Tomando como base el
Decretum Gratiani
se confeccionaron sin demora tres compilaciones oficiales de decretos papales, además de otra no oficial. Juntas formaron el
Corpus Iuris Canonici
, en el que se basa el
Codex Iuris Canonici
de 1917-1918. Solo con esta base legal podía la monarquía papal poseer los instrumentos y personal para llevar a la práctica las demandas romanas en la vida cotidiana de las iglesias. Desde luego, no había rastro de una división de autoridades: el papa era al mismo tiempo el jefe supremo, el legislador supremo y el juez supremo de la iglesia, a quien debía apelarse en todos los asuntos. Sin embargo, e incluso bajo Inocencio, tales apelaciones provocaron los peores abusos, incluido el comercio de privilegios legales, que arbitrarios, partidistas, eran puestos a la venta.
3. Politización
Esta iglesia tan poderosa reclamaba la dominación del mundo. En la iglesia primitiva y en la iglesia bizantina, el poder de la iglesia quedaba sujeto a un sistema de «sinfonía» y armonía, una sociedad en la cual el poder temporal dominaba de hecho al poder espiritual. En contraste con esto, desde la Edad Media la iglesia de occidente, a través del papado, se presentaba como un cuerpo legislativo completamente independiente de primer rango, que a veces conseguía también un poder casi total sobre el poder secular.
Según el punto de vista papal, los emperadores y los reyes quedaban subordinados al papa por su condición de «pecadores»: también en los siglos posteriores intervendrían los papas constantemente en los asuntos mundanos, directa o indirectamente. Sin embargo, debía lograrse un compromiso en la querella de las investiduras. La elección de los obispos tenía ahora lugar en el seno del clero y la nobleza de la diócesis, y desde el siglo XIII en el capítulo catedralicio, aunque rara vez se elegía un obispo que resultara inaceptable para Roma. A diferencia de Gregorio VII, que no tenía sentido de la proporción, Inocencio combinaba la audacia y la resolución con la sabiduría propia de un hombre de estado y gran flexibilidad táctica. Mediante una hábil política antigermana de «recuperación» («reposición»), se convirtió en el segundo fundador de la iglesia estatal (que ahora era casi el doble de grande). En tiempos de Inocencio, Roma era indiscutiblemente el centro predominante y más activo de la política europea. En efecto, Inocencio realmente gobernaba el mundo, si lo entendemos no como un dominio absoluto, sino en términos de un arbitraje supremo y como el mayor señor feudal.
4. Militarización
La iglesia militante llamaba a la «guerra santa». Las iglesias ortodoxas de oriente también se enzarzaban en la mayoría de los conflictos políticos y militares del imperio bizantino, y a menudo legitimaban teológicamente las guerras, o incluso las instigaban. Pero solo en el cristianismo occidental podía hallarse la teoría (agustiniana) del uso legítimo de la violencia para la consecución de fines espirituales, que finalmente permitió también el uso de la violencia como método de expansión del cristianismo Contrariamente a la tradición de la iglesia primitiva, hubo guerras de conversión, guerras contra los paganos y guerras contra los herejes, ciertamente, en una perversión absoluta de la cruz, hubieron cruzadas, incluso contra hermanos cristianos.
Ya con Gregorio VII nos hallamos ante un papa sumamente preocupado por un plan para la consecución de una gran campaña contra oriente Gregorio deseaba liderar personalmente un gran ejército como general con el fin de establecer la primacía de Roma en Bizancio y acabar con el cisma Como adalid de la «guerra santa» envió la «enseña de Pedro» («la bendición de Pedro») a aquellos bandos en conflicto de su preferencia y bendecir así su causa Y diez años después de la muerte de Gregorio, Urbano II promulgó la primera cruzada, una guerra santa, bajo el signo de la cruz victoriosa. Las cruzadas se consideraron un asunto propio del cristianismo occidental, y se decían aprobadas por Jesucristo, pues el papa había emitido personalmente sus llamamientos para las mismas como portavoz de Cristo Dado que las cruzadas normalmente reunían a cientos de miles de hombres, a menudo en territorio enemigo, carentes de las provisiones básicas y sometiéndolos a esfuerzos indescriptibles, no habrían sido posibles sin un auténtico entusiasmo religioso, pasión y a menudo incluso una psicosis de masas.
Vista a posteriori, la política de Inocencio III para las cruzadas fue trágicamente mal dirigida. Con el inicio de la cuarta cruzada (1202-1204), que llevó a la decisiva conquista de Constantinopla y a tres días de saqueos, a la construcción de un imperio latino con una organización latina de la iglesia y a la esclavitud de la iglesia bizantina, el objetivo papal —el establecimiento de la primacía romana en Constantinopla— finalmente parecía haberse logrado. Sin embargo, ocurrió justo lo contrario: de hecho, el saqueo de Constantinopla selló el cisma para siempre.
