La línea negra (39 page)

Read La línea negra Online

Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, Policíaco

BOOK: La línea negra
12.17Mb size Format: txt, pdf, ePub

De pronto se dio cuenta de algo que lo dejó helado: estaba teniendo una erección mientras describía la escena de un asesinato. Aterrado, miró hacia la ventana: estaba amaneciendo.

Se vistió, cogió la llave y salió. Se abrochó la camisa mientras bajaba la escalera. Tenía que atajar el mal, aplacar su cuerpo de una u otra forma.

59

En las calles ya no quedaba ni rastro de una chica con encanto. Solo algunas putas acabadas. No viejas, no, fulanas sin edad, derrengadas, maltrechas, con un maquillaje vulgar. Se arremangaban la falda para enseñar sus muslos deformes a los últimos clientes que pasaban o los llamaban con voz ronca. A la luz del día, el espectáculo parecía siniestro, abyecto, de color pus.

Marc se dirigió a los bares que había visto la noche anterior. Cerrados. O vacíos. Siguió caminando. El servicio de limpieza estaba regando la calle. Algunas parejas buscaban, titubeantes, su hotel. Empezaban a aparecer mendigos. Mujeres con un bebé en bandolera iban a hacer la compra, indiferentes a las fachadas de estuco, a los rótulos apagados. El día revelaba toda la fealdad y la falsedad del decorado. La pintura se desprendía. Las paredes estaban manchadas de humedad.

Marc, saturada la mente por su deseo, no veía en ese deterioro sino un obstáculo, un contratiempo para su satisfacción. Por más que ahora solo se cruzaba con auténticos monstruos —putas famélicas o, por el contrario, enormes, a punto de explotar bajo el sol naciente—, imágenes febriles se superponían a esa lamentable realidad. Un surco de sombra entre unos pechos abultados, el nacimiento de jóvenes pubis, nalgas redondas y suaves… Avanzaba apretando el paso. ¿Dónde estaban? ¿Dónde estaban las chicas? Quizá debería entrar hasta el fondo de los patios, en las trastiendas, subir a las habitaciones…

Oyó unas risas graves a su derecha. Unos polis tailandeses, impecablemente uniformados y empuñando un arma, charlaban acodados en un bar. Más lejos, en el recodo de una calle, vio a otros dándole una paliza a un hombre. Sí, estaban retirando el decorado. Los engranajes innobles quedaban a la vista. Los que permitían al escaparate funcionar, a la riada occidental ir a embriagarse y a llenar el depósito de sexo todas las noches. Marc casi corría. Estaba enfermo. Tenía que encontrar su medicina…

Vio algunas figuras malsanas más —pechos erguidos y barba incipiente— al otro lado de un cruce. Travestis. Fue en su dirección sin pensar. En ese instante lo detuvo un espectáculo inesperado.

El mar.

Al doblar la esquina, la inmensidad centelleante, apacible, estaba allí. Aquella visión lo paralizó. Nada más abrumador, más ajeno a su vicio que esa grandeza infinita, libre, indiferente. Entonces otra presencia aniquiló definitivamente sus turbias veleidades.

En la calle clara, todavía sembrada de papeles sucios y botellas vacías, unas chicas salían de los burdeles en lenta procesión. No tenían nada que ver con las busconas desenfrenadas de la noche anterior. Cabellos húmedos, sin maquillaje, un simple
sarong
por todo vestido. Todas llevaban un cuenco de arroz y lo dejaban en la calzada. Marc no comprendía lo que hacían, pero en ese momento los vio llegar.

Siluetas vestidas de naranja, con el cráneo brillante, ligeras en el viento matinal como delicados farolillos de papel. Los monjes. Unos llevaban una sombrilla, otros avanzaban por parejas, cogidos del brazo. Parecían irreales en ese campo de batalla todavía humeante. Tomaron las ofrendas inclinando varias veces la cabeza, mientras que las chicas estaban arrodilladas, con las manos juntas sobre la frente. La hora de la oración y del perdón.

Marc permaneció al sol, estupefacto.

Completamente despejado.

No obstante, la serpiente continuaba retorciéndose en el fondo de su vientre.

