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Authors: Anjali Banerjee

Tags: #Narrativa

La librería de las nuevas oportunidades (11 page)

BOOK: La librería de las nuevas oportunidades
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Miro a mi alrededor, pero no hay ni rastro de Tony.

El hombre saca del bolsillo un pañuelo blanco arrugado con el que se enjuga la frente.

—Harold Avery. Puedes llamarme profesor Avery. —Vuelve a meter el pañuelo en el bolsillo y sigue toqueteando los libros, enderezándolos—. Me voy a..., veamos..., a India. ¿Cuál es en tu opinión la mejor guía de viaje de India?

Siento el impulso de decirle que llevo años sin poner un pie en India, pero me dirijo a la sección de viajes. Un libro de cubiertas doradas resplandece bajo un haz de luz vespertina que entra al sesgo por la ventana. En el lomo, escrito en letras rojas, leo el título Magia en los mangales. Reconozco el perfume de los mangos. Doy por sentado que se trata de la inusual colonia del profesor Avery.

Elijo la última edición de la Guía de India de Fodor.

El profesor frunce el entrecejo.

—Esa es aburrida.

—Las guías de Fodor son fiables —replico.

—No quiero una guía fiable, sino diferente.

La guía de Fodor vuelve a la estantería y sus dedos se deslizan otra vez por el corte superior de los libros, como diminutas cucarachas correteando.

Le sugiero más guías de viajes, una tras otra, pero ninguna parece convencerlo.

—Jasmine, ¿hay algún libro que te llame la atención? —pregunta Tony desde el umbral de la habitación—. ¿O que brille? ¿O que sobresalga respecto a los demás? Con Ruma, el libro adecuado siempre destaca de algún modo.

El profesor Avery asiente, como si se tratara de algo normal y corriente en las librerías.

—No exactamente. —Casi me echo a reír de lo absurda que es la situación—. ¿A qué te refieres con eso de si sobresale?

«Para conocer un país ajeno, lo primero es olerlo», sentencia una voz grave cerca de allí.

—¿Quién ha dicho eso? —pregunto, volviéndome—. ¿Tony?

—¿Quién ha dicho el qué? —replica este.

El profesor Avery sigue toqueteando los libros.

Le lanzo una mirada suspicaz.

—Algo así como que para conocer un país ajeno hay que empezar por olerlo. Como el olor a mango, o algo así...

—Yo no he sido —afirma el profesor.

—Rudyard Kipling —señala Tony, mirándome de hito en hito.

«T. S. Eliot me citó mal», añade la misma voz grave. ¿Kipling? No puede ser. Tony y el profesor me miran sonrientes, como si supieran algo que yo ignoro. Me alejo sigilosamente de la voz misteriosa y me dirijo a la puerta, no sea que tenga que salir corriendo.

16

Después de que el profesor se marche con las manos vacías, Tony me da unas palmaditas en el hombro.

—Enhorabuena, oyes hablar a los muertos.

—No sé a qué estás jugando —le espeto—, pero conmigo no funcionará.

Fuera, una rama de abeto rasca la ventana y el chirrido agudo suena como una voz distante.

—Kipling te ha hablado, no lo niegues.

Tony coge un volumen de la estantería y lo blande ante mis ojos. Es una antigua edición de El libro de la selva.

Retrocedo.

—¿Qué haces? Quítame eso de delante.

—¿Acaso te evoca otras imágenes? ¿Quizá el mostacho de Kipling, sus pobladas cejas, las grandes entradas? ¿Las orejas puntiagudas?

Aparto el libro.

—No tengo ni idea de cómo era Kipling en persona.

—Pero te ha hablado, eso no lo negarás. —Salgo de la habitación y Tony me sigue. La luz del sol filtrada por la vidriera se derrama sobre la pared del pasillo en un dédalo de colores. Tony sigue blandiendo el libro—. Ándate con ojo, Jasmine, los fantasmas te hablan...

