—No, de veras, estoy triste, no te rías, es serio —decía, viendo al joven que la contemplaba divertido, burlándose de su actitud absorta.
Maxime adoptó un tono de voz chusco:
—¡Tenemos grandes pesares, estamos celosas!
Ella pareció muy sorprendida.
—¿Yo? —dijo—. Celosa ¿por qué? —Luego agregó, con su mueca de desdén, como acordándose—: Ah, sí, ¡esa gorda de Laurel! No pienso para nada en eso, mira. Si Aristide, como todos queréis darme a entender, ha pagado las deudas de esa chica y le ha evitado así un viaje al extranjero, es que le gusta el dinero menos de lo que yo creía. Eso le devolverá el favor de las damas… Pobrecito, yo le dejo bien libre. —Sonreía, decía «pobrecito» en un tono lleno de amistosa indiferencia. Y, súbitamente, tristísima de nuevo, paseando a su alrededor esa mirada desesperada de las mujeres que no saben a qué diversión entregarse, murmuró—: ¡Oh! ya quisiera… Pero no, no estoy celosa, nada celosa. —Se detuvo, vacilante—. Ya ves, me aburro —dijo por fin con voz brusca.
Entonces enmudeció, con los labios apretados. La fila de carruajes seguía pasando a lo largo del lago, con un trote regular, con un ruido especial de catarata lejana. Ahora, a la izquierda, entre el agua y la calzada, se alzaban bosquecillos de árboles verdes, de troncos delgados y rectos, que formaban curiosos haces de columnitas. A la derecha, habían cesado los planteles, los árboles jóvenes; el Bosque se había abierto en anchos céspedes, en inmensas alfombras de hierba, salpicadas aquí y allá por un grupo de grandes árboles; los lienzos verdes se sucedían, con leves ondulaciones, hasta la puerta de La Muette, cuya verja baja se distinguía a lo lejos, semejante a un trozo de encaje negro extendido a ras del suelo; y, en las pendientes, en los parajes donde las ondulaciones se ahondaban, la hierba era completamente azul. Renée miraba, con los ojos fijos, como si este ensanchamiento del horizonte, estas praderas mullidas, bañadas por el aire de la tarde, le hubieran hecho sentir más vivamente el vacío de su ser.
Al cabo de un silencio, repitió, con acento de sorda cólera:
—¡Oh!, me aburro, me aburro mortalmente.
—¿Sabes que no resultas muy divertida? —dijo tranquilamente Maxime—. Estás con tus nervios, claro.
La joven se volvió a echar hacia el fondo del carruaje.
—Sí, estoy con mis nervios —respondió secamente. Después se puso maternal—. Me estoy haciendo vieja, mi querido muchacho; pronto tendré treinta años. Es terrible. No le saco gusto a nada… A los veinte años, tú no puedes saber…
—¿Es que me has traído para confesarte? —interrumpió el joven—. Sería endemoniadamente largo.
Ella acogió esta impertinencia con una débil sonrisa, como un desplante de niño mimado a quien todo se le consiente.
—No sé cómo te quejas —continuó Maxime—; gastas más de cien mil francos al año en ropa, vives en un palacete espléndido, tienes caballos soberbios, tus caprichos son ley, y los periódicos hablan de cada uno de tus nuevos vestidos como de un acontecimiento de suma importancia; las mujeres te envidian, los hombres darían diez años de su vida por besarte la punta de los dedos… ¿No es cierto?
Ella hizo, con la cabeza, una señal afirmativa, sin responder. Con los ojos bajos, se había puesto otra vez a rizar los pelos de la piel de oso.
—Vamos, no seas modesta —prosiguió Maxime—; confiesa francamente que eres uno de los pilares del Segundo Imperio. Entre nosotros, podemos decirnos estas cosas. En todas partes, en las Tullerías, entre los ministros, entre los simples millonarios, abajo y arriba, reinas como soberana. No hay placer que no hayas disfrutado a fondo y, si me atreviera, si el respeto que te debo no me retuviese, diría… —Se detuvo unos segundos, riendo; luego remató impertinente su frase—. Diría que has mordido todas las manzanas.
