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Authors: Anjali Banerjee

Tags: #Narrativa

La librería de las nuevas oportunidades (13 page)

BOOK: La librería de las nuevas oportunidades
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Jasmine, no temas volver a empezar...

A.A. MILNE

La letra se escora a la izquierda, y un par de pequeños borrones afean la página. Lo habrá escrito mi tía, supongo. A.A. Milne no puede haberlo hecho; murió hace años, sin dejar atrás más que sus libros, sus personajes, su imaginación.

La tía Ruma ha decidido gastarme una sofisticada broma. Recordaba que el osito Winnie era uno de mis personajes favoritos. Bueno, en realidad mi preferido era Igore. Cómo le costaba escribir. No atinaba ni con su propio nombre, que escribía Eor. ¿En qué libro ponía «detreminación» en un discurso dedicado a Christopher Robin?

Me preparo una tila y me pongo las gafas de lectura. Me meto en la cama y abro el libro, que huele a papel recién impreso. Lo hojeo, acerco las páginas a la nariz e inspiro su aroma. Vuelvo a ser una niña, abriendo las nuevas adquisiciones de la librería. El osito Winnie, Las crónicas de Narnia y Dr. Seuss: El gato garabato, Huevos verdes con jamón. Hace mucho tiempo, leía todas esas historias una y otra vez. No tenía ninguna preocupación. Nadie me había roto el corazón todavía.

Un día en que el osito Winnie no tenía nada más que hacer, pensó que haría algo, así que fue a la casa de Lechoncito para ver qué hacía este...

De pronto, las luces se apagan.

—¡Lo que faltaba!

Dejo caer el libro sobre la cama. La lamparita de noche enchufada a la pared sigue emitiendo su resplandor, gracias quizá a una pila. Las paredes vibran y una escoba cae al suelo con estruendo. Casi salto de la cama del susto. El corazón se me acelera.

—No pasa nada, estás bien —me digo a mí misma—. No es más que un apagón provocado por la tormenta.

¿Qué demonios hago yo aquí?

Desafiar a Robert, eso es lo que hago.

Saco la linterna de la cómoda y bajo de puntillas por la polvorienta escalera de servicio.

En el pasillo del segundo piso, un jirón de papel pintado se ha despegado de la pared, descubriendo así un antiguo patrón floral. El estampado de pétalos de rosa emite destellos metálicos rojos y azules.

—Caja de plomos, primera planta.

Enfilo el pasillo de puntillas hasta llegar a la amplia escalera principal, que lleva hasta la segunda planta desde el vestíbulo de la primera, encarado al mar. Tengo el pie apoyado en el segundo peldaño cuando oigo un rumor de voces. Me detengo en seco, noto que me flaquean las piernas. Será el viento, que sacude los árboles.

El haz de la linterna baila sobre la vidriera de colores. Solo tengo que bajar unos cuantos escalones más, volver a cruzar el vestíbulo, dejar atrás el salón, la librería, el comedor. Puedo hacerlo. Mientras me acerco al último escalón, las voces parecen elevarse de nuevo. No, es el viento que silba.

Me asomo a la cristalera roja de la puerta principal. La silueta de un arce inmenso se mece sobre el telón de fondo del océano, que reluce a la luz de la luna. No hay nadie en la galería, ni en el tramo de escalones que baja hasta la ladera tapizada de hierba. Mis oídos me engañan. Vuelvo a enfilar el pasillo.

Las ramas se restriegan contra las ventanas y rechinan. Fuera, una cancela golpea repetidamente. Avanzo de puntillas hasta la habitación trasera. El teléfono está enchufado pero no funciona sin electricidad.

