Estos días doy un respingo cada vez que los tablones del suelo crujen bajo mis pies, me vuelvo bruscamente al notar un aliento en la espalda, irrumpo en alguna habitación creyendo haber oído una voz. Pero Connor no está.
—Ni siquiera sabía que fuera posible —prosigue Tony—. Quiero decir, ¿conservaba intactas todas sus facultades físicas?
—Por supuesto que sí.
—Exactamente, ¿qué podía hacer?
—Tendrás que imaginártelo. No te voy a contar nada más, por mucho que insistas.
Tony pone los ojos en blanco.
—Mira que eres mala.
—Podía hacer todo lo que hacen las personas vivas.
Cierro los ojos y respiro hondo con la esperanza de captar un atisbo de su olor, una pista de su regreso. Pero el perfume de Connor permanece tan solo en mi memoria, ha desaparecido para siempre. La tienda huele a libros, polvo, papel, madera.
—Estás deslumbrante, querida, esa es la palabra. No hay más que ver cómo te brilla el pelo. Y fíjate en este sitio: tu tía estará orgullosa de ti.
La librería está a rebosar de clientes. A lo mejor es por las nuevas lámparas, o el ambiente espacioso y acogedor. He recolocado los muebles para que las habitaciones parezcan más amplias. Fuera, brilla un sol otoñal. Había olvidado lo mucho que me gusta el juego de luces y sombras que proyectan las hojas de los árboles, el susurro de los alisos mecidos por el viento.
—Jasmine, por fin te encuentro. —Lucia Peleran irrumpe en la tienda, enfundada en un traje blanco que me recuerda al de un astronauta a punto de despegar—. Tengo planes especiales, planes de futuro. ¿Podemos volver a intentarlo? El otro día me dio la impresión de que casi se te ocurre algo para mí, un libro de cocina.
—¿No hueles algo? —pregunto, dando vueltas sobre mí misma. Un huerto fantasma de árboles frutales crece a mi alrededor, un delirio de hojas y sol a raudales, una generosa cosecha de mandarinas, pomelos y naranjas.
Lucia me mira de hito en hito, con la boca entreabierta.
—Sí, a polvo. Esta librería siempre ha olido a polvo.
—No, no huele a polvo —replico—, sino a cítricos. Un olor dulce y fresco.
—Yo no huelo nada.
Lucia olisquea el aire con gesto expectante.
—Hazle caso a Jasmine —le aconseja Tony—. Sabe de lo que habla.
Escojo El abc de la cocina de Julia Child.
—Acaba de llegarnos un ejemplar —sugiero.
La interpelada coge el libro, lo aprieta contra el pecho y empieza a bailar en círculos.
—¡Este era, este era! ¡Jasmine, lo has adivinado!
—Yo no he sido —aseguro, y dedico una sonrisa al espíritu invisible de Julia Child.
Cuando Lucia se marcha decido hacer una llamada, una llamada que debería haber hecho días atrás. Media hora más tarde, el profesor Avery se presenta en la librería con su ingobernable mata de pelo gris. Desliza la mano por todos los libros de la sección de viajes.
—¿Y dices que has encontrado lo que necesito?
El lomo de Magia en los mangales resplandece, como era de esperar, y Rudyard Kipling me susurra al oído: «T. S. Eliot me citó mal. Yo nunca dije que haya que oler un lugar para conocerlo».
—Que disfrute usted de India —le digo al profesor mientras le tiendo el libro.
Él lo hojea y sus ojos se iluminan al instante.
—Es el libro perfecto. ¡Qué olor! ¿No notas los perfumes de India?
—Sí —contesto, y es cierto.
El profesor Avery sujeta el libro con fuerza entre sus dedos blancos y ajados, como si todas sus esperanzas se concentraran en aquellas páginas.
—¡Gracias, muchas gracias!
Le falta tiempo para pagar. Deja dinero de más en el mostrador y sale de la tienda como alma que lleva el diablo. Tony corre tras él para darle el cambio.
Saco las memorias de Connor, que están emparedadas entre dos libros nuevos, y las llevo de vuelta al salón de té. No estoy segura de querer compartir este libro con nadie, de que nadie más lo posea. Me permito conservar un pequeño recuerdo suyo. La fotografía de la cubierta posterior parece desvaída, lejana. Pero presiento que Connor me mira desde otro mundo.
Hay una mujer en el salón de té, una mujer de porte majestuoso, deslumbrante, ataviada con un vestido azul. La misma mujer a la que vi en el salón la primera noche que pasé en la casa, cuando la tormenta. De pronto, la reconozco.
—Las palabras con las que te han descrito no son acertadas —le digo—. Por lo menos, las que he leído yo. Y ese bosquejo, el único retrato tuyo que ha llegado a nuestros días, tampoco te hace justicia.
La mujer cruza la habitación con paso ingrávido, y mientras lo hace su silueta se desdibuja para volver a perfilarse con nitidez segundos más tarde.
—Caprichosa y remilgada, en absoluto agraciada.
Su voz suena idéntica a la que oí en el lavadero. Musical, con marcado acento inglés.
—Pero no eres caprichosa —replico.
