En los libros penitenciales se prestaba especial atención a los pecados sexuales, un hecho comprensible en una época en la cual —empezando por Carlomagno y sus numerosas concubinas— la inmoralidad sexual era omnipresente. Pero la evaluación negativa de Agustín de la sexualidad se había implantado en la moralidad penitencial medieval: el pecado original se transmitía a través del acto sexual de la unión marital. Se demandaba la continencia sexual para el clero, y que los laicos no tuvieran contacto con las santas formas. El semen masculino, al igual que la sangre de la menstruación y la propia del parto, conllevaba una mácula ritual y excluyente a la hora de recibir los sacramentos. Pero las personas casadas también debían abstenerse de mantener relaciones sexuales los domingos y en las festividades importantes, en las vigilias y el octavo día posterior, en ciertos días de la semana (los viernes), en Adviento y Cuaresma. Así pues, se establecieron drásticas restricciones de las relaciones sexuales en el seno del matrimonio, que en parte se remitían a ideas arcaicas y mágicas muy extendidas.
Pero ya se había conformado una piedad típicamente medieval, que con sus plegarias, sacramentos y costumbres abarcaba visiblemente toda la existencia humana desde la cuna hasta la tumba, desde primeras horas de la mañana hasta última hora de la tarde. Y se activaba constantemente, no solo los domingos, sino en las fiestas de guardar, cuyo número aumentaba. Pero vale la pena señalar que los primeros desarrollos medievales, bienvenidos o no, y especialmente las innovaciones y cambios carolingios —la liturgia restringida al clero y el sacrificio de las masas, las misas privadas y los fastos del culto, el poder episcopal y el celibato sacerdotal, la confesión auricular y el juramento monástico, los monasterios y la piedad de «todas las almas», la invocación a los santos y la veneración de las reliquias, los exorcismos y las bendiciones, las letanías y las peregrinaciones— no eran constantes sino variables del cristianismo, variables medievales, sometidas cada vez a un mayor control, que se moldeaban y se desarrollaban según los preceptos romanos.
El imperio de Carlomagno no pudo mantenerse unido, y con los hijos de este se dividió en tres grupos importantes de países (mediante el tratado de Verdún de 843): Francia, Italia y Alemania. Sin embargo, el marco católico romano se mantuvo. Y precisamente en el momento de decadencia de los carolingios a mediados del siglo IX se produjo una de las mayores falsificaciones que, una vez más, fortaleció decisivamente el poder eclesiástico del papado romano.
Un siglo antes de la fundación del estado de la iglesia, un papa llamado Nicolás I llegó al poder, y con plena conciencia «petrina» de su ministerio se atrevió por primera vez a proclamar el anatema (exclusión de la iglesia) a quien se negara a observar una decisión papal con respecto a la doctrina o la práctica. Con la mayor crudeza intentó suprimir la administración autónoma de las iglesias nacionales, que antes había sido habitual, a favor de una autoridad romana central. Trató con arrogancia no solo a obispos, arzobispos y patriarcas, sino también a reyes y emperadores, como si estuvieran bajo sus órdenes. Inesperadamente amenazó al rey de los francos con la excomunión a causa de una embarazosa situación matrimonial y depuso sumariamente a los poderosos arzobispos de Colonia y Tréveris por apoyar al rey.
Este papa en particular —¿de buena fe?— adoptó no solo la «Donación de Constantino», sino también las falsificaciones mucho más escandalosas que se habían estado preparando en el reino de los francos por parte de un grupo de expertos falsificadores, probablemente clérigos, con el fin de atribuirlas a un tal Isidoro Mercator, que, por otra parte, era completamente desconocido. Estas dieron origen a las famosas y reputadas decretales del pseudo-Isidoro, que en la edición que se difundió contenían más de setecientas páginas de letra apretada. Eran 115 documentos completamente falsos de obispos romanos de los primeros siglos y 125 documentos auténticos más tarde falsificados con interpolaciones y cambios posteriores. ¿Con qué propósito? Intrínsecamente para consolidar la posición de los obispos frente a los poderosos arzobispos. Pero ¿cómo? Las falsificaciones daban la impresión de que la iglesia primitiva se había regido por decretos papales hasta en los más mínimos detalles. ¿Y a quién beneficiaba eso? De hecho, no fue tanto para beneficiar a los obispos como al papa, que había sido designado «cabeza de la iglesia en toda la tierra», y cuya autoridad quedaba ensalzada de un modo sin precedentes gracias a tales falsificaciones. Para ser más específicos: el derecho previamente ejercido por el rey para celebrar y confirmar sínodos se atribuía exclusivamente al papa; los obispos acusados solo podían apelar al papa; en general, todos los «asuntos serios» se dejaban a la sola decisión del papa. Ciertamente, las leyes de estado que entraban en contradicción con los cánones y decretos del papa se consideraban sin efecto.
