La librería de las nuevas oportunidades (26 page)

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Authors: Anjali Banerjee

Tags: #Narrativa

BOOK: La librería de las nuevas oportunidades
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«Atolondrada la mente, ardiente el corazón...»

Vuelven a asomarme lágrimas a los ojos.

En el pie de la cubierta, leo las palabras «Calvin F. S. Thomas... Impresor. 1827». ¿Y si Connor intentaba decirme algo?

Mientras trabajo, los versos dan vueltas en mi mente. «Los espíritus de aquellos / a los que en vida conociste / te rondarán de nuevo en la muerte.» El tono me resulta familiar. Necesito una valoración profesional del libro.

Busco en las Páginas Amarillas librerías de lance especializadas en libros antiguos, y a la tercera llamada me contesta un hombre de voz ronca que parece saber de lo que habla.

—¿Cómo ha dicho que se titula el libro? —pregunta, y percibo en su voz un temblor de emoción.

Le leo el título en alto.

—¿Y dónde dice que lo ha encontrado?

Se lo cuento.

—¿Podría leer lo que pone dentro, en la primera página?

Abro la cubierta con sumo cuidado.

—«Prólogo» —leo—. «La mayor parte de los poemas que componen esta breve obra se escribieron entre los años 1821 y 1822, cuando el autor no contaba aún catorce años...»

—Voy a llamar a otro experto. ¿Podría traerme el libro enseguida? Por favor, trátelo como oro en paño.

Cuelgo y echo un vistazo al reloj. Voy a perderme la reunión de empresa. Meto el libro en el bolso y salgo del despacho sin detenerme más que para apagar la luz.

42

El jueves por la tarde me apeo del ferry en la isla de Shelter. El viento destemplado de noviembre me empuja por Harborside Road en dirección a la librería. Avanzo a paso ligero, dejando atrás parajes que me son familiares sin apenas reparar en ellos. Me muero de ganas de contarle a la tía Ruma lo que he descubierto.

Cuando llego a la librería, la encuentro en la puerta, con un sari rojo y un jersey de Santa Claus, esperándome con los brazos abiertos.

—Bippy, entra, deprisa.

Tiene mala cara, el gesto crispado.

—¿Qué ocurre?

—En mala hora...

Me arrastra hacia dentro, donde me envuelve el reconfortante olor a polvo, naftalina, popurrí de flores secas.

—¿Por qué lo dices? ¿Qué está pasando?

—Tenemos un problema. Ay, Ganesh...

—¿Qué problema?

Lucia, Virginia, Tony y Mohan esperan sentados en el salón.

Una robusta agente de policía rubia con uniforme azul se pasea de un lado al otro sobre el suelo de tablones, que crujen bajo sus pies.

—¿Tenemos policía en Fairport? —inquiero, sin salir de mi asombro—. ¿Qué está pasando aquí?

—Agente Flannigan —se presenta la mujer rubia al tiempo que me estruja la mano, más que estrecharla.

—Jasmine Mistry —me presento. Cuando por fin me suelta la mano, flexiono los dedos—. ¿Podría alguien explicarme qué ha pasado?

—Ha desaparecido sin más —dice Mohan, arrugando un pañuelo de papel entre los dedos.

—¿Quién? —pregunto—. ¿Quién ha desaparecido?

Me pregunto si Sanchita habrá regresado y vuelto a marcharse.

—Vishnu. Lo hemos buscado por todas partes. Estaba aquí mismo.

Mohan se suena la nariz. Virginia le posa una mano en el hombro. Lucia sirve una taza de té y se la ofrece.

—¿Cuándo? —pregunto—. ¿Qué ha pasado?

La agente Flannigan sale al vestíbulo para atender una llamada.

—Esta mañana hemos venido para la hora del cuento —dice Mohan.

La tía Ruma se sienta a su lado.

—Vishnu no se ha tomado demasiado bien tu ausencia, Bippy. Cuando he empezado a leer en voz alta, lo he visto haciendo pucheros, y de repente ya no estaba.

