La luz no cesaba de declinar. Marc calculó que no le quedaban más de quince minutos. En ese momento estaban bordeando un acantilado que descendía en vertical hacia el mar. Apareció una playa con palmeras tan inclinadas que parecían horizontales.
Seguía sin haber bambúes.
Estaba cayendo la noche. La lluvia arreciaba. El pescador hizo un gesto explícito: debían regresar. Marc le contestó con otro ademán: ¡continúe! El tailandés negó con la cabeza e inició la maniobra sin esperar respuesta.
En ese instante, un murmullo característico llegó a los oídos de Marc. Un roce ligero, creciente, lánguido. El viento traía el sonido y se lo llevaba enseguida, cual un espejismo sonoro. Pero estaba seguro: los bambúes estaban allí, en algún lugar del arrecife.
En el momento en que la barca giró, deslizándose entre dos grandes olas, Marc vio justo encima de la playa, a la derecha, la cinta verde claro. Las hojas parecían formar, entre las duras palmeras, una nube inmaterial. Gritó, señalando con el índice. El piloto negó de nuevo y siguió dando media vuelta.
Sin dudarlo, Marc se guardó en un bolsillo la jeringuilla, se quitó el impermeable y se zambulló en el mar. El frescor del agua aceleró su respiración. Tuvo la impresión de penetrar en la carne misma de la tormenta. Inmediatamente fue arrastrado por la corriente. Aspirado a través de un pasillo abierto por los corales. Mientras daba brazadas, chocaba contra las concreciones, se arañaba el vientre, se desollaba los codos. Pero se estaba produciendo un pequeño milagro: la corriente lo llevaba hacia la orilla. Se obligó a no moverse; dejó de oponer resistencia y empezó a notar las crestas de los corales rozándole el vientre.
Por fin llegó a la orilla y salió del agua. Bajo la luna, la playa tenía la blancura de la tiza. A medida que se alejaba del mar, oía mejor el canto de las hojas. Su crujido se volvía ensordecedor. Risas de brujas. Marc se volvió: el marinero seguía allí. Parecía furioso. Sin embargo, Marc estaba seguro de que lo esperaría.
Se dirigió hacia el bosque de bambúes, que quedaba sobre la playa. Después de dar unos pasos, distinguió más claramente la forma que le había parecido ver desde la barca.
Una cabaña construida sobre pilares y pegada al acantilado.
Un simple bungalow cerrado, con una terraza. Alrededor de cuatro metros de ancho. Cinco de hondo. El antro de un Robinson Crusoe. O simplemente un cobertizo para material de submarinismo. De pronto lo invadió una angustia inexplicable. ¿Y si alguien lo esperaba allí? ¿Y si Reverdi lo había citado con otro? En un segundo, sus hipótesis más descabelladas se desbocaron: el padre, el abogado… Entró en razón, pero decidió rodear primero la choza.
Encendió la linterna y se metió entre el tabique y el acantilado. Nadie, por supuesto. Inspeccionó la superficie de las paredes. Un simple vistazo le confirmó lo que ya sabía: la cabaña había sido «tratada». Cada intersticio había sido obturado con hilos de rota y silicona.
Al salir por el otro lado de la cabaña, se dio cuenta de que la noche se había hecho más clara. Alzó los ojos. Las nubes se alejaban. La luna llena brillaba como un sol frío. La arena, espejeante, agujereada por la lluvia, evocaba ahora una superficie de nácar. Apagó la linterna y la luz nocturna le hizo sentirse mejor.
Subió a la terraza. Allí vio también el calafateado. El marco de la puerta. Las ranuras de la ventana. El hueco entre la pared y el techo. Todo estaba taponado. Durante un breve instante, pensó que el cadáver estaba en el interior, pero era imposible. Reverdi no había puesto los pies en Tailandia desde hacía por lo menos seis meses; jamás habría dejado que un cuerpo se pudriese, ni siquiera en un espacio protegido.
Marc se colocó frente a la puerta y empezó a darle patadas. La ropa mojada entorpecía sus movimientos. La puerta cedió. La arrancó completamente de los goznes a fin de que la luz de la luna penetrara en el interior. La cabaña estaba vacía, o casi. Una botella de aire comprimido. Un descompresor blanquecino por efecto de la sal. Lastres. Una linterna frontal. Ninguna señal de lucha o de violencia. Ningún rastro de sangre o de cera de vela. Ningún objeto sospechoso. La madriguera inofensiva de un hombre asocial.
¿Qué se suponía que debía encontrar allí? «Cuando hayas descubierto la Cámara, tendrás que sumergirte en su sombra. Allí te espera algo. Una iglesia.» Ahora estaba siguiendo el razonamiento del asesino. Sacrificando a sus víctimas, creía purificarlas. Ellas mismas se convertían en espacios sagrados. En «iglesias».
Golpeó el suelo con el talón. No había doble fondo. Pensó en la elevación del bungalow sobre pilotes. La solución era más sencilla: Reverdi había enterrado el cadáver en la arena, bajo la choza.