La supuesta obra de Isidoro fue pronto difundida por toda Europa occidental, y solo en tiempos de la Reforma demostraron los historiadores antirromanos que produjeron las Centurias de Magdeburgo la falsedad de las decretales. La cancillería papal era perfectamente capaz de detectar falsificaciones. Pero ¿por qué solo lo hacía cuando beneficiaba a sus propios intereses? Nunca se molestó en investigar las más flagrantes falsificaciones cuando obraban en su favor, incluso cuando a finales del primer milenio el emperador Otón III declaró por primera vez como falsa la «Donación de Constantino», que ya formaba parte de la tradición.
Casi todas estas falsificaciones del siglo IX daban la impresión de que las demandas papales formuladas desde mediados del siglo V estaban refrendadas por el paso del tiempo y la voluntad de Dios. Proporcionaban una legitimación teológica y legal a las demandas de poder, que antes carecían de ellas. Ahora la imagen de la iglesia y la ley de la iglesia se concentraban por entero en la autoridad de Roma. Las falsificaciones de Símaco prepararon el camino para la «Donación de Constantino», y ambas fueron recuperadas y refundidas en la tercera y mayor falsificación, la del pseudo-Isidoro. Juntas, estas tres falsificaciones formaron la base jurídica para una futura romanización total de la iglesia occidental y la simultánea excomunión de la iglesia oriental, que ahora ya no se reconocía como parte integrante de «Europa».
Todas estas falsificaciones no son curiosidades «de la época», como pretenden los historiadores más afectos al papa, sino que tuvieron un impacto duradero en la historia de la iglesia. Las falsificaciones, la mayoría de las cuales fueron posteriormente «legitimadas» por el papa, todavía aparecen en el
Codex Iuris Canonici
revisado bajo la supervisión de la curia y promulgado en 1983 por Juan Pablo II. Quienquiera que así lo desee puede descubrir que este sistema curial de poder medieval no puede basarse, tal y como se aduce, en el Nuevo Testamento ni en la tradición común del cristianismo del primer milenio. Descansa en cada vez mayores apropiaciones de poder con el paso de los siglos y en las falsificaciones que les han otorgado legitimidad. Así, por ejemplo, de acuerdo con el
Codex Iuris Canonici
que tuvo validez hasta el concilio Vaticano II, el principio legal, que sigue teniendo importancia hasta hoy en día, de que solo el papa puede convocar legalmente un concilio ecuménico (y que si no lo desea celebrar nadie puede objetar nada), está basado en cinco textos de fuentes legales anteriores que así lo prueban, tres de ellas falsificaciones del pseudo-Isidoro y las otras derivadas de tales falsificaciones. Pero en el siglo IX nadie era más sabio.
Ni las falsificaciones del pseudo-Isidoro ni las maquinaciones propias de las ansias de poder de Nicolás I produjeron en modo alguno la victoria total del sistema curial. Nicolás tuvo sucesores débiles y en cierto modo corruptos; ciertamente, la historiografía de la iglesia considera al siglo X como el «
saeculum obscurum
», el siglo oscuro. Fue un período de constantes intrigas y luchas, de asesinatos y actos de violencia, de papas y antipapas. Pensemos en la macabra exhumación del papa Formoso nueve meses después de su muerte para que su cadáver pudiera ser juzgado. Su cuerpo file sentenciado, se le amputaron los dedos de la mano derecha con los que daba la bendición, y su cadáver fue arrojado al Tíber. O pensemos en el régimen de terror de la «senadora» Marosia, quien, según la tradición, fue amante de un papa (Sergio III), amante de un segundo (Juan X) y madre de un tercero (Juan XI, su hijo ilegítimo). Mantuvo a su hijo prisionero en el Castel de San Angelo hasta que, en su tercer matrimonio, fue encarcelada por su hijastro Alberico, quien después gobernó Roma durante dos décadas como «dux et senator Romanorum». Los papas de esta época fueron su débil instrumento.