—No, eres tú el que me habla. ¿Sueles gastarle estas bromitas a la tía Ruma? La pobre debe de pensar que está loca de remate.

Saco el móvil del bolsillo trasero de los vaqueros por puro hábito. No hay cobertura, como de costumbre, pero un rostro aparece de pronto en la pantalla. Mostacho, cejas pobladas, grandes entradas, orejas puntiagudas. Y una sonrisa picarona. Kipling.

No es posible. Me tiemblan las manos y casi dejo caer el teléfono. El rostro desaparece y la pantalla se queda en blanco. El teléfono vibra en mi mano, y la carcasa parece oscurecer hasta que se convierte en una mera sombra sobre el telón de fondo de mi piel. La imagen debe de haber sido un espejismo provocado por la luz del sol, que me ha seguido hasta aquí y ahora incide sobre una pila de libros cuyos títulos resplandecen: Al otro lado del umbral, Aceptar la llamada, La verdad ante mis ojos.

De pronto, siento claustrofobia.

—Necesito... un poco de aire. Voy a tomarme un descanso.

—Jasmine, espera...

—Ahora vuelvo.

Me echo el abrigo encima y salgo por la puerta. Fuera hace una tarde fría y despejada. Un tordo se posa en el césped reluciente y picotea un gusano invisible. El viento otoñal me azota el rostro. Las hojas que quedan en los álamos, las que se resisten a caer, se rozan entre sí y susurran suavemente.

En lo alto del cielo, una bandada de gansos canadienses sobrevuela la casa, abriéndose paso con sus graznidos hacia algún lugar desconocido. Camino a paso ligero por la acera adoquinada, deshaciéndome del opresivo desorden de la librería. La imagen de Kipling tomó forma en mi móvil como suelen hacerlo los sueños, un mero trasunto de la realidad. La isla en sí, tormentosa y escarpada, húmeda y cubierta de musgo, inhóspita e implacable, sí es real.

Cinco manzanas más arriba y dos más allá, aparece en la pantalla de mi móvil un tenue triángulo de columnas verdes simétricas. Qué alivio. Vuelvo a estar conectada al mundo de los vivos, a todo aquello que puedo prever y comprender. Compruebo si tengo mensajes en el buzón de voz y luego devuelvo las llamadas de tres clientes que quieren información sobre sus planes privados de pensiones. Me alegra oírlos, y sin embargo me noto distante de sus voces atribuladas, apremiantes.

Mi jefe, Scott Taylor, me ha dejado un mensaje: «Hemos adelantado tu presentación al día después de que vuelvas. El cliente está ansioso por zanjar este tema. La semana que viene estaré en Seattle, iré a verte. Hablaremos de la estrategia que más nos conviene. ¿Dónde demonios quedan esas islas, por cierto? Vale, lo estoy mirando en el mapa. Por Dios, te has ido al fin del mundo. Tendré que coger un barco».

A continuación se oye un mensaje incomprensible de Robert, plagado de interferencias: «La casa... que hablar... llámame... dejado mensajes...». Le doy a la tecla de borrar con regocijo y vuelvo sobre mis pasos hasta la librería. El viento ha amainado. Las gaviotas graznan desde la orilla, donde la marea baja arroja secretos y el olor frío y húmedo de las algas. La suela de mi zapato resbala sobre un pedazo de musgo y por poco me caigo a la acera. Me pregunto si el capitán Vancouver resbalaría nada más poner un pie en estas islas. El musgo está por todas partes, avanza sigiloso, crece en las grietas, sobre los muros, recubre los tejados. De niña, tenía la sensación de que formaba parte de mí, como si fuera una mullida puerta de entrada a otros mundos.

Ahora es a todas luces un riesgo para la salud pública.

En el vestíbulo de la librería, Tony se abrocha la gabardina y levanta las solapas del cuello, como Sam Spade.

—Ya creía que se te había comido un hombre lobo. O que un monstruo marino había salido de las profundidades y te había secuestrado.