Salió y se metió debajo. A cuatro patas, observó la superficie, las hojas secas, los pilares devorados por los arbustos: nada destacable. Con decisión, aunque de manera inconsciente, empezó a excavar con las manos.
No tardó en encontrar la mejor manera de hacerlo: hundir los dos brazos en la arena y retirarlos cruzados, a la manera de una excavadora, por encima de su cabeza. De vez en cuando, cambiaba de posición: se sentaba en el hoyo y empujaba los montículos con los pies.
Se encontró, sin aliento, dentro de una verdadera fosa. Excavó más, notando que los cangrejos le rozaban la frente y correteaban por sus brazos. Cuando hubo llegado a un metro de profundidad, se puso en pie y se dijo que deliraba. Allí no había ningún cuerpo.
De pronto se quedó petrificado. El hoyo se había movido a sus pies. Las tinieblas brillaban, trazaban movimientos relucientes. Se oyó un silbido amortiguado, luego otro. Serpientes. Marc dio un salto hacia atrás e intentó subir a la superficie. En vano. Los animales se enredaban entre sus pies. Blancuzcos. Sinuosos. Abominables. Se quedó inmóvil. Las serpientes desaparecieron sin morderlo: un milagro.
—Los guardianes del templo —susurró.
No cabía duda: el nido había sido puesto por el propio Reverdi. Una última medida de protección contra posibles visitantes. Pero ¿cómo se había arriesgado a matar a Élisabeth? Marc presentía su lógica de demente: la ofrecía en sacrificio al destino. Si era la Elegida, las serpientes no la atacarían. Si no, no habría nada que lamentar.
—Hijo de puta —murmuró Marc.
Esa trampa le hizo recuperar energías. Demostraba que efectivamente había algo enterrado ahí debajo. Después de haber explorado la fosa para asegurarse de que la vía estaba libre, se puso de nuevo a excavar con ímpetu renovado, apretando los dientes. Doblado por la cintura, jadeando, iba hundiéndose en el hoyo. Tenía arena en la boca, en los ojos, en las orejas. Nada todavía. Exhausto, se puso de nuevo en pie, se tambaleó y se dejó caer de culo.
Fue como una descarga eléctrica.
Su peso no había producido el ruido sordo esperado. Más bien un roce. De un salto, se puso boca abajo y empezó a apartar arena con frenesí. Al cabo de un momento, sus manos encontraron un objeto envuelto en plástico. No temía el contacto con el cadáver. Al contrario, esa forma pálida, plateada, que aparecía poco a poco, lo hipnotizaba. Consiguió dejar al descubierto el torso, hasta las caderas.
Bajo el plástico, el cadáver estaba perfectamente conservado. Cabeza, hombros, caderas: todo se dibujaba con precisión. La piel, blanquísima, parecía inmaculada, con excepción de las heridas negras que marcaban, bajo los pliegues transparentes, el Camino de Vida. El conjunto poseía un carácter de limpieza aséptica.
¿Cuánto tiempo llevaba muerta esa mujer? Debería haber sido comida por los gusanos y los cangrejos. Sin duda Reverdi utilizaba una técnica de embalsamamiento. O un método de protección total. Marc recordaba un reportaje que había realizado sobre un «artista anatomista» alemán, inventor de una técnica de conservación de los cuerpos: la plastinación.
Dejó las piernas totalmente al descubierto. Sin pensar, subió y apartó la arena de los lados, excavando un túnel hasta el aire libre. Después volvió sobre sus pasos, se tumbó boca abajo y asió el cadáver por los hombros. Sus manos resbalaban sobre el plástico, que parecía engrasado, untado con un bálsamo protector. Finalmente consiguió agarrar el cuerpo y arrastrarlo hasta el exterior. En ese momento sintió la repulsión que había creído evitar.
Era una mujer, por supuesto.
Tenía el semblante pálido, huesudo. Los ojos, que brillaban al fondo de las órbitas, parecían dos bolas de cristal. Los labios, demasiado finos, mostraban unas encías descoloridas de las que salían, dibujando un rictus de crispación, unos dientecillos crueles. Marc pensó: «Un cadáver albino». Hasta los cabellos, bajo el plástico, parecían sin color.
Siguió arrastrando el cuerpo hasta extraerlo de la hojarasca que rodeaba los pilotes. Era muy pequeño. Unos despojos de niña. Su piel luminiscente parecía cómplice de la luna. Marc se sentó sobre la arena húmeda y observó el envoltorio, adherido al cuerpo y perfectamente cerrado. De pronto se le ocurrió una idea demencial.
Esa víctima no estaba embalsamada, sino liofilizada.
Reverdi la había secado. Le había extraído toda el agua y de ese modo la había protegido contra la amenaza de la descomposición. Después había conseguido envolverla al vacío, igual que los alimentos destinados a una larga conservación. Marc era incapaz de imaginar un método concreto, pero estaba seguro de que el asesino había utilizado su material de submarinismo. Especialmente el descompresor, no para introducir aire en el plástico, sino para hacer el vacío.
Había llegado el momento de tomar la muestra. Marc sacó la jeringuilla del bolsillo. Se arrodilló delante de la mujer, como para rezar, y se concentró en las palabras del asesino:
Debes cruzar la nave, el transepto, el ábside… Hasta encontrar los cruceros donde se respiran perfumes de incienso.