—Son palabras de mi tía Phila. Era excesivamente crítica, pero ¿qué se puede esperar? Y tú... tú me llamaste feúcha.
—Eres muy hermosa. Mucho más de lo que pareces en ese retrato.
—¿Alta y esbelta, pero no desgarbada? También me han descrito en esos términos.
—No eres desgarbada en absoluto. Ni feúcha. Cualquier hombre podría enamorarse de ti...
—Cualquiera menos Tom...
—¿Tom Lefroy? ¿Nunca os reconciliasteis?
Niega en silencio, abatida.
—Lo nuestro... No fuimos nosotros quienes elegimos separarnos.
Se dirige a la ventana, y más que caminar parece flotar sobre el suelo. Me da la espalda. Su soledad me sobrecoge.
—Lo siento. Sé lo que supone una ruptura indeseada. Es como si nos arrebataran el suelo que pisamos, todo lo que amamos, todo lo que parece permanente. Y al final no nos queda sino un gran vacío.
Se vuelve hacia mí con los ojos arrasados en un siglo de lágrimas. Su silueta se convierte en un daguerrotipo amarillento. Jane Austen, fallecida tanto tiempo atrás, una imagen que apenas subsiste en el recuerdo.
—Un vacío que vuelve a llenarse. Al amor le sigue el desamor, pero podemos amar de nuevo.
Retrocede y se desvanece entre las sombras hasta que solo se distingue su rostro, como una luna suspendida en un cielo oscuro.
—Jasmine, te estaba buscando. —Tony saca la cabeza por la puerta—. Hay un chico que pregunta por ti. Dice que ha leído la primera parte de Las crónicas de Narnia que le diste, y que necesita la siguiente.
—Sí, ya sé quién es. Ahora mismo voy.
Me vuelvo hacia Jane, pero ha desaparecido sin dejar tras de sí más que una suave brisa que se cuela por la ventana entreabierta.
Es mi último día en la tienda, tengo el equipaje preparado y estoy lista para partir. Mi tía volverá esta tarde. Encontrará su maravillosa librería todavía en pie, mejor incluso que como la dejó. Trato de concentrarme en hacer los encargos, organizar el papeleo del despacho, ordenar los libros en las estanterías.
Justo antes del almuerzo, Virginia Langemack asoma por la puerta. Llevo toda la mañana rehuyendo a los clientes. Temo romper a llorar si me despido de alguien.
—He oído que te vas —dice.
Asiento, apesadumbrada.
—Os echaré de menos a todos, de verdad.
—No puedes irte —se lamenta Tony a su espalda.
—Tony, por favor, no me lo pongas más difícil de lo que ya es. Me entristece marcharme. Mañana tengo que coger el primer ferry. Espero que sigamos en contacto.
—Tu tía habría querido que te quedaras —señala Virginia.
—Ojalá pudiera.
Pronto volveré a mi vida normal, y todo esto —los libros, los espíritus, la isla barrida por el viento, Connor— me parecerá un sueño.
Virginia me abraza.
—¿Qué te espera en California?
—Mi futuro.
—Pero aún nos queda el resto del día —dice una voz familiar a mi espalda.
Al volverme, me encuentro con una estampa maravillosa: envuelta en un sari de seda verde luminoso, la mujer que tengo ante mí evoca imágenes de la selva tropical, los saltos de agua, los lirios en flor. En sus muñecas relucen incontables pulseras doradas, y los collares de piedras preciosas se solapan sobre su escote. Bajo las arrugas de un rostro bronceado, la piel resplandece con una alegría nueva. El pelo, largo y voluptuoso, se derrama sobre su espalda. Una estela de sándalo y tenues aromas florales parece envolverla, y me siento transportada a Bengala, a los trenes que traquetean hacia el norte, dejando atrás campos de color mostaza para adentrarse en las estribaciones de Darjeeling, donde los fragantes arbustos de té trepan por los bancales.
—¿Tía Ruma? —digo con un hilo de voz. Me he quedado sin aliento.
Ella extiende las manos, los dedos cargados de joyas.
—Bippy, qué guapa estás. Mi librería te ha curado.
—Y el viaje a India ha curado tu corazón.
Se me llenan los ojos de lágrimas. ¿Cómo puede tener este aspecto tan lozano después haberse sometido a lo que debió de ser una operación delicada? Tomo sus cálidas manos entre las mías.
—Siento no haber podido volver antes.
Un hombre se le acerca por la espalda. Apenas alcanza a mi tía en estatura, pero es robusto y apuesto, y sonríe con la deslumbrante, cultivada naturalidad de la realeza. Bajo la nariz aguileña se perfila un grueso bigote con las puntas retorcidas. Luce un traje negro hecho a medida, corbata con estampado de cachemira y gemelos dorados. Destila seguridad, así como un aroma fresco a loción para después del afeitado. Arrastra una gran maleta con ruedas.
—Subhas Ganguli, para servirla —se presenta. Habla con un dulce y suave acento bengalí. Alarga la mano libre y estrecha la mía con firmeza—. He oído hablar mucho de la encantadora sobrina de Ruma.