Ella no pestañeó.
—¡Y te aburres! —prosiguió el joven con una vivacidad cómica—. ¡Pues es un crimen!… ¿Qué quieres? ¿Con qué sueñas?
Ella se encogió de hombros, para decir que no lo sabía. Aunque agachara la cabeza, Maxime la vio entonces tan seria, tan sombría, que enmudeció. Miró la fila de carruajes que, al llegar al extremo del lago, se ensanchaba, llenaba la amplia encrucijada. Los coches, menos apretados, giraban con una gracia soberbia; el trote más rápido de los troncos sonaba con fuerza sobre la tierra dura.
La calesa, al dar un gran rodeo para meterse en la fila, hizo una oscilación que impregnó a Maxime de vaga voluptuosidad. Entonces, cediendo a las ganas de abrumar a Renée:
—Vaya —dijo—, ¡merecerías ir en simón! ¡Te estaría bien empleado!… ¡Eh! mira esa gente que vuelve a París, esa gente que está a tus pies. Te saludan como a una reina, y poco falta para que tu buen amigo, el señor De Mussy, te envíe besos.
En efecto, un jinete saludaba a Renée. Maxime había hablado en un tono hipócritamente burlón. Pero Renée apenas se volvió, se encogió de hombros. Esta vez el joven hizo un gesto desesperado.
—En serio —dijo—, ¿hemos llegado tan lejos?… Pero, Dios mío, lo tienes todo, ¿qué más quieres?
Renée levantó la cabeza. Había en sus ojos una cálida claridad, un ardiente deseo de curiosidad insatisfecha.
—Quiero otra cosa —respondió a media voz.
—Pero, puesto que lo tienes todo —prosiguió Maxime riendo—, otra cosa no es nada… Otra cosa, ¿qué?
—¿Qué? —repitió ella…
Y no continuó. Se había vuelto del todo, contemplaba el extraño cuadro que se borraba a sus espaldas. Casi se había hecho de noche; un lento crepúsculo caía como una ceniza fina. El lago, visto de frente, a la luz pálida que se arrastraba aún sobre el agua, se redondeaba, como una inmensa lámina de estaño; en las dos orillas, los bosques de árboles verdes, cuyos troncos delgados y rectos parecen salir del lienzo durmiente, adoptaban, a esa hora, una apariencia de columnatas violáceas, dibujando con su arquitectura regular las estudiadas curvas de las riberas; detrás, al fondo, ascendían macizos, grandes follajes confusos, anchas manchas negras cerraban el horizonte. Había allá, tras esas manchas, un resplandor de brasa, una puesta de sol semiapagada que no incendiaba sino un extremo de la inmensidad gris. Por encima de aquel lago inmóvil, de aquella vegetación baja, de aquella perspectiva tan singularmente chata, el hueco del cielo se abría, infinito, más profundo y más ancho. El gran trozo de cielo sobre aquel rinconcito de naturaleza producía un estremecimiento, una tristeza vaga; y se desprendía de aquellas alturas palidecientes tal melancolía de otoño, una noche tan dulce y tan afligida, que el Bosque, envuelto poco a poco en un sudario de sombras, perdía sus gracias mundanas, agrandado, lleno por entero del poderoso encanto de los bosques. El trote de los carruajes, cuyos colores vivos apagaban las tinieblas, se alzaba, semejante a lejanas voces de hojas y aguas corrientes. Todo iba muriéndose. En el desdibujamiento universal, en el centro del lago, la vela latina de la gran barca de paseo se destacaba, neta y vigorosa, sobre el resplandor de brasa del ocaso. Y no se veía sino esa vela, ese triángulo de tela amarilla, desmesuradamente ampliado.