Abro la caja de los plomos. Los fusibles están todos en su sitio. Cubiertos por una capa de polvo, eso sí, pero no hay uno solo fundido. El apagón parece haber afectado toda la manzana. Genial. Sigo oyendo ruidos amortiguados cuya procedencia no alcanzo a determinar. Siguiéndolos, recorro de nuevo el pasillo y me detengo ante la puerta del salón. Un tenue resplandor se cuela por la rendija de la puerta. Respiro hondo, me armo de valor. Allá voy.

Abro la puerta de un tirón e irrumpo en la estancia, decidida. Hay una mujer de pie entre las sombras que arroja la luna. Tiene la frente ancha, las mejillas sonrosadas. Luce un vestido azul. Es alta y muy atractiva. Si la hubiese visto en el otro extremo de una habitación repleta de gente, habría destacado por su singular belleza. Una leve aura parece envolverla. Se me pone la piel de gallina. Estoy alucinando, no puede haber otra explicación. O bien tengo un ataque de sonambulismo, o no he salido de la cama de mi tía y todo esto es un sueño. Mi lengua parece haberse expandido hasta llenarme toda la boca.

—¿Quién es usted? —pregunto cuando al fin recupero la voz—. ¿Qué hace aquí? La librería está cerrada.

No hay respuesta.

—No debería estar aquí —insisto—. ¿Lleva aquí toda la noche? ¿Estaba aquí dentro cuando cerré la librería? ¿Pertenece al club de lectura?

En ese instante vuelve la luz, y con ella el súbito resplandor de las bombillas. La desconocida se ha volatilizado. Hace un momento estaba aquí, la tenía delante, pero ahora mismo estoy sola en la habitación. La busco en todos los pasillos. La ventana está cerrada, y la puerta queda a mi espalda. Ha debido de ser producto de mi imaginación, exacerbada por el pánico.

Sobre la mesa hay un libro de tapas duras. ¿Cómo es posible que no lo viera antes? Recojo el pesado volumen con cubiertas raídas y páginas apergaminadas por los años y el uso. Se titula Mi vida en África, es un libro de memorias y su autor es un tal doctor Connor Hunt.

«Connor Hunt.»

Abro el libro. Es una primera edición, publicada en 1975, cuando el autor contaba treinta y seis años. Su foto ocupa buena parte de la contracubierta del libro y en cuanto la veo el corazón me da un vuelco. Luce un peinado algo distinto, jersey de cuello alto y pantalones de campana, pero guarda un innegable parecido con el Connor Hunt que conozco. Solo que este, el que escribió el libro, tendría ahora más de setenta años.

20

Acaban de dar las dos de la madrugada cuando llamo a Tony desde el teléfono fijo de mi tía.

—Me largo mañana por la mañana.

—¿Jasmine, eres tú? —contesta Tony con voz soñolienta—. ¿Cómo es que tienes mi número?

—Lo he encontrado aquí, en el despacho. Me estoy volviendo loca. Necesito hablar con mi tía.

No paro de dar vueltas por el despacho en camisón y zapatillas. La habitación está muy iluminada, todas las bombillas encendidas a la vez. La corriente eléctrica que abastece a todo el pueblo debe de estar fluyendo en abundancia hacia esta casa. Sostengo el libro de memorias.

—Solo llevas aquí un par de días. Son las tantas. ¿Qué ocurre? —Ahora la voz de Tony suena cortante—. ¿Se está quemando la casa? ¿Qué ha pasado?

—La casa sigue en pie. Soy yo la que no está bien, nada bien.

—¿Necesitas una ambulancia? Cuelga y llama al 911.

—Me ha parecido oír voces y luego he visto a una mujer en el salón. Sufro alucinaciones.

—Uf, querida... Tienes el tercer ojo. Te lo he dicho.

—¿Hay algún tipo de hongo tóxico en la casa, algo que pueda causar alucinaciones?

—Nada de eso. Tu tía lleva años hablando con los espíritus de la librería.

—No me ha dicho nada.

—Pensaba que lo sabías.

—Nunca creí que fuese cierto. Siempre he dado por sentado que eran fabulaciones suyas. Como es un poco excéntrica...