—¿Habéis buscado bien?

Tendría que habérselo explicado a Vishnu, tendría que haberme despedido de él. Bastante tenía con haber perdido a su madre.

Mi tía asiente.

—Hemos mirado en todas las habitaciones. Todo el pueblo se ha echado a la calle para buscarlo.

Mohan une las palmas de las manos y entrelaza los dedos con tanta fuerza que se le marcan los nudillos.

—Últimamente anda cada vez más callado y taciturno.

—¿Cuánto hace que ha desaparecido? —pregunto.

—Dos horas —contesta Lucia—. Nadie lo ha visto salir de la librería. Estaba tan tranquilo, sentado en la sala de literatura infantil, y de repente había desaparecido sin dejar rastro. Estaba leyendo un libro del Dr. Seuss.

—Espera un segundo —interrumpo—. ¿Ha dicho el Dr. Seuss? ¿En la sala de literatura infantil?

Lucia asiente.

—El gato garabato.

Yo tenía la edad de Vishnu el día que eché a correr por el pasillo con aquel mismo libro bajo el brazo y, al presionar un punto especial de la pared, una puerta secreta se abrió de golpe, descubriendo un desván bajo la escalera. Me interné en aquel cuartucho, me senté sobre una pila de cajas viejas y tiré de un cordel para encender la bombilla que colgaba del techo. Allí podía leer sin que nadie mi molestara, con una maravillosa sensación de arrobo. «Llovía, llovía y llovía. El sol no salía, y en casa metidos los dos, ¡qué aburridos!»

Aquel día, el Dr. Seuss me habló por primera vez.

—Venid conmigo. —Los guío por el pasillo y me detengo frente al desván de la caja de la escalera. La puerta invisible se encuentra perfectamente disimulada en la carpintería.

—¿Qué hacemos aquí? —pregunta Mohan—. ¿Crees que Vishnu se ha desvanecido al otro lado de la pared?

Presiono el borde de la puerta oculta, que se abre de par en par. Lucia reprime un grito y retrocede, sobresaltada. Mohan contiene la respiración y la tía Ruma suelta una carcajada.

—Ay, Ganesh... —murmura.

—¿Vishnu? —llamo, volviéndome hacia la oscuridad.

Al principio no ocurre nada, pero luego, poco a poco, el rostro de Vishnu se hace visible a medida que se acerca a la luz de una bombilla desnuda que cuelga del techo del desván. Por un momento, me veo a mí misma de pequeña.

—Sabía que te encontraría aquí —le digo.

—Has vuelto —replica.

Sale del desván con el libro debajo del brazo. Tiene restos de una telaraña enredados en el pelo.

Mohan lo coge de la mano.

—No vuelvas a hacerlo nunca más. Nos tenías muy asustados.

—Lo siento, papá. Necesitaba un respiro.

—¡Un respiro! —repite Mohan entre risas.

Mi tía menea la cabeza con gesto de incredulidad.

—Ni se nos ocurrió mirar aquí. Había olvidado por completo la existencia de este lugar.

—Yo no lo he olvidado —digo.

—¡Chica, eres la mejor! —exclama Tony desde la retaguardia.

Nos dirigimos al vestíbulo en fila india, y cuando todos se ha marchado excepto la tía Ruma y Tony, saco del bolso Tamerlán y otros poemas. He protegido sus viejas páginas envolviéndolo en plástico.

—Tengo una sorpresa para ti —le digo a mi tía.

—¡El libro del bostoniano! —exclama Tony.

—¿Qué es esto? —pregunta la tía Ruma.

—No lo escribió un bostoniano cualquiera —revelo—, sino Edgar Allan Poe.

—¡Poe! —exclama mi tía.

—¿Cómo dices? —pregunta Tony.

