—¿Vas a quedarte ahí viéndome comer?
—Con mucho gusto.
Me ruborizo, sin apartar la mirada de las humeantes y olorosas verduras que llenan mi plato. Empiezo a comer y pronto me olvido de que me siento observada. Noto una explosión de sabores en la lengua: jengibre, ajo, cebolla, especias. El brócoli y la coliflor nunca me habían sabido tan bien, ni la cebolla me había parecido tan dulce. Connor me cuenta historias mágicas de su infancia, cuando pescaba a la mosca en los ríos de las montañas Olympic o surcaba lagos de aguas prístinas a bordo de una canoa.
—Llevaba mucho tiempo lejos, pero me alegro de haber vuelto. Me siento como en casa en esta isla.
—¿Dónde vives? —pregunto.
—Me hospedo en la pensión Fairport hasta encontrar algo definitivo.
—¿Vas a comprarte una casa aquí? —lo interpelo mientras saboreo un bocado de champiñones y cebollas condimentados con jengibre.
—Soy un trotamundos, pero ya he viajado bastante y me apetecía volver a casa. Echaba de menos todo esto.
—Yo también añoraba la isla —confieso, para mi propia sorpresa—. La playa es relajante. También lo son el musgo, el aire fresco y hasta la lluvia.
Nunca pensé que diría algo así.
—Apenas ha cambiado en todo este tiempo. Algunos de los antiguos restaurantes siguen abiertos y algunas tiendas también.
—Yo solía dar largos paseos por los senderos forestales, pero llevo años sin hacerlo.
—Deberíamos ir de excursión algún día —dice él—. No he hecho gran cosa desde que he vuelto. He estado demasiado ocupado. Siempre he soñado con abrir una consulta médica para personas sin recursos.
—Es una idea fantástica.
A lo mejor sí que se parece a su padre, un poco.
Connor coge la silla, rodea la mesa para venir a sentarse a mi lado y, antes de que pueda impedírselo, se inclina hacia mí y me besa. Sus labios ejercen una presión firme, resuelta, y me siento transportada a un mundo resplandeciente en el que todo mi ser anhela ser amado. Es algo tan intenso que se traduce en dolor, un dolor que me recorre el cuerpo, pero saco fuerzas de flaqueza para zafarme de su abrazo.
—No puedo hacerlo.
Aparto la silla de la mesa y me levanto. Noto un cosquilleo en los labios. Mi cuerpo se llena de luz, como si un universo de estrellas hubiese cobrado vida en mi interior.
—¿Por qué no? —pregunta entornando los ojos, el gesto sereno.
Todas y cada una de las moléculas de mi cuerpo están deseando ceder, pero no puedo hacerlo.
—No estoy... preparada.
—Puedo esperar.
—Quizá tengas que esperar toda la eternidad.
Me pongo la coraza interna. Me viene a la mente una imagen de Robert. Hubo un tiempo en que también él me dejaba sin aliento.
—Quizá tenga toda la eternidad —replica Connor. Se levanta despacio, a regañadientes, y se dirige a la puerta que conduce a la escalera.
Me siento morir.
—Te acompaño hasta abajo. Espera que me ponga los zapatos.
—No hace falta, conozco el camino. Pero lo nuestro no ha hecho más que empezar...
—Necesito tiempo, Connor. Nada más.
Mi corazón está cerrado a cal y canto.
—Tómate todo el tiempo que necesites. Pero recuerda: a veces tienes que lanzarte al vacío, arriesgarte, coger la vida a manos llenas, aunque solo sea por un día.
Y se va.
—Te quiero tanto... —me susurró Robert en nuestra luna de miel, en Maui. Su voz me acariciaba la piel, encendiéndola como si de un afrodisíaco tropical se tratara. Yo tenía la espalda apoyada en su regazo, sus brazos me rodeaban y nos mecíamos suavemente en una hamaca colgada entre dos palmeras. Si de nosotros hubiera dependido, quizá no nos habríamos movido de allí.
Habíamos alquilado un chalet soleado en la playa. Me sentía tentada de creer que aquel paraíso nos pertenecía en exclusiva, que estábamos solos en el mundo.
—Te quiero mucho. —Cerré los ojos, notando el pecho de Rob en mi espalda, el latido de su corazón, mi cabeza en la hondonada de su hombro. La arena transportada por la brisa me cosquilleaba la piel. Del mar nos llegaba un tenue perfume a sal y algas que se mezclaba con el olor de Robert, a sudor y a loción solar de coco.
—Yo mucho más —repuso él.
—Pues hasta las estrellas.
—Y yo hasta el infinito.
—Y yo hasta el infinito y más allá.
—Pero yo hablo de quererte de verdad —replicó, como si tratara de convencerse a sí mismo. Me pregunto si trataba de comprender qué significaba realmente el amor, cuáles eran sus límites.
—Yo también hablo de quererte de verdad —le aseguré.
Entrelazó sus dedos con los míos, me acarició la palma de la mano con el pulgar.
—¿Aunque me quede calvo? ¿Aunque tenga que arrastrar los pies hasta la puerta y camine encorvado por la ciática?
