sacerdote podía proporcionar una absolución en privado. Ya en tiempos de Carlomagno se decía que no se podía recibir la eucaristía sin la confesión de los pecados, una razón importante por la cual la eucaristía se recibía en raras ocasiones.
Al establecer las penitencias los sacerdotes normalmente se remitían a los libros penitenciales —atribuidos a los santos irlandeses Patricio y Columba— que determinaban el nivel del castigo. No quedaría ninguna confesión ni absolución de los pecados sin satisfacer. Pero después del siglo IX las penitencias se fueron posponiendo progresivamente para después de la confesión y la absolución, y en algunos casos llegaron a sustituirse por pagos en metálico, provocando inevitablemente injusticias sociales e innumerables abusos.