—¿Cómo que «estamos»? ¿Quiénes?
—Hemos ido al Taj Mahal. Hacía años que no venía por aquí.
La llamada se corta.
—Maldita sea.
Cuelgo el teléfono estampándolo con saña.
—Hay cosas que no cambian —dice una voz familiar a mi espalda.
«Robert.»
Mi cuerpo me traiciona, reaccionando a su presencia por puro hábito, reconociendo enseguida el suave timbre de su voz.
—¿Qué demonios haces aquí? ¿Cómo me has encontrado?
—¿No has recibido mis mensajes?
Robert avanza hacia mí a grandes zancadas, enfundado en una gabardina negra. Un dios cuidadoso se encargó de darle unas facciones perfectamente proporcionadas, a excepción de la nariz, mellada justo por encima del puente, de cuando corría en el equipo de atletismo del instituto y tropezó con la raíz de un árbol. Aún conserva un físico de atleta, una cadencia elástica al caminar, como si fuera a echar a correr en cualquier momento.
—Apenas hay cobertura en la isla.
Necesito una bolsa de papel, creo que voy a hiperventilar. O a vomitar, no lo tengo claro.
—No ha sido fácil dar contigo, pero Scott Taylor me puso sobre la pista. Tenemos que hablar.
Sus ojos, de un tono entre avellana y gris, siempre han transmitido una engañosa dulzura. Me pregunto cuánto tardará Lauren en descubrir su verdadero carácter.
—Estoy trabajando —le digo—. Habla con mi abogado.
Cojo una brazada de libros. No sé qué hacer con ellos. ¿Dónde se mete Tony cuando lo necesito?
—Me gustaría hablar contigo en persona.
—¿Dónde está Lauren? ¿Sabe que has venido a verme?
No puedo evitar pronunciar su nombre en tono despectivo.
—Sí, lo sabe. ¿Podemos ir a hablar a algún sitio? —Robert mira a su alrededor como si intentara encontrar un hueco libre en la estancia abarrotada.
—Has tenido meses para hablar conmigo. He dicho que no, no voy a vender el piso por esa miseria.
—De eso precisamente quería hablar contigo. Del piso.
—¿Qué más queda por decir? Habla con el agente inmobiliario.
—Necesito que lo comentemos tranquilamente.
Dejo los libros sobre una mesa.
—¿Por qué? Nos veremos en la vista final, el mes que viene.
—He venido hasta aquí para hablar contigo, ¿no podrías ser más amable?
Los clientes empiezan a mirarnos.
—Fuera —susurro—. Aquí, no.
Minutos después, avanzo por la calle a paso ligero. El viento me alborota el pelo, y los mechones me latiguean el rostro. Robert camina junto a mí, encorvado, apretando el paso.
—¿A qué viene tanta prisa?
—Ni se te ocurra volver a presentarte aquí sin avisarme. Mejor dicho: ni se te ocurra volver a presentarte, punto.
—Sé que estás enfadada conmigo.
—La palabra «enfadada» se queda muy corta para describir lo que siento.
—Intenté localizarte. Quería verte. ¿Estás bien? Me preocupo por ti.
—¿Que te preocupas por mí? —replico, pero por una milésima de segundo noto que mi corazón se ablanda.
Me vienen a la mente nuestros románticos paseos. Caminábamos así, casi hombro con hombro, mientras hablábamos sobre la jubilación, el futuro, los lugares a los que nos gustaría viajar.
—No me dijiste que te ibas de Los Ángeles.
—No tengo que rendirte cuentas —replico, pero en el fondo me da un poquito de lástima. Tiene la nariz enrojecida a causa del frío. A diferencia de mí, no soporta este clima.
—¿Podemos entrar en algún sitio? ¿Ahí, quizá? —Se vuelve hacia Le Pichet, un restaurante francés de ambiente íntimo. Una camarera de físico voluptuoso nos conduce hasta una mesa situada en un rincón en penumbra. Una mesa romántica, como si fuéramos una pareja.
—¿Puedo servirles algo de beber? —pregunta.
—Agua para mí —contesto.
Miro a Robert. Se esfuerza por sostenerle la mirada, sin desviarla hacia el escote. Lo está intentando.
—Me apetece algo caliente, un café.
La camarera asiente y se marcha. Robert no vuelve la cabeza para seguirla con los ojos, sino que me mira fijamente.
Cruzo los brazos sobre el pecho en ademán defensivo.
—Tienes cinco minutos. Desembucha.
Apenas soy consciente del murmullo de las conversaciones ajenas, el tintinear de las copas, el aroma a cebolla y a vino.
—No puedo tomarme un café en cinco minutos.
Robert fija la mirada en mi frente, como de costumbre. Es una señal que no supe interpretar a tiempo, su incapacidad para mirarme a los ojos.
La camarera nos sirve el agua que he pedido y el café de Robert.
—¿Les traigo la carta? —pregunta.
Niego con la cabeza. Ella asiente y se marcha.
