A la muerte del emperador Teodosio en 395, el imperio romano quedó dividido en imperio de oriente e imperio de occidente. A pesar de la importancia histórica y simbólica de Roma, la antigua capital imperial, el punto central de la iglesia católica quedaba claramente en oriente, que poseía una mayor población y era más fuerte económicamente, culturalmente y en términos militares. Casi todas las iglesias «apostólicas», las fundadas por los apóstoles, estaban allí. Todos los concilios ecuménicos tenían lugar allí, y los patriarcados, los centros de enseñanza y los monasterios allí se desarrollaron. A mediados del siglo IV el cristianismo latino parecía poco más que un apéndice del cristianismo romano bizantino de oriente, que ostentaba el liderazgo espiritual. Y unos mil años después del traspaso de la capital imperial al Bósforo, el imperio de oriente todavía seguía aplicando el paradigma ecuménico de la iglesia primitiva. Tras la caída de la Roma de Oriente (en 1453) pasaría a los eslavos: tras ser Constantinopla la «segunda Roma», Moscú sería finalmente la «tercera Roma». Hasta el presente la forma concreta de la iglesia rusa —literatura, teología, iconografía, piedad y constitución— sigue estando marcada por una profunda impronta bizantina.
Sin embargo, para el cristianismo de oriente la migración de los pueblos germánicos resultó una revolución decisiva. Esos pueblos se infiltraron en el imperio con fuerza creciente en el siglo IV, pero el 31 de diciembre de 410 cruzaron el Rin helado y por primera vez tomaron la invicta «Roma eterna». Ahora, repentinamente, la hora del obispo de Roma había llegado. Pues desde un primer momento, mientras la cultura y la civilización antiguas en buena medida se estaban hundiendo en occidente junto con el estado romano, los obispos de Roma aprovecharon el vacío de poder. Y no lo hicieron tanto para luchar por su independencia de la Roma de oriente como para separarse y construir y explotar su propia autocracia. Pero debe preguntarse, ¿acaso no hay una base histórica, legal, teológica y tal vez bíblica para las aspiraciones de Roma?
Difícilmente puede discutirse que la iglesia de la capital imperial —caracterizada por la buena organización y su actividad caritativa— también demostraba ser la plaza fuerte de la ortodoxia contra el gnosticismo y otras herejías. Desempeñó un papel importante en la formación de las tres normas sobre qué es católico antes mencionadas, tanto en la formulación del credo del bautismo como en la demarcación del canon del Nuevo Testamento, así como en la formación de la tradición apostólica y la sucesión (se erigieron monumentos a Pedro y Pablo en 160). La iglesia de Roma siempre disfrutó de una gran autoridad moral.
Pero no había dudas sobre la primacía legal —o sobre una preeminencia basada en la Biblia— de la comunidad romana o incluso del obispo de Roma en los primeros siglos. En Roma no había inicialmente un episcopado monárquico, y poco sabemos de ello aparte de los nombres de los obispos de los primeros dos siglos (la primera fecha cierta de la historia papal se considera el 222, el principio del pontificado de Urbano I). La promesa a Pedro del Evangelio de Mateo (16,18), «Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia…», que resulta hoy tan importante para los actuales obispos de Roma y que adorna el interior de San Pedro en grandes letras negras sobre un fondo dorado, no se cita por entero en la literatura cristiana de los primeros siglos; aparte de un texto del siglo II o III del padre Tertuliano de la iglesia africana, y no lo cita con referencia a Roma, sino con referencia a Pedro.
Solo a mediados del siglo III apela un obispo de Roma, de nombre Esteban, a la promesa formulada a Pedro; y lo hace en una controversia con otras iglesias sobre cuál poseía la mejor tradición. Sin embargo, no tuvo más éxito que el obispo Víctor cincuenta años antes. Víctor intentó forzar de modo harto autoritario una fecha uniforme, romana, para la Pascua, sin respetar el carácter ni la independencia de las demás iglesias, y fue nombrado para su puesto por los obispos tanto de oriente como de occidente, especialmente por el respetadísimo obispo y teólogo Ireneo de Lyon. En esa época la primacía de una iglesia sobre las demás se rechazaba incluso en occidente.