—No más que tú, por lo visto. ¿Cómo puedo ayudarte?

—Siento haberte despertado, pero no sabía a quién llamar. No puedo contárselo a mi familia. Creerían que estoy loca, ¡y con razón! Tengo que localizar a mi tía...

—No puedo creer que hayas visto a un fantasma.

—¡No era un fantasma! No he visto a nadie. Estaba soñando. Pero he encontrado un libro. —Le cuento lo de las memorias—. Está escrito por un tal doctor Connor Hunt. Se lo ve algo distinto, no exactamente como el Connor que conozco, pero se le parece mucho. A lo mejor es el padre de Connor. No hay fotos de niños...

—Ya decía yo que ese nombre me sonaba de algo. Ahora me acuerdo. El doctor Hunt, sí. Vivió en la isla hace mucho tiempo. Solía viajar a África a menudo. Murió allí...

—¿En África? Las memorias se publicaron antes de que muriera —comento con un escalofrío—. ¿Cómo murió?

—No tengo ni idea.

—Es raro que ese libro haya aparecido encima de una mesa. No recuerdo haberlo visto allí hasta esta noche. Seguramente Connor lo estaba leyendo, o quizá lo dejara él allí. Podría ser suyo. ¿Tenemos más ejemplares en la librería?

—No lo sé —contesta Tony—. Tu tía acepta muchas donaciones de libros, y en el sistema informático no consta más que una pequeña parte de las existencias. Queda mucho por hacer.

—Habría que empezar a clasificar los libros como es debido.

—Sí, claro. Oye, ¿te importa que lo comentemos mañana? Necesito volver a la fase REM.

—Lo siento, he olvidado lo tarde que es.

—No pasa nada. Será mejor que intentes dormir tú también. Tómate una infusión de valeriana. Huele fatal, pero funciona.

No me siento mejor después de colgar. Me acomodo en un sillón del salón de té y empiezo a leer el libro de memorias. A través de sus palabras, el padre de Connor vuelve a cobrar vida. Percibo su angustia ante las limitaciones que le impone el trabajo humanitario en África. Huelo a polvo y a muerte, veo a los niños pastoreando a las reses y dormitando en cajas de plátanos. El doctor Hunt se ve obligado a trabajar sin lo elemental para curar enfermedades perfectamente tratables. Me entero de sus ataques de fiebre, de su inquebrantable dedicación al trabajo, de lo difícil que le resulta volver a Estados Unidos. El abismo cultural. Se siente responsable de la muerte de una niña nigeriana que murió deshidratada. No tenía suficiente suero intravenoso para curarla. Echa de menos a su mujer, que está en Estados Unidos. Cuanto más leo, mejor lo conozco y más me siento..., ¿cómo decirlo?, ¿atraída, fascinada?

¿Podría llegar a sentir lo mismo por Connor? Desde luego no es como su padre, este hombre serio que anhelaba cambiar el mundo. Connor parece muy despreocupado. Me pregunto si tendrá vocación altruista, si viajará a África para ayudar a los necesitados. Quiero conocerlo mejor, y desearía haber conocido a su padre.

Me despierto sobresaltada por el sonido estridente del teléfono. El libro se me cae del regazo. Me habré quedado dormida en el sillón mientras leía en camisón. Miro el reloj. Las seis de la mañana.

Es mamá. Su voz suena tensa, preocupada.

—Perdona que te despierte tan temprano.

—Ya estaba despierta —miento, frotándome los ojos—. ¿Ha pasado algo?

—Intenté llamarte anoche, durante la tormenta, pero no había línea, claro está. ¿Ha caído algún árbol sobre la casa?

—¿Cómo dices? No. —Me aparto el pelo de la cara—. ¿Por qué iba a pasar algo así?

—Ocurre a menudo cuando hay tormenta, sobre todo cerca de la casa de Ruma.