Renée, en su saciedad, experimentó una singular sensación de deseos inconfesables al ver aquel paisaje que ya no reconocía, aquella naturaleza tan artísticamente mundana a la que la gran oscuridad estremecida convertía en un bosque sagrado, uno de esos claros ideales en el fondo de los cuales los antiguos dioses ocultaban sus amores gigantescos, sus adulterios y sus incestos divinos. Y a medida que la calesa se alejaba, le parecía que el crepúsculo arrastraba detrás de ella, en sus velas trémulas, la tierra del sueño, la alcoba vergonzosa y sobrehumana donde hubiera saciado al fin su corazón enfermo, su carne cansada.
Cuando el lago y los bosquecillos, desvanecidos en las sombras, no fueron, a ras del cielo, sino una barra negra, la joven se volvió bruscamente y, con una voz en la que había lágrimas de despecho, reanudó su frase interrumpida:
—¿Qué?… Otra cosa, ¡caray! Quiero otra cosa. ¿Te crees que lo sé? Si lo supiera… Pero, ya ves, estoy harta de bailes, harta de cenas, harta de fiestas como ésta. Es siempre lo mismo. Es mortal… Los hombres son unos pelmazos, ¡oh, sí!, unos pelmazos…
Maxime se echó a reír. Bajo los modales aristocráticos de la mujer de mundo se traslucían ardores. Ya no parpadeaba; la arruga de su frente se ahondaba duramente; su labio de niño enfurruñado sobresalía, cálido, en pos de esos goces que deseaba sin poder darles un nombre. Renée vio la risa de su compañero, pero estaba demasiado agitada para callarse; semiacostada, dejándose llevar por el balanceo del coche, continuó con frasecitas secas:
—No cabe duda, sí, sois unos pelmazos… No lo digo por ti, Maxime; eres demasiado joven… ¡Pero si yo te contara cuánto me pesó Aristide al principio! ¡Y los otros, también!, los que me han amado… Somos buenos amigos, tú lo sabes, contigo no me cohíbo; pues bien, de veras, hay días en que estoy tan cansada de vivir mi vida de mujer rica, adorada, saludada, que quisiera ser una Laure de Aurigny, una de esas damas que viven como un hombre soltero. —Y como Maxime riera más alto, insistió—: Sí, una Laure de Aurigny. Debe de ser menos soso, menos siempre lo mismo. —Calló unos instantes, como para imaginarse la vida que llevaría, si fuera Laure. Luego, en tono desalentado—: Después de todo —prosiguió— esas damas deben de tener sus problemas, también ellas. Nada es divertido, decididamente. Es como para morirse… Ya lo decía yo, haría falta otra cosa; ya entiendes, no adivino qué; pero otra cosa, alguna cosa que no le ocurriera a nadie, que no se encontrara todos los días, que fuera un goce raro, desconocido.
Su voz se había hecho más lenta. Pronunció estas últimas palabras buscando, abandonándose a una honda ensoñación. La calesa subía entonces por la alameda que lleva a la salida del Bosque. La sombra crecía; las matas corrían, a los dos lados, como muros grisáceos; las sillas de hierro, pintadas de amarillo, donde se exhibe, las tardes de buen tiempo, la burguesía endomingada, se deslizaban a lo largo de las aceras, todas vacías, con la melancolía negra de esos muebles de jardín sorprendidos por el invierno; y el fragor, el ruido sordo y cadencioso de los carruajes que regresaban, pasaba como un triste lamento por la alameda desierta.
Sin duda Maxime se dio cuenta de que resultaba de mal tono opinar que la vida era bella. Aunque aún fuera lo bastante joven para entregarse a un impulso de dichosa admiración, tenía un egoísmo demasiado grande, una indiferencia demasiado chancera, sentía ya demasiado cansancio real para no declararse descorazonado, hastiado, acabado. De ordinario, solía enorgullecerse de esta confesión.
Se recostó como Renée, adoptó una voz doliente.
—¡Vaya! tienes razón —dijo—; es agobiante. Mira, ¡no me divierto mucho más que tú! También he soñado a menudo con otra cosa… Nada tan idiota como viajar. Ganar dinero, prefiero despilfarrarlo, aunque no siempre sea tan divertido como uno imagina al principio. Amar, ser amado, en seguida está uno hasta la coronilla, ¿verdad? ¡Ah, sí, hasta la coronilla!… —Como la joven no respondía, él continuó, para sorprenderla con una grave impiedad—: A mí me gustaría ser amado por una monja. ¿Eh? ¡Quizá fuera curioso!… ¿Nunca has tenido el sueño, tú, de amar a un hombre en el que no podrías pensar sin cometer un crimen?