Este papa también proclamó la primera gran cruzada contra los cristianos en occidente en el cuarto concilio de Letrán de 1215; contra los albigenses (cátaros «neomaniqueos») del sur de Francia. La cruel guerra albigense, que duró veinte años y destacó por las crueldades inhumanas de ambos bandos, llevó al exterminio de amplios sectores de la población y representó una vergüenza para la cruz y una perversión de lo cristiano. No es de extrañar que en aquellos tiempos empezara a extenderse la idea, entre las protestas de grupos de carácter evangélico, de que el papa era el Anticristo y que se cuestionara si el Jesús del Sermón de la Montaña, el hombre que había proclamado la no violencia y el amor a los enemigos, habría aprobado una empresa bélica semejante. ¿Acaso no estaba sufriendo la cruz del Nazareno una perversión hasta convertirse en su opuesto si, en lugar de inspirar la carga cotidiana de la cruz por parte de los cristianos, legitimaba las guerras sangrientas desatadas por los cruzados, que portaban la cruz sobre sus vestiduras?
5. Clericalización
Una iglesia de hombres célibes establecía la prohibición del matrimonio. En las iglesias orientales el clero, obispos aparte, seguía casándose y, por lo tanto, estaba mucho más integrado en las estructuras sociales. Por el contrario, el clero célibe de occidente quedaba totalmente separado del pueblo cristiano, sobre todo por su situación no matrimonial: disfrutaban de una posición social preeminente y distintiva que, debido a su «perfección» y a su moral más elevada, era en principio superior al estado laico y quedaba única y totalmente subordinada al papa de Roma. Más aún, el papa gozaba ahora, y por primera vez, del apoyo de una fuerza auxiliar célibe y omnipresente dotada de una organización central, preparada y móvil: las órdenes mendicantes.
Sujeta a la influencia de los monjes Humberto y Hildebrando, en una especie de «panmonacato», Roma demandaba del clero una obediencia incondicional, la renuncia al matrimonio y la vida en común. Gregorio VII dio el extraordinario paso de llamar a todo el laicado de la cristiandad a boicotear el ministerio del clero casado. Hubo indignantes cazas de brujas de esposas de sacerdotes en las casas de los clérigos. Tras el segundo concilio de Letrán de 1139, el matrimonio de los sacerdotes se consideró a priori nulo y a las esposas de los sacerdotes, concubinas; de hecho, los hijos de los sacerdotes se convirtieron oficialmente en propiedad de la iglesia, en esclavos. Se produjeron violentas protestas masivas por parte del clero, especialmente en el norte de Italia y en Alemania, pero no tuvieron consecuencias A partir de entonces se promulgó una ley universal y obligatoria para el celibato, aunque en la práctica, y hasta los tiempos de la Reforma, solo se observaba bajo ciertas condiciones, incluso en Roma.
Más que ninguna otra, la ley medieval del celibato contribuyó a la separación del «clero», la «jerarquía», el «estado sacerdotal» y el «pueblo», el «laicado», subordinado por completo al clero. En cuanto al equilibrio de poder, el laicado quedaba de hecho excluido de la iglesia; solo el clero, como proveedor de la gracia, formaba «la iglesia», y esta iglesia clerical, con su organización jerárquica y monárquica, culminó en el papado.
Con Inocencio III, la segunda rama del clero, el clero de las órdenes religiosas, cobró progresivamente mayor importancia, pues el papa había domesticado con astucia el creciente movimiento de pobreza de la iglesia y había aprobado a esas nuevas órdenes cuyo principio vital era convertirse en discípulos de Jesús el pobre: las órdenes mendicantes, las órdenes humildes, los franciscanos y los dominicos.
A pesar de sus éxitos, el pontificado triunfal de Inocencio III demostró ser el ápice del poder temporal del papa. Más de lo que este papa podría sospechar, con sus políticas de poder, reforzado por una compulsión espiritual, con prohibiciones e interdictos, así como con el engaño, la decepción y la opresión, minó el amor de las gentes por la silla de San Pedro. Ya con Inocencio se hicieron evidentes esas terribles manifestaciones de decaimiento que provocarían las principales acusaciones de los reformistas, y que en parte han seguido siendo el distintivo del sistema curial hasta nuestros días. Hubo nepotismo y favores para los familiares de los papas, así como para los provisores y los cardenales, codicia, corrupción, encubrimiento y «disculpa» de crímenes y la explotación financiera de las iglesias y las gentes mediante un sistema hábilmente diseñado de impuestos y ofrendas. Todos los que tomaron parte en el cuarto concilio de Letrán debían ofrecer un «presente de despedida» a Inocencio, quien siempre estaba pergeñando nuevas fuentes de ingresos.