—Nos arrastraremos juntos.
—¿Aunque deje la dentadura postiza en un vaso cada noche?
—Tu padre dijo que aún conserva todas sus muelas, ¿te acuerdas? En el banquete de boda.
Rob soltó una carcajada. Noté cómo la risa sacudía su cuerpo.
—No tengo ni idea de por qué lo sacó a colación. Mi padre es la monda.
—Tu madre también es estupenda. Me encantó lo que dijo en la boda, aquello de renunciar a su hijo y a cambio ganar a la hija que nunca llegó a tener.
—Una hija preciosa.
Sus padres, sus dos hermanos más jóvenes, sus mejores amigos... La buena gente que venía con él también acabaría desapareciendo con él. Pertenecían todos a un mismo lote.
—Tu madre ha sido demasiado generosa —dije, con los ojos todavía cerrados.
—¿Y si me pongo barrigón como ese tipo de ahí?
Noté que señalaba algo. Abrí los ojos y vi a un hombre de vientre prominente, el cuerpo quemado por el sol, la cabeza coronada por un triste mechón de pelo gris que se mecía con la brisa. Paseaba por la orilla a cientos de metros de nosotros, y su pálida panza parecía derramarse por encima de la cinturilla de los pantalones a cuadros.
—Me da igual tu aspecto —le aseguré—. Te quiero por ser quien eres. Por como eres por dentro.
Pero ¿sabía realmente quién era Robert? Creía que lo comprendía, pero resultó que proyectaba una falsa imagen de sí mismo. ¿Cómo llegar a conocer de verdad a la gente?
¿Qué sé yo de Connor? Me calzo los zapatos, bajo la escalera a toda prisa y abro la puerta de la calle, pero no hay rastro de él. Ni un coche, ni una bicicleta, ni una silueta varonil alejándose a grandes zancadas. Solo la blanca franja de la carretera, serpenteando a lo largo de la orilla. Allá arriba, las constelaciones se arraciman en la bóveda negra del cielo. «Mira las estrellas.»
Robert nunca contemplaba las estrellas; estaba demasiado ocupado mirando las faldas que pasaban. Me he liberado de sus obsesiones banales, de los límites del mundo conocido. Me imagino surcando el universo, descubriendo territorios inexplorados. Me llevo los dedos a los labios, donde sigue latiendo el beso de Connor.
Me vuelvo hacia la casa y nada más entrar, temblando, su ausencia me abruma. Me pregunto si no me habré equivocado al dejar que se fuera. No, no estoy lista para volver a intentarlo. Quizá nunca lo esté.
Me meto en la cama, donde paso toda la noche en una agitada duermevela y me despierto antes de que salga el sol. Cuando la oscuridad empieza a desvanecerse, salgo a la playa para correr con la brisa fresca de la mañana, sin el móvil. De momento, necesito quemar esta frenética energía.
Sigo la línea costera durante casi dos horas, hasta que me duelen los pies, medio deseando cruzarme con Connor. Pero solo veo a los cormoranes meciéndose sobre las olas, a las gaviotas lanzando sus agudos graznidos y a una foca que mueve la cabeza arriba y abajo, observándome con relucientes ojos negros. Me pregunto qué pensará de mí, de la solitaria mujer de pelo enmarañado que corre por esta franja de arena barrida por el viento.
Me detengo a recoger los tesoros que el océano ha arrojado a la orilla: una concha de berberecho rosada y estriada con ambas valvas intactas y unidas entre sí, varias conchas de almejas y coloridas piedras volcánicas. Vuelvo a la librería cansada pero rehecha, justo a tiempo para abrir la tienda.
Tony viste de azul claro de la cabeza a los pies. Lleva unos vaqueros desteñidos y con desgarrones a la altura de las rodillas, como manda la moda, y una camiseta azul cielo en la que pone: «Ándate con ojo o acabarás en mi novela». Se afana de aquí para allá con su habitual y febril ajetreo, recomponiendo los expositores y sustituyendo los diarios del vestíbulo.
—¿Dónde te habías metido? Ya empezaba a temer que se te hubiese tragado la isla.
—Estaba en la playa. Vuelvo enseguida.
Subo las escaleras a toda prisa para darme una ducha y cambiarme. Me siento viva, despierta. Correr me ha sentado bien. Noto el sabor del agua salada en los labios.
Al volver abajo me preparo una taza de café cargado y llevo una caja de libros nuevos a la sección de ficción.
—¿Qué tal tu cita de anoche? —pregunta Tony, acercándose al tiempo que retira el precinto de la caja.
—Me besó, eso es todo.
—¿Y qué sentiste?
Saca unos cuantos libros de la caja y empieza a colocarlos en los huecos de las estanterías.
—Como si me besaran. No lo sé. Agradable, fue agradable.
—¿Sensual?
—Sí, eso también.
Me ruborizo al recordarlo.
—¿Y qué más?
Tony se sienta en la alfombra con las piernas cruzadas, junto a la caja, y va apilando los libros que saca de su interior.
