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Authors: Anjali Banerjee

Tags: #Narrativa

La librería de las nuevas oportunidades (10 page)

BOOK: La librería de las nuevas oportunidades
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Como en señal de protesta, un polvoriento libro de tapas blandas cae de la estantería y otros lo siguen en cascada.

—La tía Ruma me lo habría advertido —replico.

—¿Habrías venido si lo hubiese hecho?

Tony recoloca el libro y endereza los que quedan en los estantes.

—Seguramente no la habría creído.

—A eso me refiero.

—¿Por qué no te quedas a dormir tú, Tony, y le haces compañía a la casa?

—No sirve cualquiera —contesta.

Esto es ridículo. En la pared, un retrato desvaído de Lewis Carroll cuelga torcido. Enderezo el marco con la inscripción «Charles Lutwidge Dodgson», el verdadero nombre del escritor. Posa de perfil, mostrando su lado izquierdo, ataviado con chaqueta oscura, camisa blanca de cuello almidonado y pajarita, la mano derecha apoyada en la mejilla. Cariacontecido, triste.

—¿Has hecho tú esto? —le pregunto.

El señor Dodgson se vuelve hacia mí. Retrocedo, sobresaltada. Pero no, Lewis Carroll sigue vuelto de perfil, meditabundo y cabizbajo.

—¿Estás bien? —pregunta Tony.

Sufro un ligero trastorno alucinatorio. Puede que anoche se me fuera la mano con el vino.

—Necesito un café —contesto en tono expeditivo—. A ver si me despejo.

Todos los libros de un anaquel se precipitan al suelo, como si fueran las piezas de un dominó.

—La casa está molesta —concluye Tony, negando con la cabeza.

Levanto las manos en el aire.

—Tú ganas. Me quedaré a dormir esta noche, si tan importante es.

Se hace un silencio. Me dirijo a la puerta. La perspectiva de pasar la noche aquí hace que se me encoja el corazón. Estas habitaciones inmensas harán que me sienta más sola, si cabe. No habrá nadie durmiendo a mi lado. Robert se meterá en la cama junto a Lauren, la atraerá hacia sus brazos. Y yo me perderé en una vieja y destartalada mansión victoriana en medio de la nada.

Cuando me acerco a la puerta, un rayo de sol ilumina un desvaído póster de William Shakespeare, la reproducción de un retrato realista en color. Le brilla la frente, y el pendiente de plata que adorna su oreja izquierda reluce. Una sonrisa parece aflorar a sus labios. «Oh líquida ponzoña de sus ojos, / oh falso resplandor de sus mejillas.»

—Estoy impresionada, ¡citas a Shakespeare de memoria!

Me vuelvo hacia Tony, pero está en la otra punta de la habitación, dándome la espalda y silbando a media voz una melodía improvisada.

14

Fuera, un reducido grupo de padres y niños se ha congregado en la acera. Están arracimados, charlando y dando saltitos en la calle helada, soltando bocanadas de aire que salen convertidas en nubecillas de vaho. Así que esta es la multitud que ha venido en busca del autógrafo de Gertrude Gertler.

—No tenemos bastantes libros —concluye Tony—. A malas, tendré que ir a Seattle...

—Habrá como mucho siete personas ahí fuera. No es lo que se dice una muchedumbre.

—Tengo que llamar al mensajero. Con un poco de suerte, los libros aún estarán de camino.

—Mi tía debería haber anunciado la firma de libros, repartido folletos, puesto avisos en las escuelas...

—Habrá tenido otras cosas en las que pensar...

Se me encoge el estómago ante el súbito recordatorio de la enfermedad de la tía Ruma.

—Pero necesitará que el negocio siga en pie cuando vuelva.

—Hasta ahora no le ha ido nada mal. —Tony da media vuelta y se dirige al despacho. Yo lo sigo, pegada a sus talones.

—Pues ahora mismo no va nada bien. Necesitamos un calendario mensual, folletos, un plan de acción. Ese será tu cometido, hacer los folletos. La tía Ruma me ha dejado al frente de la librería, y yo te encargo la tarea de anunciar las actividades programadas.

—Como quieras —contesta Tony, abriendo la puerta del despacho con brusquedad—. Tú mandas. Es evidente que lo sabes todo sobre esta librería. Eres tan... perspicaz.

—¿Estás siendo irónico? ¿Te burlas de mí? Yo no tenía manera de saber que el salón estaría patas arriba, fuera cual fuese el motivo.

Tony pone los ojos en blanco.

—Llegas sin tener ni idea de nada y crees que puedes arreglarlo todo, cuando tendrías que empezar por abrir los ojos y ver lo que tienes delante de las narices.

Miro a mi alrededor: las pilas de libros polvorientos, los rincones en penumbra, las telarañas que cuelgan del techo. He limpiado las repisas de las ventanas, pero vuelven a estar cubiertas de polvo.

—Veo lo que tengo delante de las narices, y no es muy agradable.

Tony niega con la cabeza, como si me diera por imposible.

—Tenemos que centrarnos en Gertrude. Voy a llamar al mensajero.

Se mete en el despacho y me cierra la puerta en las narices.