—Cosas más raras se han visto —contesto, temblando.

—Cierto. Sin ir más lejos, en esta casa se celebran las reuniones de un club de lectura. Ojalá pudiera asistir a la reunión de esta noche, pero llego tarde para coger el ferry. Te espera Orgullo y prejuicio, querida.

Me llevo el dorso de la mano a la frente.

—¿Por qué se empeña mi tía en perder el tiempo con los clubes de lectura? ¿No podrían reunirse por su cuenta? Tengo que buscar un rato para pedir nuevos títulos y limpiar un poco más, y debería revisar las facturas que hay sobre el escritorio...

—De eso ya me he encargado yo. Nos vemos mañana.

—¿No puedes quedarte?

Noto que se me tensan las cervicales; es el preludio de una jaqueca.

—Tu madre te ha traído el equipaje. No te falta de nada. Estarás como una reina.

Se alisa el pelo hacia atrás con las palmas de las manos y un instante después se ha ido. Mi tía tenía razón; la gente aquí no para de desaparecer.

17

La primera integrante del club de lectura que llega a la reunión es Lucia Peleran. Viste pantalones de tono pastel, un jersey enorme que más parece un globo aerostático a punto de despegar y un par de zapatillas de deporte blancas que la mantienen anclada al suelo.

Toma mis manos entre sus garras huesudas.

—¿Qué tal lo llevas? Sé que ahora mismo pensarás que la vida carece de sentido, pero no pierdas la esperanza.

Al parecer, ha olvidado el incidente con el libro de cocina.

—Estoy bien, gracias.

No sin esfuerzo, logro zafar mis manos de entre las suyas. Podría fingir que voy a rebanarme el cuello, o colgar una cuerda de las vigas e improvisar una soga, solo para ver la cara que pone.

—Yo hice exactamente lo mismo que tú —me confiesa en un susurro, echándome a la cara su fuerte aliento a menta—: dormía en un rincón por más que tuviera una cama enorme en la que estirarme a mis anchas. Es difícil desacostumbrarse a estar casada, ¿verdad? Me acurrucaba en un ladito porque mi marido ocupaba muchísimo sitio. Los hombres suelen hacerlo. Pero al cabo de unos meses me dije: ¡Qué demonios!, puedo dormir atravesada si me da la gana. Puedo dejar mis libros sobre la cama, cenar y llenar las sábanas de migas, dar botes en el colchón.

¿Mi tía le ha contado a esta perfecta desconocida que duermo acurrucada a un lado de la cama?

—Celebro que disfrute dando botes en la cama. Yo prefiero usarla para dormir —replico—. ¿Puedo ofrecerle algo? ¿Té, café?

—Ya voy yo, pondré a calentar el agua.

Lucia pasa por delante de mí y se va, no sin antes dedicarme una mirada displicente. La sigo hasta el salón de té, notando una tensión creciente en los hombros.

—Puedo preparar yo el té.

—No hace falta. A Virginia le gusta más fuerte de lo habitual, para darle ánimos. Sé cómo hacerlo. Cinco bolsitas de earl grey. Va a venir, ¿sabes? Las cosas en la tienda no marchan demasiado bien por culpa de la crisis, y eso que le dije: «Deja de traer esas blusas de novecientos dólares y ya verás como te irá mucho mejor».

—¿Novecientos dólares?

—Para la clientela más selecta de la ciudad.

Lucia se atarea en el salón de té, poniendo la tetera al fuego, sacando las tazas, una bandeja. De pronto, su ropa se desdibuja y la veo luciendo un delantal, el pelo rizado y sudoroso. Se vuelve para dejar una bandeja de magdalenas sobre la encimera, y en sus manos aparecen como por arte de magia dos manoplas de horno que semejan relucientes guantes de boxeo rojos. Parpadeo y la imagen se desvanece. Lucia vuelve a llevar pantalones ceñidos y un jersey holgado, y en sus manos no hay más que una taza de té.