—¿Quieres decir que ha pasado alguna vez?

—No, pero hay muchos árboles altos alrededor, y Ruma no ha contratado a nadie para que compruebe el estado de salud de esos abetos.

Pongo los ojos en blanco.

—Mamá, la casa está perfectamente.

—Tu padre quería ir a buscarte, pero hacía demasiado viento. Nos pareció mejor seguir todos a cubierto.

—Por aquí está todo bien —le aseguro.

—Deberíamos mudarnos a California. Estoy harta de este clima.

Cada pocos meses amenaza con mudarse, pero nunca lo hace.

—En California también hay lluvia, y deslizamientos de tierra —le recuerdo—. Y terremotos y sequía y los vientos de Santa Ana.

—Estas tormentas no las tenéis. Pero no te llamaba por eso. Acabo de hablar con tu tía Charu. Sanchita se ha ido. —Mi madre pronuncia esta última frase con expectación, como si esperara que yo resolviera el problema al instante, antes del alba.

—¿Cómo que se ha ido? ¿Ha pasado algo?

—Ha abandonado a Mohan. Nos hemos quedado todos de una pieza, y Mohan está destrozado. ¿No la habrás visto, por casualidad? —pregunta mamá en un tono ligeramente suspicaz.

—¿Cómo iba yo a verla? Apenas la conozco.

—Os criasteis juntas.

Me levanto y echo a andar con el teléfono inalámbrico pegado a la oreja. Me rugen las tripas de hambre y necesito hacer un pis.

—Eso no es del todo cierto. De niñas, nos veíamos obligadas a estar juntas cada vez que había una fiesta. Pero Sanchita y yo nunca hemos tenido mucho en común.

—A lo mejor podríais aprovechar para conoceros mejor cuando vuelva. Ahora que estás aquí... Estoy segura de que le encantaría retomar la relación. Creo que se siente sola...

—Tiene dos hijos, un marido, una carrera absorbente. No necesita mi amistad...

—Tenemos que encontrarla.

—A estas horas de la mañana, ¿no se habrá ido a trabajar? ¿Sabes si Mohan ha llamado a la consulta, al hospital?

—Su bolsa de viaje no está. Ha dejado una nota diciendo que se encuentra bien y que no se preocupen por ella. Pero, por supuesto, todo el mundo está preocupado. Mohan ha llamado a todos sus amigos, y también a la consulta. No se ha presentado a trabajar. Tampoco coge el móvil.

—A lo mejor no quiere hablar con nadie.

—Él está muy preocupado.

—Sanchita es una mujer adulta.

—Pero esto no es propio de ella.

—A lo mejor necesita pasar un tiempo a solas. A veces las personas hacen cosas inesperadas, cosas que no parecen propias de ellas. Ya se le pasará.

—Ha dejado a los niños con Mohan.

—¿Y él no puede cuidar de ellos?

—Ni siquiera sabe el número de la canguro.

—A lo mejor podría ocuparse personalmente de sus propios hijos —replico, pero en el fondo me da lástima.

—Jasmine.

—Mamá, no es asunto nuestro. Y tampoco es asunto de sus padres.

—Están preocupados por ella.

—Es una mujer adulta. Tiene derecho a tomar sus propias decisiones. Ni que la hubiesen secuestrado.

Mamá guarda silencio unos instantes.

—Si tienes noticias de ella, llámame.

—Estoy segura de que Sanchita llamará a casa cuando esté lista para hacerlo.

Cuando cuelgo, me noto agitada. Imagino a los niños de Sanchita, sus dedos regordetes, sus caritas redondas, sus ojos luminosos. No puede ser que los haya abandonado. Tiene todo lo que podría desear, incluida una carrera profesional envidiable. ¿Acaso no tiene bastante? ¿Se habrá fugado con un amante? Si su vida perfecta no la hacía feliz, ¿qué esperanza nos queda a los demás?

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