La distinción agustiniana entre ministerio «objetivo» y ministro «subjetivo», que también podía resultar bastante indigna, permitió a la institución papal su supervivencia como tal. Pero los papas no pudieron salir por sí mismos del lodazal. Fueron los reyes del imperio franco del este los que rescátaron al papado, primero el sajón Otón el Grande, quien, fascinado por su modelo, Carlomagno, depuso al inmoral Juan XII, papa electo a la edad de dieciséis años, y eligió como su sucesor a un laico, León VIII, quien fue consagrado en todas las órdenes el mismo día, un procedimiento que en teoría podría resultar legítimo incluso hoy. Pero las deposiciones y nombramientos de papas, los papas y los antipapas, el asesinato de papas y los papas asesinos, siguieron emparejados.
Finalmente se llevó a cabo una reforma efectiva del papado, iniciada por el monacato francés, puesta en práctica por la monarquía germánica y finalmente completada por el propio papado. El papado se reorganizó fundamentalmente en tres etapas históricas:
Fue este Humberto de Silva Cándida, como confidente más cercano al papa, estilista avezado, a veces irónico y sarcástico, jurista y teólogo, quien presentó un programa completo para la política de la iglesia en cierto número de publicaciones, que fueron llevadas a la práctica en innumerables cartas y bulas papales. Humberto fue el astuto adalid del principio romano, que constituyó la base del sistema romano que pronto tomaría forma: el papado era el origen y norma de toda ley, la autoridad suprema que podía juzgarlo todo y que al mismo tiempo no podía someterse a juicio alguno. El papa era a la iglesia lo que las bisagras a una puerta, los cimientos a una casa, el lecho a un río o la madre a la familia. Y esta iglesia estaba relacionada con el estado como el sol con la luna o el alma al cuerpo o la cabeza a las extremidades.
Unas doctrinas e imágenes tan efectivas representaron una ofensiva, una campaña para un nuevo orden mundial, aunque tenían poco que ver con la constitución de la iglesia del Nuevo Testamento y la iglesia del primer milenio. La agitación romana se concentraba específicamente en dos puntos: en la batalla contra la «investidura» (designación para un ministerio) de un seglar, y en la batalla contra el tradicional matrimonio de los sacerdotes, que fue denigrado como «concubinato».
En su conjunto, fue una revolución desde arriba, presentada por sus defensores romanos —con la ayuda de falsificaciones— como una restauración del orden de la iglesia primitiva, que también debía ser de aplicación para el este. No resulta extraño, pues, que Humberto, este diseñador programático defensor del papa y propagandista ilimitado del principio romano, fuera también el cardenal legado que en 1054 provocara la ruptura fatal con la iglesia de Constantinopla, que hasta la actualidad se ha demostrado de imposible resolución.
La ruptura entre la iglesia de oriente y la iglesia de occidente se fue fraguando durante siglos mediante una separación progresiva. Poco a poco se fue produciendo el desarrollo gradual de la autoridad papal, que para el cristianismo oriental estaba en completa contradicción con su propia tradición, la de la iglesia primitiva.
Como es natural, muchos otros factores influyeron en este proceso de separación: lenguas diferentes (los papas romanos ya no conocían el griego, y los patriarcas ecuménicos no sabían latín), culturas diferentes (los griegos parecían arrogantes, pedantes y taimados a los ojos de los latinos; los latinos, iletrados y bárbaros a los griegos), ritos diferentes (litúrgicos, ceremoniales; de hecho, toda su forma de vivir y comprender la teología, la piedad, las leyes de la Iglesia y su organización). Más aún, los griegos tuvieron su parte de culpa en la separación al forzar, allí donde detentaban el poder, la preeminencia de los griegos sobre los no griegos.