Me mira frunciendo el entrecejo.

—¿Te encuentras bien? Estás pálida.

—Sí, estoy bien. Es solo que... ¿Le gusta la repostería?

—¿La repostería? ¿Hacer pasteles y todo eso? No me sobra el tiempo para esas cosas...

—Buscaba un libro de cocina, ¿puede que fuera sobre dulces y postres?

Me mira con los ojos como platos y casi deja caer la taza de té.

—¿Cómo lo has sabido?

«Prueba con El abc de la cocina —sugiere una voz aguda—. Es una de mis mejores obras.»

—¿Cómo dice? —Me vuelvo bruscamente. Tony no está aquí. No puede ser él impostando la voz—. ¿Una de las mejores obras de quién?

—¿Qué? —pregunta Lucia—. ¿Es el título de un libro?

—No estoy segura. —Me siento confusa. Preparar dulces, furiosa harina y espacioso azúcar, es su alquimia curativa, pues el dolor de Lucia se oculta en un lugar más profundo que el mío, en un pozo oscuro que se halla en su interior. ¿Por qué me vienen estas imágenes a la mente?

Pero a simple vista parece tan segura de sí misma, tan... centrada. Ofrece alegremente consejos para sobrevivir al divorcio, pero por algún motivo sé sin lugar a dudas que no sobrevivirá al suyo sin la repostería, sin el espíritu de Julia Child.

—Si lo recuerdas, házmelo saber, cariño.

Lucia se deja caer en el sofá con una taza de té en la mano, cruza una pierna sobre la otra y balancea el pie.

Instantes después, una mujer alta entra en la habitación como si flotara a un palmo del suelo. Luce un impecable traje pantalón blanquiazul de aspecto vaporoso, como la espumosa estela que deja a su paso una lancha motora. Se presenta como Virginia Langemack, coge su taza de té y se acomoda en un sillón delante de Lucia. Frunce la nariz, mira a su alrededor. Se fija en las lámparas de vidrio emplomado y las desvencijadas estanterías en las que la tía Ruma ha colocado libros, revistas y viejos juegos de mesa. Pronto llegan otras mujeres en un variopinto despliegue de atuendos, formas y tallas. La habitación bulle con sus animadas conversaciones.

—Venga, Jasmine: ilumínanos con tu sabiduría literaria —dice Lucia tras mandar callar a las demás.

—Me temo que no poseo ninguna sabiduría especial —contesto, negando con la cabeza.

—¿Ah, no? —Virginia deja la taza y el platito sobre la mesa que tiene ante sí, añade una cucharada de nata al contenido de la primera y lo remueve con una cuchara. Una gruesa pulsera de plata reluce en su muñeca—. ¿Y entonces por qué demonios iba Ruma a arrastrarte hasta aquí?

Me quedo sin palabras. Lucia chasquea la lengua.

—Venga, Ginnie, sabes que esta situación es temporal. Ruma va a volver.

—Ya, pero ¿por qué ella, precisamente? ¿Por qué Jasmine?

—¿Y por qué no? —replica Lucia.

De pronto, como si alguien hubiese girado la llave en la cerradura, algo se desbloquea en mi interior de forma sutil.

—Puedo ayudar a mi tía a poner orden en la librería.

—Estupendo. Veamos qué sabes hacer. —Virginia me lanza una mirada desafiante.

Lucia saca su ajado ejemplar de Orgullo y prejuicio.

—Este libro se tituló en un primer momento Primeras impresiones. Lo he buscado.

Virginia sorbe el té ruidosamente.

—Pues vaya un título más bobo.

Una misteriosa brisa le alborota el pelo, dejando un par de hebras en pie, como si estuvieran bajo el efecto de la electricidad estática.

Lucia prosigue.

—Y lo que es más importante, trata sobre lo engañosas que pueden llegar a ser las primeras impresiones.

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