Marc imaginó el plano de una iglesia y lo superpuso sobre el cuerpo. La nave era el busto, de eso no cabía duda. Pero ¿y el ábside? Creía recordar que era la parte superior de la iglesia, el semicírculo donde se encuentra el altar. Por lo tanto, la cabeza. En cuanto al transepto, debía de ser la parte intermedia entre nave y ábside: el tórax, donde se encuentran los órganos vitales. Todo aquello era realmente confuso. ¿Dónde estaban los cruceros? Se hallaban situados a uno y otro lado de la nave. Un destello lo iluminó: los pulmones.
La continuación del mensaje confirmaba esa opción:
… donde se respiran perfumes de incienso…
Debía pinchar en esa región. A fin de recoger los vestigios de la atmósfera que la víctima había respirado en el momento de morir. Los rastros físicos de una materia volátil, las partículas de un pigmento inhalado durante la agonía.
Esa era la apoteosis.
Se inclinó y examinó el pecho. No tenía ningún conocimiento anatómico. ¿Dónde estaban exactamente los pulmones? ¿Sería suficientemente larga la aguja para llegar hasta los alvéolos? Pensó en las costillas. Debía clavar la aguja entre las costillas superiores, bajo los pechos.
Comenzó a palpar el torso a través del plástico. Mientras maniobraba, Marc comprendió otro aspecto del ritual. Reverdi no calafateaba la Cámara para protegerla de las agresiones exteriores. Era lo contrario: quería impedir que el perfume que había dispersado saliese fuera. Quería «envolver» los cuerpos en incienso, en un olor, trascenderlos gracias a esa fragancia.
Marc se decidió a pinchar entre las costillas primera y segunda, partiendo de la parte superior de la caja torácica. Pero todavía dudó: ¿debía retirar el envoltorio del cadáver o pincharlo a través de él? ¿Debía sacar la jeringuilla de la bolsa o simplemente atravesar esta con la aguja? Decidió actuar a través de las membranas, sin tocar nada. Para conservar la máxima asepsia.
Cerró los ojos y clavó el instrumento. La carne no ofreció ninguna resistencia. Polvo friable. Tiró del émbolo. Abrió los ojos y observó la jeringuilla. No veía nada en el cilindro; en cualquier caso, ningún color.
Cuando el émbolo hubo terminado su recorrido, se inclinó más a fin de extraer la aguja con la máxima precaución. Al hacerlo, se apoyó en el hombro izquierdo del cuerpo. El brazo se partió y quedó desprendido del cuerpo. Marc gritó. El plástico se rasgó. Vio el miembro separado, el polvo de piel y huesos que se esparcía entre los pliegues transparentes. Ese cuerpo estaba tan seco que se rompía como si fuera de cristal.
Marc se dio cuenta de que había roto el vacío; la descomposición del cadáver no se alargaría ahora más de unos días. Conteniendo un gemido, se guardó la jeringuilla en el bolsillo. Llevó el cuerpo hasta su tumba y luego, volviendo la cabeza, echó rápidamente la arena encima. Mentalmente, pidió perdón a aquella desconocida cuyo rostro iban a devorar muy pronto los cangrejos.
—Tenemos un problema.
Jimmy Wong-Fat estaba en la puerta de la celda. Jacques se preguntaba cómo demonios había podido llegar hasta allí. Desde que habían encontrado el cuerpo de Raman, todos los edificios estaban cerrados. Ningún recluso estaba autorizado a salir. Las visitas se habían cancelado hasta nueva orden.
—Tenemos un problema.
Reverdi se incorporó sobre la estera e invitó al abogado a sentarse a su lado. El chino permaneció de pie.
—Ya le han practicado la autopsia a Raman. Ciertos detalles «técnicos» hacen que las sospechas recaigan sobre usted.
—¿Qué detalles?
—El hilo utilizado para coserle los labios, los ojos y el abdomen es quirúrgico. Solo se encuentra ese hilo en la enfermería.
—No soy el único que trabaja allí. Ni el único que ha tenido problemas con esa basura. Incluso aquí hacen falta pruebas para acusar.
El abogado hizo caso omiso de la reflexión.
—Está también el misterio de las entrañas.
—¿Las entrañas?
—Las vísceras encontradas en el vientre de Raman no eran las suyas.
—Ah, ¿no?
—Eran vísceras de cerdo.
Jacques levantó las cejas. Jimmy lo observaba con sus ojos rasgados.
—¡De cerdo! ¿Se da cuenta de lo que eso significa para un musulmán? El asesino sacó sus órganos y metió dentro del abdomen las tripas de un lechón. Después cosió la carne.
Jacques pensaba en la cara del forense al practicar la autopsia. Seguro que ese musulmán nunca había contemplado despojos de cerdo tan de cerca.
—¿De dónde procedía ese… material? —preguntó en un tono de indiferencia.
Wong-Fat se plantó delante de él con las piernas abiertas. Seguía llevando la cartera roja, como si fuera un animal doméstico.