Alguien llama tímidamente a la puerta principal de la casa, la que da al mar, opuesta a la puerta por la que entran los clientes de la librería. Salgo a abrir y me encuentro ante una mujer diminuta, envuelta en sucesivas capas de ropa de punto, aterida de frío en medio de la galería, la nariz de color rosa plantada como una cereza en medio de un rostro redondo.

—No hemos abierto aún —le digo—. ¿Le importaría dar la vuelta y esperar al otro lado, con los demás?

La interpelada me aparta de un empujón y entra en la casa al tiempo que desenrolla la bufanda de punto que luce en torno al cuello.

—¿Por qué has tardado tanto? —pregunta con voz áspera—. He estado a punto de coger una neumonía ahí fuera.

Dobla la bufanda hasta reducirla a un cuadrado perfecto y la deja sobre la mesa.

—Si tiene la bondad de esperar fuera...

—¿Acaso no sabes quién soy?

Se quita el gorro de punto, y al hacerlo una exigua mata de pelo sedoso y plateado se eriza de pronto en un derroche de energía estática. La desconocida dobla el gorro y lo deja sobre la mesa, junto a la bufanda.

—¿Es usted... Gertrude Gertler? —Me arden las mejillas—. No la he reconocido, tan abrigada.

Y quienquiera que sea el autor de las fotos promocionales hizo un trabajo espectacular, pura magia visual.

—No entiendo cómo alguien puede no reconocerme. —Se quita los mitones, los pliega y los deja también sobre la mesa—. ¿Y mi té?

—Hemos tenido algún que otro percance esta mañana, así que hemos empezado con un poco de retraso.

—¿Qué clase de percances? —Se frota las diminutas palmas de las manos—. ¿No tenéis té? Siempre me sirven un té cuando vengo aquí.

La acompaño hasta el salón de té y pongo el hervidor al fuego.

—¿Puedo traerle un vaso de agua, un zumo de manzana o de naranja?

—Siempre tomo té. —Sigue frotándose las manos—. No bebo zumos. ¿No te lo dijo Ruma?

—Por supuesto, té.

Menuda diva.

—Enséñame dónde voy a estar firmando.

—En el salón. Pero aún está todo desordenado.

La guío por el pasillo. Nada más entrar en el salón, empieza a temblar como un volcán a punto de explotar.

—¿Dónde... están... mis libros? —pregunta, al borde del paroxismo.

Tony viene corriendo a arreglar los expositores.

—De momento tenemos seis. Llegarán más.

—¿Que tenéis seis? —Se lleva las manos a la cabeza y suelta un gemido—. ¿Solo seis? ¿Habéis visto a toda esa gente de ahí fuera?

¿Toda esa gente? Diría que unos pocos de los que había antes se han marchado. Cuento cuatro adultos y dos niños en la acera.

—Nos las arreglaremos —le asegura Tony—. El mensajero se ha demorado en Portland.

—¿Todavía está en Oregón?, o sea que tardará horas en llegar. —Avanza a grandes zancadas hasta la mesa que hemos dispuesto para ella y coge el paquete de notas autoadhesivas de color azul—. ¿Y esto?

—Son para ti —contesta Tony—. Haremos como siempre: apuntaremos los nombres para que puedas firmar los libros sin equivocarte.

—Pero son azules.

Le tiembla la voz.

Tony levanta la vista por encima de la cabeza de Gertrude y me mira con gesto inquisitivo. Yo me encojo de hombros y niego con la cabeza.

—Lo siento muchísimo —se disculpa—. Se nos han acabado las de color rosa.

Gertrude arroja el paquete de notas autoadhesivas azules sobre la mesa.

—Lo dejé muy claro. Lo dije por activa y por pasiva. Necesito notas autoadhesivas de color rosa. No consigo leer sobre papel azul. ¿Y dónde está mi rotulador azul de punta fina?

—Ahora mismo te lo buscamos.

Tony me indica por señas que busque un rotulador.

Doy media vuelta y me dirijo de nuevo al despacho. La tetera está silbando y alguien llama a la puerta. Voy corriendo a apagar el fuego, sirvo una taza de english breakfast y vuelvo a toda prisa al despacho. Rebusco entre las cosas de mi tía, pero no doy con un solo marcador azul de punta fina. Solo los hay de color negro. ¿Qué le pasa a esta mujer?

Le llevo una taza de té y un rotulador negro.

—Espero que sirva.

Gertrude niega con la cabeza y tira el rotulador sobre la mesa, haciendo caso omiso de la taza de té.

—Mis exigencias son mínimas. Notas autoadhesivas de color rosa, rotulador azul, una habitación limpia y ordenada. Y mis libros, claro está. Y una taza de té en cuanto entro por la puerta. He venido desde muy lejos para esta presentación.

Se encamina al salón de té, donde recoge la bufanda, el gorro y los mitones de la mesa. Se va hacia la puerta.

Tony me tira de la manga.

—¿Alguna idea de cómo arreglar esto? Más vale que se nos ocurra algo... Una vez vino buscando libros sobre formas de inversión... ¿Y si le dieras un par de consejos gratis?