Robert se toma un café solo, como siempre. Sigue engulléndolo en lugar de tomarlo a sorbitos. Y conserva el hábito de aclararse la garganta.
—Has vuelto a dejarte un parche de barba sin afeitar —digo, señalando el lado izquierdo de su mandíbula, justo por debajo de la oreja. Incluso en esta penumbra, veo sus fallos. Nunca se ha esmerado mucho a la hora de afeitarse, pero sí cuando se trataba de guardar secretos.
—Tienes buen aspecto —dice, sin inmutarse—. Te noto algo distinta. ¿Has adelgazado? ¿O es el pelo?
Me toco tímidamente la melena despeinada. Robert siempre me ha hecho tomar conciencia de mi aspecto.
—¿Qué pasa con la casa? —digo—. No te vayas por las ramas.
—¿Ni siquiera puedo decirte que eres preciosa?
—Ya no.
Con cada palabra suya, Robert va excavando una oquedad en mi interior. Lo imagino de rodillas, suplicando mi perdón. «Nunca he dejado de quererte. ¿Cómo he podido echar por la borda aquellas mañanas en las que tomábamos el sol juntos, o hacíamos el amor en la alfombra del salón, o preparábamos tortillas de champiñones? No quiero a Lauren. Te quiero a ti. Y quiero que seamos felices y comamos perdices...»
El corazón se me pondría a dar brincos en el pecho y luego volvería a romperse en mil pedazos. Le replicaría: «Yo te quería, Robert. Estoy destrozada. Yo también quería todas esas cosas, pero ahora no hay marcha atrás. ¿Cómo has podido hacerme esto?».
Me siento como si estuviera al borde de un precipicio.
—¿Te importaría echarle un vistazo a esto?
Saca un fajo de papeles doblados del bolsillo interior de la gabardina, como si de un mago se tratara, y los desliza hacia mí por encima de la mesa. Las páginas están grapadas entre sí.
—¿Qué es esto?
Me mira con ojos suplicantes.
—Échale un vistazo. Por favor.
Desdoblo el papel. En la primera página leo lo siguiente:
En virtud del presente acuerdo, Jasmine Mistry, en adelante la PARTE CEDENTE, renuncia y transfiere a Robert Mahaffey, en adelante la PARTE BENEFICIARIA, a cambio de un dólar y mucho cariño, la propiedad inmobiliaria que se describe a continuación, sita en el condado de...
De pronto, los colores a mi alrededor desaparecen. La camarera, las parejas que se arrullan en torno a las mesas, las plantas colgadas de las paredes, todo se vuelve oscuro y parece fundirse en negro y gris.
—Quieres que renuncie a mi parte del piso —digo—. Pero habíamos acordado venderlo.
Es lo último que íbamos a hacer juntos. Lo último.
Robert une las palmas de las manos y las apoya sobre la mesa. Hermosas manos, dedos largos. Manos que en tiempos sostuve con confianza ciega. Me fijo en su anular desnudo.
Aparto la mirada. «No siento nada», me digo una y otra vez.
—Ese era mi plan —dice Robert—. Es Lauren la que no quiere vender.
Empujo la silla hacia atrás, aumentando la distancia que nos separa. De pronto, hasta su olor corporal me molesta, aunque lleva la colonia de siempre, la sutil fragancia mineral que me resulta tan familiar.
—Quiere que nos quedemos en el piso. —En medio de todos nuestros recuerdos—. Le encanta la luz, las ventanas.
—Quiere quedarse con mi piso.
—No es solo tuyo —replica Robert—. Es nuestro. Y nosotros, Lauren y yo, queremos saber si estarías dispuesta a cedernos tu parte generosamente.
Se reclina en la silla y se mete las manos en los bolsillos de la gabardina.
—¿Que si estoy dispuesta a... qué? —Me río entre dientes, bajito al principio, luego de forma más audible. Desde una mesa cercana, una mujer se vuelve para mirarme. Robert se ruboriza. Le arrojo los papeles, tirándolos sobre la mesa—. Buen intento, Robert. No pienso renunciar a mi casa para que se la quede esa mujer. ¿Cómo se te ocurre sugerirlo siquiera? ¿Cómo puedes pedirme que renuncie a todo lo que puse en esas cuatro paredes, todo el amor, el sudor de mi frente, los recuerdos, las lágrimas? ¿Cómo puedes pedirme algo así?
Mientras hablo, comprendo lo frío que puede llegar a ser Robert. Hasta ahora, no había podido enfrentarme al alcance de su indiferencia.
—No creía que fueras a aceptar —contesta—. Pero le prometí a Lauren que lo intentaría.
—Ah, claro, se lo prometiste. —El tono de mi voz se eleva por momentos—. ¿Cuándo vas a dejar de convertir mi vida en un tormento? ¿No te parece bastante que haya tenido que renunciar a casi todo lo que poseo, que haya tenido incluso que dilapidar mis ahorros para pagar las malditas minutas del abogado? No, tenías que seguirme hasta los confines del mundo.
Me levanto, y al hacerlo casi vuelco la silla.