Pero ella permanecía sombría, y Maxime, viendo que seguía callada, creyó que no lo escuchaba. Con la nuca apoyada contra el borde acolchado de la calesa, parecía dormir con los ojos abiertos. Pensaba, inerte, entregada a los sueños que la tenían tan abatida, y, a veces, ligeros latidos nerviosos agitaban sus labios. Estaba blandamente invadida por la sombra del crepúsculo; todo cuanto esa sombra contenía de indecisa tristeza, de discreta voluptuosidad, de esperanza inconfesada, la impregnaba, la bañaba en una especie de atmósfera lánguida y morbosa. Sin duda, mientras miraba fijamente la espalda curva del lacayo sentado en el pescante, pensaba en las alegrías de la víspera, en las fiestas que encontraba tan sosas, de las que ya no quería saber nada; veía su vida pasada, la satisfacción inmediata de sus apetitos, el hastío del lujo, la monotonía aplastante de las mismas ternuras y las mismas traiciones. Luego, como una esperanza, se alzaba en ella, con estremecimientos de deseo, la idea de esa «otra cosa» que su espíritu en tensión no podía hallar. Y en eso su ensoñación se extraviaba. Hacía esfuerzos, pero siempre la palabra buscada se zafaba en el anochecer, se perdía entre el fragor continuo de los carruajes. El balanceo flexible de la calesa era una vacilación más que le impedía formular su deseo. Y una tentación inmensa ascendía de ese vacío, de esos arbustos que la sombra adormecía en los dos bordes de la alameda, de ese ruido de ruedas y de esa oscilación muelle que la llenaba de un entumecimiento delicioso. Mil pequeños soplos pasaban por su carne: ensueños inconclusos, voluptuosidades innominables, confusos deseos, todo cuanto un retorno del Bosque, a la hora en que el cielo palidece, puede infundir de exquisito y monstruoso en el corazón cansado de una mujer. Tenía las dos manos hundidas en la piel de oso, sentía mucho calor con el gabán de paño blanco, con vueltas de terciopelo malva. Al alargar un pie, para relajarse en su bienestar, rozó con el tobillo la pierna tibia de Maxime, quien ni siquiera reparó en ese contacto. Una sacudida la sacó de su dormitar. Alzó la cabeza, mirando extrañamente con sus ojos grises al joven arrellanado con toda elegancia.
En ese momento, la calesa salió del Bosque. La avenida de la Emperatriz
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se extendía muy recta en el crepúsculo, con las dos líneas verdes de sus barreras de madera pintada, que iban a juntarse en el horizonte. En la contracalle reservada a los jinetes, un caballo blanco, a lo lejos, ponía una mancha clara que horadaba la sombra gris. Había, al otro lado, a lo largo de la calzada, aquí y allá, paseantes rezagados, grupos de puntos negros, que se dirigían lentamente hacia París. Y, arriba del todo, al final de la cola hormigueante y confusa de carruajes, el Arco de Triunfo, colocado al sesgo, blanqueaba sobre un vasto lienzo de cielo de color hollín.
Mientras la calesa subía con trote más vivo, Maxime, encantado por el aspecto inglés del paisaje, miraba, a los dos lados de la avenida, los palacetes, de arquitectura caprichosa, cuyos céspedes descendían hasta las contracalles; Renée, en su ensoñación, se divertía viendo, en el borde del horizonte, encenderse una a una las farolas de gas de la plaza de ľÉtoile, y a medida que esos resplandores vivos manchaban el ocaso con llamitas amarillas, creía oír llamadas secretas, le parecía que el París resplandeciente de las noches de invierno se iluminaba para ella, le preparaba el goce desconocido que soñaba con satisfacer.