Desde una perspectiva política, el papado de la Alta Edad Media podía atribuirse importantes beneficios: la investidura de los laicos había sido finalmente abolida; el imperio germano había visto mermado su poder para imponer su voluntad; en el seno de la iglesia latina el papado se había establecido por completo como la única institución cuyo poder de gobierno era absoluto, en contraste con el episcopado tradicional y las estructuras del sínodo propias de la iglesia primitiva. La independencia de la iglesia con respecto al estado, y la autonomía de la esfera clerical con respecto a otras esferas de la vida, se había logrado. En efecto, gracias a su sistema jurídico el papado se había convertido en la institución central de Europa.
Sin embargo, estos logros estuvieron acompañados de pérdidas considerables, de tribulaciones tanto externas como internas. Cuanto más tiempo pasaba más claro quedaba el fracaso de las cruzadas. El islam siguió siendo el gran oponente del cristianismo y, al mismo tiempo, el papado absolutista perdía de modo permanente las iglesias orientales con la excomunión del patriarca, la cuarta cruzada y el establecimiento de un imperio latino en Constantinopla (que resultó ser transitorio). Y con la destrucción del imperio germano universal el papado también socavó su propia posición como papado universal romano. Involuntariamente, proporcionó un impulso poderoso para la formación de los estados-nación modernos, y su política antigermánica le hizo dependiente de Francia, que fue albergando progresivamente al papado en tiempos de inestabilidad política. Al mismo tiempo, e imperceptiblemente al principio, se convirtió en una grave amenaza para el papado.
Después de los decenios de 1170 y 1180, dos grandes movimientos disidentes centrados en la penitencia y en la pobreza se desarrollaron hasta suponer una amenaza para el sistema romano; una oposición organizada en el seno de la iglesia. Enfrentándose a un cristianismo cuya ley eclesial se había tornado rígida, a los ricos monasterios y a un clero de edad avanzada que vivía rodeado de lujos y descuidaba su deber de predicación, estos movimientos adoptaron como programa los lemas «predicación laica» y «pobreza apostólica».
Primero llegaron los cátaros (del griego
katharoi
= «los puros», de donde también proviene la palabra alemana
Ketzer
, «herejes»). Se extendieron desde los Balcanes a mediados del siglo XII gracias a la predicación itinerante a la manera de los apóstoles y a un estricto ascetismo: se abstenían de comer carne, de contraer matrimonio, del servicio de las armas, de los juramentos, de los altares, de los santos, de las imágenes y de las reliquias. También llamados albigenses por el nombre de uno de sus centros, la ciudad de Albi en el sur de Francia, los cátaros defendían una doctrina de estructura maniquea que hablaba de un principio basado en el bien y el mal y que llegó a formar una contraiglesia con sus propias jerarquías y dogmas, una iglesia formada por «creyentes» y gente «perfecta», marcada por el ascetismo.
Después aparecieron los valdenses, propios de occidente, que surgieron como una hermandad de ascetas laicos en torno al rico mercader Valdo de Lyon: convertido al «sermón de la montaña» según una traducción al provenzal de la Biblia, Valdo distribuyó sus riquezas entre los pobres. De nuevo se produjo una controversia con la jerarquía sobre la predicación laica. Muchos adoptaron posturas radicales al verse excluidos de la iglesia. Surgió una iglesia laica bien diferenciada dotada de su propia liturgia, administración y sacramentos, una eucaristía laica y una prédica laica (de hombres y mujeres por igual). Al igual que los cátaros, los valdenses rechazaban los juramentos, el servicio de las armas, los altares, las edificaciones eclesiásticas, la veneración de la cruz, la idea del purgatorio y la pena de muerte.
¿Cuál fue la respuesta de la iglesia oficial, primero de los obispos y después del papa, con el pleno apoyo del emperador? Como norma, inicialmente respondió con la prohibición de la predicación de los laicos y la condena de los «herejes». Pero la excomunión y el uso de la fuerza de la ley aplicada a los herejes provocó que estos movimientos religiosos pasaran a la clandestinidad y se dieran a conocer en rincones como Bohemia, donde más tarde los husitas y los hermanos moravos adoptaron algunas de las enseñanzas de los cátaros.
Impulsados por su afán de erradicar las amenazas «heréticas», obispos y papas, reyes y emperadores prepararon lo que llenaría muchas de las páginas más terribles de la historia de la iglesia con el terrorífico nombre de la Inquisición, la sistemática persecución de los herejes por parte de un tribunal eclesiástico (
inquisitio haereticae pravitatis
) que disfrutó del apoyo no solo del poder secular, sino también de amplios sectores de la población, que a menudo esperaban con ansia la ejecución de los herejes. La Inquisición llegaría a convertirse en una característica esencial de la iglesia católica romana.