En los tiempos del emperador Constantino estaba absolutamente claro quién detentaba la primacía de la iglesia: el emperador. Él, el
pontifex maximus
, el sumo sacerdote, poseía el monopolio de la legislación en asuntos de iglesia (
ius sacris
). Él era la suprema autoridad judicial, y se encargaba de la supervisión administrativa suprema de la comunidad romana, que mediante la incorporación por parte de Constantino de la iglesia católica al orden estatal se convirtió en un órgano legislativo público como el resto de las comunidades cristianas. Sin consultar a ningún obispo, y por propia autoridad, Constantino convocó el primer concilio ecuménico en Nicea y promulgó leyes para la iglesia. Más tarde se extendió por occidente el rumor de que la ciudad de Roma y la mitad occidental del imperio se habían entregado al obispo de Roma en la denominada «Donación de Constantino», pero más tarde se demostró que ese documento era otra de las grandes falsificaciones de la historia.
El período posterior al 350 d.C. asistió a la lenta progresión de la comunidad romana y a su obispo hasta una posición monárquica de dominación en occidente. El emperador se hallaba muy lejos y se ocupaba predominantemente de oriente. Había promulgado la exención del pago de impuestos al clero y le había garantizado su propia jurisdicción sobre los asuntos de la fe y la ley civil. Por descontado, la Roma pontificia no se construyó en un día. Pero con resolución y conscientes de su poder, los obispos de Roma del siglo V desarrollaron competencias propias en la dirección de una primacía universal. Quizá sus alegaciones no tuvieran fundamentos bíblicos ni teológicos, pero con el paso de los siglos entraron a formar parte de las leyes de la iglesia como hechos aceptados. Así pues, para muchas personas de hoy en día, tanto dentro como fuera de la iglesia católica, lo que los obispos de Roma de los siglos IV y V se atribuían con conciencia creciente de su propio poder parece ser lo originalmente católico:
Sin embargo, deberíamos señalar que inicialmente todas estas eran demandas romanas. Especialmente en oriente, donde al principio las gentes consideraban despectivamente a Roma como la antigua capital ahora en decadencia, casi nadie las tomaba en serio. Allí, y junto al emperador, el concilio ecuménico, que solo el emperador podía convocar, se consideraba la autoridad suprema.
Así pues, todos los intentos de los obispos romanos de los siglos IV y V de inferir de la cita bíblica de Pedro y la piedra que la jurisdicción romana sobre toda la iglesia era el deseo de Dios, y ponerla en práctica, fracasó. Y el gran contemporáneo de los obispos Dámaso, Siricio, Inocencio y Bonifacio, el teólogo más destacado de occidente, el norteafricano Aurelio Agustín, que era un auténtico amigo de Roma, no daba ninguna importancia a la primacía legal universal del obispo de Roma.
Solo entre 360 y 382 se introdujo el latín universal y definitivamente en el culto tras un largo período de transición. El latín también se convirtió en la lengua oficial de la iglesia de occidente, la teología y el derecho, y siguió así durante siglos hasta que en la segunda mitad del siglo XX el concilio Vaticano II introdujo un cambio.
Específicamente, la teología latina tuvo sus raíces en África: por obra del legislador y teólogo laico Tertuliano en la segunda mitad del siglo II. Ya con él había quedado claro lo que distinguía al cristianismo griego del latino. Sus intereses principales no eran problemas metafísicos y especulativos sobre la cristología y la doctrina de la Trinidad, sino problemas psicológicos, éticos y disciplinarios: culpa, expiación, perdón y disciplina de la penitencia; el orden de las iglesias, los ministerios y los sacramentos. En todo ello se enfatizaba en la voluntad y en las dimensiones sociales, en la comunidad y la iglesia como organismo político.
Todos los obispos y teólogos destacados de occidente seguían la misma línea, especialmente Cipriano de Cartago, el líder espiritual de la iglesia norteafricana y defensor de la autonomía episcopal frente a Roma en el siglo III. Le siguió en el siglo IV Ambrosio de Milán, antiguo prefecto de la ciudad, quien, al igual que otros, aprendió de los teólogos griegos: exégesis del alejandrino Orígenes; teología sistemática de los tres capadocios, Basilio, Gregorio Nacianceno y Gregorio de Nisa.