—Jasmine, por favor. No te enfades conmigo. Te lo he dicho muchas veces, lo siento. Lo siento muchísimo.
Alarga la mano y la posa sobre la mía, tan deprisa que no tengo tiempo de apartarla. El tacto de su piel me produce una punzada de dolor.
—Robert, no vuelvas a venir. No me llames.
—Un minuto, espera. —Me coge de la muñeca—. Siéntate. Solo un minuto más.
Me zafo de un tirón.
—No me toques. Me voy.
—No has leído las otras páginas. Te proponemos una alternativa. Estamos dispuestos a comprar tu parte del piso. Mira.
Pasa unas pocas páginas y me enseña un párrafo marcado con rotulador.
Esto no puede estar pasando. No es real. Veo a Robert con su traje el día de nuestra boda, deslizándome la alianza en el dedo. Me veo entre sus brazos, apoyando el rostro en el hueco de su hombro. Lo veo dándome una cucharada de helado.
—¿Esto me ofrecéis? —replico de forma automática, la mirada fija en el documento—. Mi parte vale mucho más que esto. No, ni lo sueñes.
—Jasmine.
Me encamino a la puerta a grandes zancadas. Robert se levanta apresuradamente para pagar el café. Corro calle abajo. El viento sopla con fuerza y una ráfaga de lluvia me golpea el rostro.
—¡Jasmine, espera! —grita. Me sigue a escasa distancia.
—No, Robert. —Cuando llego a la puerta de la librería, estoy calada hasta los huesos. Me castañetean los dientes. Tiemblo de la cabeza a los pies—. No pienso renunciar al piso —anuncio, casi sin resuello—. Me encantaba. Era nuestro piso, no el suyo. Vamos a venderlo y punto, Robert. No deberías haber venido. Búscate otro lugar en el que vivir. Nunca más vuelvas a dirigirme la palabra. De ahora en adelante, lo que tengas que decirme, se lo dices a mi abogado.
—Nunca has cedido ni un ápice —me espeta.
Entro a trompicones, le cierro la puerta en las narices, echo el pestillo. Luego apoyo la espalda en la puerta, me deslizo hasta el suelo y rompo a llorar.
Tony me invita a sentarme en un sillón cuyo asiento se hunde bajo mi peso y me prepara una manzanilla. Los clientes me miran, preocupados, pero él los hace salir de la habitación.
Cojo la taza con ambas manos, noto su calor.
—Gracias, Tony. Lo necesitaba.
—En mi opinión, ese cerdo egoísta no merece que llores por él —afirma—. En cuanto lo vi entrar por la puerta, supe que no traería más que problemas.
—Ojalá lo hubiese sabido antes de casarme. No puedo creer que me planteara seguir a su lado.
Tony coge un trapo húmedo y se pone a limpiar las encimeras. Es pulcro y meticuloso hasta la obsesión, pero el desorden de la tía Ruma puede más que él.
—Te refieres después de haberte enterado de que...
—Leí algo sobre cómo sobrevivir a una infidelidad. Pensé que a lo mejor podría hacer que lo nuestro funcionara. Que quizá se había liado con otra porque me encontraba sosa...
—Te cuesta un poco abrirte a los demás, pero de sosa no tienes nada. Ni se te ocurra pensar lo contrario.
—Gracias, Tony. Eres un encanto, ¿lo sabes?
—Bueno, ¿qué puedo decir? A lo mejor tu ex está atravesando la crisis de los cuarenta.
Aprieto la taza entre los dedos con tanta fuerza que temo romperla.
—Eso también lo pensé. Se me ocurrió que a lo mejor necesitaba más atención, o que yo no estaba lo bastante pendiente de él. No sé por qué no se marchó sin más. No sé qué me habría resultado más doloroso.
Tony escurre el trapo en el fregadero y lo tiende sobre el grifo.
—Engañarte con otra ha sido una cabronada.
Bebo a sorbos el líquido reconfortante. Unas pocas hojas de manzanilla se han escapado de la bolsita y flotan en la superficie de la infusión.
—Es un narcisista, solo piensa en sí mismo... —Las manos me tiemblan tanto que derramo lo que queda de infusión sobre mi propio regazo. Me levanto de un brinco, y Tony acude raudo a frotarme los vaqueros con el trapo.
—Lo superarás. Respira hondo. Tienes que creer en ti misma. Eres una superviviente.
Se me forma un nudo en la garganta y vuelvo a notar el escozor de las lágrimas en los ojos.
—Estoy hecha una mierda, y llevamos casi un año separados.
—Estas cosas llevan su tiempo. Te sentirás mejor, ya lo verás. Sal y haz algo divertido: puenting, parapente...
—Me siento triste, no suicida. —Me froto las mejillas con las manos y me tizno los dedos de rímel—. Quiero que el tiempo avance deprisa, dejar atrás todo este dolor. No quiero pasar por esto.
—He oído decir que algún día será posible viajar en el tiempo, pero de momento tienes que conformarte con sacar fuera todo ese dolor. A gritos, si hace falta.