—Es una edición sumamente valiosa y difícil de encontrar —explico—. Connor me la regaló. Poe escribió estos poemas al principio de su carrera, y pasaron sin pena ni gloria. Se creía que no quedaba ningún ejemplar hasta que en 1876 apareció uno en el Museo Británico. Que se sepa, solo han llegado a nuestros días doce ejemplares originales, que con este sumarían trece.

Mi tía reprime un grito de asombro.

—¡Solo doce!

Tony me mira fijamente.

—Cariño, no es casualidad que Connor te regalara ese libro.

—He hecho confirmar su autenticidad —informo—. En una subasta, este puñado de páginas podría llegar a valer doscientos mil dólares.

Mi tía se aferra al respaldo de una silla para no perder el equilibrio, como si temiera desmayarse.

—Ay, Ganesh...

—Increíble... —murmura Tony con un silbido.

—Así que ya ves, tía Ruma, no tendremos que vender la librería en un futuro cercano.

—No, no tendremos que hacerlo —repite mi tía, llevándose una mano a la frente.

Miro de reojo la pantalla del móvil, y allí está el rostro de Poe: la frente ancha, el bigote, el pelo alborotado. Me sonríe.

—Gracias —le susurro.

—Albergo un solo deseo —afirma—. Quisiera saber escribir con el misterio de un gato.

43

La tía Ruma está apostada en el umbral de la librería a la que se ha dedicado en cuerpo y alma desde hace tantos años. Luce una incongruente combinación de sari violeta y jersey con muñeco de nieve. Le da la espalda al viento, ligeramente encorvada, y saluda a la multitud reunida en el jardín. Medio Fairport ha salido de casa pese al día tormentoso para venir a despedirla.

Estoico, paciente y hecho un pincel, Subhas la espera junto a la limusina negra que ha alquilado en Seattle para llevarlos a ambos en el ferry y hasta el aeropuerto. «Ya que te vas, hazlo a lo grande», había dicho. Cuatro enormes bultos lastran el maletero. Mamá, papá y Gita ya se han acomodado en el asiento trasero, donde tal vez se estén sirviendo una copa del minibar.

Yo me quedo aquí, donde debo estar. Si me ausento demasiado, la librería se pone quisquillosa. La tía Ruma me ha dejado muchas de sus antiguallas, aunque las piezas más pequeñas se han embalado y despachado en barco a India.

Anoche, en la fiesta de despedida que se celebró en la casa, los isleños se turnaron para rendir homenaje a la mujer que tantas veces acudió en su ayuda, que tan a menudo les sugirió libros que les cambiaron la vida o les permitieron sobrellevar un revés. La tía Ruma les dio las gracias por la fidelidad que le habían demostrado a lo largo de los años, por darle motivos para sentirse orgullosa. Me presentó como su sucesora al frente de la tienda y aseguró a todos los presentes que yo sabría preservar su legado.

—No os dejéis engañar por el cambio de nombre —les advirtió, mientras brindábamos con vino y devorábamos las galletas y bollitos caseros de Lucia—. La Librería de Jasmine no tendrá nada que envidiarle a la Librería de la tía Ruma. Empieza una nueva era.

La multitud recibió sus palabras con aplausos y hurras. Mis padres me miraban con una sonrisa de oreja a oreja, y en el rostro de mi madre había un gesto triunfal. Por fin he vuelto a casa, donde siempre ha querido verme. Al poco, papá se retiró discretamente para hojear los manuales de ingeniería, mientras que Gita reorganizó los expositores y decoró las estancias con plantas y flores que había traído de Seattle. Dilip vuelve a estar fuera, en un viaje de negocios. Si no fuera por el enorme anillo de compromiso que luce en el dedo, estaría tentada de creer que también él es un fantasma.

Tony se emborrachó, pronunció un discurso embrollado y luego rompió a llorar amargamente. Lo consolamos entre todos y se quedó dormido en el sofá del salón de té. Allí sigue. Por una vez en su vida, se ha quedado a pasar la noche en la librería.