—¿Subhas Ganguli? —repito como una boba, mirándolo fijamente, luego a la maleta y de nuevo a mi interlocutor.
La tía Ruma está exultante.
Tony se acerca, seguido por un par de clientes curiosos.
—¡Ruma, estás sencillamente espectacular! —le dice—. Cualquiera diría que has estado enferma. ¿Y a quién tenemos aquí? —pregunta, sonriendo a Subhas Ganguli.
—Tony, amigo mío —le dice mi tía, palmeándole las mejillas—, nunca he estado enferma. Era mi corazón el que estaba sufriendo.
Subhas le rodea los hombros con un brazo y la atrae hacia él.
—Tu corazón está a salvo conmigo.
Mis ojos van de mi tía a Subhas y viceversa.
—¿A eso te referías cuando hablabas de arreglar tu corazón?
La tía Ruma lo mira a los ojos, y un sinfín de corazones invisibles flota entre ambos.
—Fue toda una odisea conseguir un visado para que pudiera venir a Estados Unidos, pero lo logramos. Organizar la boda fue mucho más fácil.
—¿La boda? —exclamo. Mi tía es una caja de sorpresas.
La tía Ruma sonríe con picardía.
—¿Qué pasa, acaso pensabas que nadie podría enamorarse de tu vieja y arrugada tía?
—No, no he querido decir eso. —Me vuelvo hacia Subhas con mi mejor sonrisa—. Me alegro por vosotros. Debéis de estar cansados del viaje. Os prepararé un té, y luego quiero que me lo contéis todo con pelos y señales.
Justo entonces, mis padres irrumpen en la casa. Mamá lleva pantalones deportivos de color beige y un jersey a juego. Papá viste vaqueros y una chaqueta de tweed, y lleva el pelo repeinado.
—¡Ruma! —exclama mamá, corriendo a abrazarla. De pronto clava la mirada en Subhas, que se aparta con ademán cortés—. Recibí tu mensaje. ¡Te has casado! ¿Cuándo? ¿Por qué no nos lo dijiste?
Mi tía sonríe abiertamente.
—Nos conocíamos desde hacía mucho tiempo, desde que éramos niños. ¿No te acuerdas, Mita?
Mamá mira a Subhas achinando los ojos, luego los abre mucho de golpe y una expresión de asombro se adueña de su rostro.
—¿Subhas Ganguli, el vecino de enfrente? ¿El pequeño y rechoncho Subhas Ganguli?
—¡Mita! —El recién llegado abraza a mamá—. No has cambiado en absoluto.
Luego estrecha la mano de papá.
Mamá se vuelve hacia la tía Ruma.
—¿Por qué no me dijiste nada? ¿Cómo ha podido pasar todo esto? Jasmine, ¿sabías algo al respecto?
—No tenía ni idea.
En realidad no miento, puesto que no comprendí a qué se refería mi tía cuando me dijo que tenía que «arreglarse» el corazón.
La tía Ruma acaricia la mejilla de Subhas.
—Queríamos una boda pequeña y discreta en Darjeeling. Algún día lo celebraremos a lo grande, con toda la familia.
—¿Pero cómo..., cuándo retomasteis el contacto?
La tía Ruma guiña un ojo.
—Eso fue pura magia.
Mamá arquea una ceja.
—¿Magia?
La tía Ruma se echa a reír.
—No fue algo repentino. Yo ya quería a Subhas cuando no éramos más que dos niños que jugaban en el jardín. Pero su familia no era lo bastante buena para nuestros padres. Creían que le esperaba un futuro poco halagüeño, ¿acaso lo has olvidado? Yo me plegué a su voluntad y... En fin, durante muchos años no quise saber nada de él.
Mamá sonríe cariñosamente a Subhas.
—Qué bien que os hayáis reencontrado.
—Yo también me alegro muchísimo. —Abrazo a mi tía con fuerza, y me contagia su felicidad. Las imágenes acuden en tropel a mi mente: un revuelo de seda, derroche de joyas y su elegante Subhas con el pelo ondulado y ese mostacho de galán. Me la imagino sonriendo enfundada en un sari de boda rojo, deslumbrante con sus pulseras doradas, del brazo de su apuesto marido.
Papá conduce a Subhas hasta la puerta de la calle.
—Tienes que venir a casa a tomar una copa y a cenar. Mi hija la menor, Gita, también vendrá. Le encantaría conocerte.
Subhas asiente.
—Será un placer.
—Tú vete con ellos —le dice la tía Ruma a mamá, agitando un brazo enjoyado en el aire—. Bippy y yo iremos más tarde. Tenemos cosas importantes de que hablar.
—Ven, Bippy, ayúdame a deshacer el equipaje.
Mi tía arrastra la maleta hasta la buhardilla por la escalera de servicio. El roce de su sari produce un leve murmullo, punteado por los golpes sordos de la maleta al topar con los escalones, uno tras otro.
La sigo jadeando, con el resto del equipaje a cuestas.
—¿Por qué no me habías dicho nada de Subhas?
—No suelo guardar secretos, pero esta vez lo necesitaba.
—Mira que eres ladina... ¿Y por qué no me dijiste nada de los espíritus de la librería?