—Nada más. Estuvimos hablando. —Me siento a su lado—. Cuando me besó me eché atrás, y entonces se marchó. No pude evitarlo.
—Eres un animalillo herido. Lo entenderá.
—Puede que no vuelva.
Tony me señala con un libro.
—Volverá, y la próxima vez aprovecha para pasártelo bien.
Le propino una cariñosa palmada en el brazo.
—No iba a meterme en la cama con él de buenas a primeras. ¿Qué se supone que tengo que hacer, quitarme la ropa, meterme bajo las sábanas y decir «Aquí estoy, ven a por mí»?
—¿Qué tiene de malo echar una cana al aire? No tienes por qué casarte con él.
Me fijo en la novela que tengo entre las manos. El fantasma y la señora Muir. Es la historia de una mujer que se enamora de un fantasma y lo espera toda la vida. Coloco el libro en la estantería con ademán brusco.
—No estoy lista para esa clase de diversión.
—Te mereces esa clase de diversión. Sin agobios, sin malos rollos.
Guardo un ejemplar de Enamorada del pasado.
—Eso es lo que hacía mi ex, echar canas al aire sin agobios, sin malos rollos, olvidando que tenía una mujer esperándolo en casa. Un despiste como otro cualquiera.
—Pero tú no eres como él y ya no estás casada. No tener ataduras puede ser divertido. Si lo sabré yo... Podría darte un cursillo sobre el particular.
Alzo la mano en el aire.
—No hace falta, de verdad. Demasiada información.
—Imagínatelo, tienes la oportunidad de pasar unos días con un hombre que está para mojar pan, que bebe los vientos por ti y puede darte placer. ¿Por qué no te dejas llevar y te olvidas de todos tus recelos? Luego te vuelves a Los Ángeles y si te he visto no me acuerdo.
Tony mueve la mano en el aire como si sacudiera el polvo.
Señalo otra pila de libros.
—Voy a apartar esos de ahí, regalaré los que no necesitemos. Y no quiero seguir hablando de meterme en la cama con hombres extraños.
Tony chasquea la lengua.
—Connor no es extraño. ¿Qué crees que pasará? No vas a desaparecer convertida en una bocanada de humo.
—¿Cómo lo sabes? A veces me siento efímera.
—Cuando te acuestes con Connor, volverás a sentirte como una mujer de verdad. Te sentirás como nueva.
—Me sentiré como nueva cuando obtenga el divorcio. Espero que Robert no siga intentando quitarme el piso.
Tony me da una palmadita en el hombro.
—Oye, olvídate de ese tipo. ¿Por qué no vamos a dar una vuelta?
—¿Quién se encarga de la tienda?
Vuelvo a notar en el cráneo la presión de una jaqueca incipiente.
—Colgaré el cartelito de «Vuelvo enseguida» en la puerta. No nos vamos a meter en ningún lío. Te llevaré al café Fairport, a tomar una caracola de canela.
—No me vendría mal un poco de azúcar.
Escasos minutos después salimos a la calle, donde nos recibe un cielo borrascoso. El aire frío y la llovizna me refrescan la piel.
En el café Fairport reina un ambiente bullicioso con sabor lugareño: estudiantes dándole al teclado de sus ordenadores, un grupo de mujeres con niños en cochecitos. Se me hace la boca agua al reconocer el aroma a pan y cruasanes recién horneados.
—No recordaba que viviera tanta gente en la isla —comento—. Parecen felices.
De hecho, se les ve tan alegres y despreocupados como si bastara un soplo de brisa para que salieran volando.
—Debe de ser el hechizo de la isla —dice Tony—. Hay quienes atribuyen propiedades mágicas a las corrientes marinas que convergen en esta zona. Otros dicen que es el clima.
—Necesito un poco de magia de esa.
Pedimos dos cafés y sendas caracolas de canela grandes, que señalamos en la vitrina de cristal, y luego nos sentamos a una mesa esquinera, junto a la ventana.
Remuevo mi capuchino. Una mujer me da un codazo al pasar junto a mí con una bandeja en las manos.
—Ojalá mi tía se modernizara —digo—. Tengo el presentimiento de que acabará viéndose obligada a cerrar la librería. He pedido unos cuantos éxitos de ventas y he quitado las telarañas. Lo estoy intentando, pero no puedo dar con todas las respuestas en un mes...
—A mí también me gustaría tener todas las respuestas —dice Tony, sorbiendo la espuma que corona su café con chocolate y que le dibuja un tenue bigote blanco en el labio superior—. Como por ejemplo por qué no he podido publicar nada aún.
—¿Eres escritor? Tu camiseta me ha hecho suponerlo.
Tony suspira y se queda mirando la superficie espumosa del café.
—He intentado colocar nada menos que catorce novelas y ninguna ha visto la luz, pero no pierdo la esperanza.
Se vuelve hacia la ventana con un gesto entre anhelante y nostálgico, y se pierde en la contemplación de las gabardinas que pasan bajo la lluvia, relucientes pinceladas de amarillo y azul, como espejismos inalcanzables.