Los espíritus se están comportando, quizá porque todavía les inquieta la posibilidad de que pueda deshacerme de la librería. Al final, la venta del Tamerlán permitió a la tía Ruma no solo saldar sus deudas sino incluso apartar un pequeño capital, y decidió dejar el negocio en mis manos. Espero estar a la altura de las expectativas. En el pueblo la adoran. Pocos logran reprimir las lágrimas al despedirse de ella por última vez.

—Ruma —dice Subhas—, tenemos que irnos o perderemos el avión.

Mi tía se vuelve hacia mí, toma mis manos entre las suyas con firmeza.

—Bippy, tienes que estar segura. ¿Estás segura? —Sus ojos escrutan los míos, quizá en busca en algún atisbo de indecisión—. No tienes por qué quedarte.

—Ya me he instalado en la casa, ¿no? —Le sonrío, pero no puedo ocultar mi inquietud—. Vale, estoy aterrada. Pero sigo aquí.

—Nunca estarás completamente segura de nada —me advierte, sin soltarme las manos—. Pero en esta vida hay que arriesgarse, ¿verdad? Subhas no es perfecto. Puede pasarse horas enfurruñado y con los años ha adquirido malos hábitos. No estoy segura, ¿entiendes? Pero debo irme con él de todos modos. Es un buen hombre y me quiere.

—Siempre podrás volver —le aseguro—. Te recibiremos con los brazos abiertos.

—Acha. Te escribiré a menudo. Tus padres están planeando un largo viaje a India. ¡Tendré que aguantarlos durante tres meses, nada menos!

—Os lo pasaréis bien. Te echaré tanto de menos... —Se me rompe la voz, y la envuelto en un fuerte abrazo. No sé cómo puedo saberlo, pero estoy segura de que no volverá.

—Y yo a ti, Bippy. Eres la única que podría sucederme al frente de la librería. Debes mantener con vida a los espíritus.

—Haré cuanto esté en mi mano.

—Casi se me olvidaba —dice, al tiempo que me entrega su manojo de llaves—. La librería ya no me pertenece. Debes hacerla tuya.

En mi visión emborronada por las lágrimas, la tía Ruma se convierte en un espejismo mientras se recoge el dobladillo del sari y baja los escalones con pasitos delicados.

44

El apartamento de la buhardilla me brinda espectaculares vistas del océano, del continente y del majestuoso monte Rainier. En el jardín, un rascador pinto oscuro revolotea entre las ramas del abeto. Acomodados en el alféizar, mis nuevos gatos, Monet y Mary, mueven la cola y la luz centellea en sus ojos verdes.

Les doy el desayuno, y a continuación me preparo el mío. Estos pequeños rituales —dar de comer a los gatos, cepillarlos, atender sus necesidades— mitigan mi soledad. Abro las ventanas para dejar que el aire perfumado circule por las habitaciones.

—Se supone que debo quedarme aquí, esperando a convertirme en una solterona, ¿verdad? —pregunto a los gatos, que ronronean por toda respuesta—. Connor se ha ido al cielo, o adondequiera que se tuviese que ir, y espero que Robert y Lauren sean felices en el piso. Quizá debí pedirles más dinero, ¿no creéis? —Los gatos siguen ronroneando—. No puedo decir que me pagaran mal. Y de todos modos, esta casa es infinitamente mejor, ¿verdad? —Más ronroneos—. Eso es.

Imagino a Lauren repantigada en aquella habitación bañada por el sol con vistas al mar. Quién sabe, es muy posible que Robert y ella sigan viviendo allí felices por siempre jamás. Él no podrá volver a decir que nunca he cedido ni un ápice. Le he cedido mucho más de lo que se merecía. Puede que este escozor, esta punzada de los celos, nunca deje de atormentarme, pero ahora ocurre con menos frecuencia, y el dolor va remitiendo poco a poco. El tiempo todo lo cura. El tiempo y la distancia.

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