—¿Quieres que me arrastre ante una estirada como Gertrude solo para que se quede y firme un par de libros?

—¿Por qué no? Los niños la adoran.

Tony vuelve los ojos hacia la ventana y el grupo que espera en la acera. Sigo su mirada. Gertrude se ha vuelto a envolver en sus prendas de punto y se dirige al coche a toda prisa. A lo mejor debería ir tras ella. Por un instante, vuelve la vista atrás y nos mira con gesto ceñudo. No, es mejor dejar que se vaya.

15

Una hora más tarde, tenemos cincuenta y siete ejemplares de El pijama del osito apilados sobre la mesa del salón.

—Tenemos que conseguir que vuelva —afirma Tony.

—¿No podemos devolver los libros?

—Sí, pero los niños la adoran. ¿No has visto sus caras cuando les has dicho que Gertrude había cancelado la firma de libros? Se han llevado un disgusto tremendo.

Noto un pinchazo por debajo de las costillas.

—Hay cosas peores en la vida que perderse una firma de libros. Lo superarán.

—Pero qué aguafiestas eres. No te pareces en nada a tu tía.

Aprieto los dientes y me concentro en la limpieza de la habitación. ¿Cómo lo hace mi tía para guardar tantos libros en tan poco espacio?

—No veo por qué iba a parecerme a ella.

—¿Nunca has sido una niña?

—Pues no. —Guardo un libro titulado Paz interior para mentes ajetreadas. ¿Cómo ha acabado este libro en el suelo?

—Gertrude hace reír a los niños. ¿Sabes qué es eso, reír?

Trago en seco.

—La risa está sobrevalorada.

—¿Nunca te diviertes?

—Para que lo sepas, el viernes por la noche tengo una cita. Si es que eso puede considerarse una forma de diversión.

Casi lo había olvidado. Ahora me pregunto incluso si Connor era real. ¿Qué esperará de mí? Estaré a solas con él en esta casa.

Tony arquea las cejas y toda la frente se le levanta bajo el flequillo peinado hacia atrás.

—¿Una cita, tú?

—No pongas esa cara. Se llama Connor Hunt. Es médico y está de paso. Ni siquiera sé cómo ponerme en contacto con él, así que no puedo echarme atrás.

—¡Un médico! ¿Y por qué ibas a echarte atrás?

—Porque no estoy de humor para citas. Pero esta vez he aceptado porque... Da igual. Fue casi como si una voz interior me ordenara que saliera con él, y voy yo, tonta de mí, y le hago caso.

Tony deja caer un libro sobre su propio pie y hace una mueca de dolor.

—¿Qué has dicho? ¿Que oíste una voz?

—No, en realidad no. Puede que solo fuera el viento.

Tony recoge el libro caído.

—Ven aquí y siéntate.

Me señala el sillón que descansa junto a una lámpara de lectura. Luego mueve la pantalla y dirige el haz de luz hacia mi rostro.

Me tapo los ojos con las manos.

—Deja de apuntarme con eso.

—Estoy comprobando si tienes el tercer ojo.

—No soy como mi tía. Ella cree en todas esas bobadas, yo no.

Pero Tony me mira con los ojos a punto de salírsele de las órbitas al tiempo que menea la cabeza en un gesto de incredulidad.

—Pues chica, lo tienes. Tienes el tercer ojo. Seguramente oíste voces. Tu tía también las oye.

Lo aparto y me levanto.

—La única voz que oigo es la tuya, y si has visto algo en mi frente seguramente era un grano.

—Perdón... —Una joven con ojos de búho asoma por la puerta. Tiene facciones redondeadas y parece sufrir cierta rigidez, como si también se viera obligada a mover la cabeza y los ojos al modo de los búhos, a la vez y en una misma dirección—. ¿Hay alguien que pueda ayudarme?

—Ella es la persona indicada —contesta Tony, señalándome—. Tiene el tercer ojo.

—¡Tony! —Le lanzo una mirada de advertencia y luego sonrío a la mujer—. ¿En qué puedo ayudarla?

La sigo hasta el pasillo. Me mira con desconfianza.

—¿Puedes aconsejarme sobre diuréticos?

—Diuréticos... —repito, parpadeando varias veces—. Verá, no es exactamente lo nuestro. ¿Ha probado a preguntar en la farmacia?

—No, busco un libro sobre diuréticos. Es más una ciencia que una religión.

—Se refiere a la dianética —interviene Tony.

La chica sonríe de oreja a oreja.

—¡Eso es!

Vuelvo a parpadear.

—Pero si ha dicho...

Tony le señala una estantería.

—A veces la gente no sabe exactamente qué está buscando. Tienes que leer entre líneas.

La mujer con ojos de búho asiente con entusiasmo. Se va con dos libros sobre dianética. ¿Cómo iba yo a saberlo?

Casi a la hora de cierre, un hombre cargado de hombros y con el pelo alborotado entra en el salón y empieza a enderezar los libros de un modo obsesivo. Al verme, arquea las hirsutas cejas.

—¿Quién eres tú? —pregunta, moviendo los ojos frenéticamente a uno y otro lado.

—Me llamo Jasmine. Estaré aquí unas semanas.

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