Pero aunque a finales del siglo IV el occidente latino estaba siguiendo el mismo curso teológico que el oriente griego, esto se debía a las obras de un teólogo que aborrecía aprender griego, pero que poseía una gran maestría del latín y que llegó a convertirse en el teólogo de la iglesia latina, Aurelio Agustín (354-430). Cualquiera que desee comprender a la iglesia católica debe comprender a Agustín. Ninguna figura entre Pablo y Lutero ha tenido mayor influencia en la iglesia católica y en la teología que este hombre, que nació en la actual Argelia. Era un hombre mundano, un genio intelectual, un brillante estilista y un psicólogo dotado que, tras muchos devaneos y perplejidades se convirtió en un vehemente cristiano católico, sacerdote y obispo.
Agustín fue obispo de Hippo Regius (Bône, Argelia, ahora Annaba) durante treinta y cinco años. Como obispo, este hombre, que escribió tantas obras profundas, brillantes y conmovedoras sobre la búsqueda de la felicidad, sobre el tiempo y la eternidad, sobre el alma humana y la devoción, siguió siendo también un predicador infatigable, comentarista de las escrituras y autor de tratados teológicos. Como tal, fue la figura principal de las dos crisis que no solo conmovieron a la iglesia de África, sino que también decidieron el futuro de la iglesia en Europa: el donatismo y la crisis de Pelagio.
¿En qué consistía la verdadera iglesia? Alrededor de esta cuestión versó la primera gran crisis, cuya chispa fije prendida por la iglesia de línea dura de los donatistas (fundada por el obispo Donato). Durante décadas los donatistas habían dado la espalda a la iglesia de las masas, que a sus ojos se había tornado demasiado mundana: demandaban que los bautismos y las ordenaciones administrados por obispos y presbíteros indignos, especialmente aquellos que «caían» en las persecuciones, fueran invalidados, así como los de sus sucesores.
Esto se discutió desde el principio en la «gran iglesia». Con los auspicios de la religión de estado proclamada por Teodosio, los donatistas quedaron proscritos para el culto, y fueron amenazados con la confiscación de sus bienes y el destierro. Solo la «iglesia católica» era reconocida por el estado. En vista del cisma donatista que se estaba desarrollando, Agustín, a quien como obispo le preocupaba la unidad de la iglesia, defendió una iglesia católica y universal, que para él era la «madre» de todos los creyentes. Ya como teólogo laico argumentaba lo siguiente:
Debemos permanecer fieles a una religión cristiana y a la hermandad de esa iglesia, que es la iglesia católica y recibe el nombre de iglesia católica, no solo por parte de sus miembros sino también por parte de todos sus oponentes. Tanto si así lo desean como si no, incluso los herejes y los cismáticos, y si no hablan entre sí sino con extraños, llaman solo católicos a los católicos. Pues solo pueden hacerse entender si les dan el mismo nombre con el que todo el mundo los conoce (
De vera religione
, 7,12).
Aquí «iglesia católica» ya no se entiende como iglesia que abraza a todos y al mismo tiempo es ortodoxa, sino que ahora también es una iglesia que se había extendido por todo el orbe y era numéricamente la mayor. Como en este caso, en muchas otras ocasiones dotó Agustín a la teología occidental de argumentos, categorías, soluciones y fórmulas pegadizas, especialmente para una doctrina diferenciada de la iglesia y los sacramentos. Pero dado que comenzó desde una posición polémica y defensiva, a pesar de su énfasis en la «iglesia invisible» de los verdaderos creyentes, desarrolló una noción marcadamente institucional y jerárquica de la iglesia.
Así pues, nos hallamos ante la subordinación del individuo a la iglesia como institución. Se da por supuesto que Agustín concebía a la iglesia real como una iglesia de peregrinos que debía abandonar la separación de la paja y el grano hasta el Juicio Final. Pero al enfrentarse con la incesante profusión de grupos heréticos, e influido por una crucial acción de vigilancia, finalmente consideró que incluso la violencia contra los herejes y los cismáticos podía justificarse teológicamente. Argumentaba así al referirse a la cita de la parábola del banquete en boca de Jesús, en la cual la traducción latina acentúa las palabras «Coge intrare», «Obliga [en lugar de invita] a los de afuera a entrar…». De ese modo a lo largo de los años, Agustín, que tan convincentemente podía hablar del amor divino y del amor humano, definió a Dios como «el amor en sí mismo» y se convirtió fatalmente en el testigo de cargo de la justificación teológica para las conversiones forzosas, la Inquisición y la guerra santa contra los descarriados de toda condición… algo que no ocurrió en el oriente cristiano. Pero también había otras diferencias a tener en cuenta entre oriente y occidente.