De vuelta en la habitación, la quemadura volvió a devorarle la entrepierna. Sin dudarlo, entró en el cuarto de baño, bajó la tapa de plástico y se masturbó. Imágenes caóticas estallaron en su mente. Ropas arrancadas, pechos al aire, pubis desnudos, ofrecidos, cautivadores… Auténticos trozos de carne, colgados dentro de su cabeza como fotos recién reveladas, sujetas con ganchos de carnicero. Forzaba a chicas. Las penetraba saboreando sus lágrimas, su humillación. Era abyecto, pero muy lejos, entre los bastidores de su teatro, se decía con alivio: ninguna escena de asesinato, ninguna imagen de heridas.

Al menos ya no estaba excitado por la sangre.

Finalmente llegó la liberación, en largos espasmos febriles. Había en ese chorro algo enfermizo. La purga de una herida purulenta. Se sintió apaciguado. Más que apaciguado, diferente. Ya no tenía nada que ver con el chiflado que era unos segundos antes.

Como todos los hombres, conocía desde hacía mucho esa sensación. Esa ruptura total, frontera radical entre la inflamación del deseo y el brusco retorno a la razón. Pero esa mañana la fractura presentaba una violencia inédita. Era literalmente otro. Miraba, alelado, sus dedos manchados de esperma y no comprendía lo que había sucedido.

Sacó una conclusión acerca del asesino. En el caso de Reverdi debía de ocurrir lo mismo: antes de saciar su sed de destrucción, eso era lo único que debía de contar. El universo entero debía de estar sometido a su fantasma. Después, tras su danza de muerte, debía de sumirse en un estado de estupor, de incredulidad. En Papan, los pescadores lo habían encontrado atontado. Parecía que él hubiese descubierto al mismo tiempo que ellos el cadáver de Pernille Mosensen. Marc recordaba también al hombre gris, atado con correas al sillón en la sala de Ipoh, repitiendo: «No soy yo…». En ese instante, Jacques no había salido de su estado de choque. Debía de sentir un pánico confuso al pensar en el crimen cometido. Y rechazar la idea de que él era su autor.

Al final, quizá las cosas fueran más sencillas de lo que Marc imaginaba. Jacques estaba solo, tanto en sentido propio como figurado. No tenía ningún cómplice. No padecía esquizofrenia. Simplemente tenía unas pulsiones mórbidas que, cuando estallaban, exigían ser satisfechas sin discusión.

En cambio, cuando escogía a su víctima, cuando compraba la miel, cuando preparaba la Cámara de Pureza e introducía las cuerdas de rota en todos sus intersticios, mantenía la cabeza fría. Preparaba todos los detalles de la ceremonia sabiendo que la crisis se produciría, que no tardaría en oír la llamada irresistible. De un modo similar a como las etnias primitivas preparan el altar del sacrificio, en espera de que un tigre-dios o un King Kong acuda a reclamar su tributo de carne fresca.

Eso es lo que era Reverdi: un simple fiel.

Consagrado a sus propios demonios.

Marc se levantó de la taza y se metió otra vez en la ducha. Con los ojos cerrados, permaneció largos minutos bajo el chorro de agua templada confiando en eliminar, de cuerpo y mente, los últimos miasmas de su trance. No olvidaba que su primera erección, antes de su ridícula expedición, había nacido de una escena de asesinato. No había intentado matar, claro, solo hacer el amor. Pero había sido la misma locura, la misma pérdida de control. ¿A qué distancia estaba aún de la línea negra? ¿Cuántos pasos le faltaba dar para cruzarla?

Salió de la ducha y tomó una decisión. Debía marcharse de Asia lo antes posible si no quería perder la razón. Había que romper con Reverdi. Descubrir su último secreto y abandonar el asunto antes de que fuera demasiado tarde. Volver a París. Terminar el libro. Olvidar la pesadilla y abrazar el éxito.

Siguiendo un impulso, cogió el teléfono móvil y marcó el número de Vincent. Quería oír una voz amiga. Una voz real, «normal». No hubo respuesta. Eran las dos de la madrugada en París. El gigante estaba durmiendo o todavía no había vuelto a casa.

Entonces, movido por otra idea inexplicable, Marc sacó de la bolsa la fotografía de Jadiya que había llevado para buscar inspiración en caso de que le fallara. Con lágrimas en los ojos, admiró aquel magnífico rostro, aquella extraña mirada que siempre le había evocado una disonancia musical, y se durmió de golpe, estrechando la foto contra su pecho.

60

Diez de la mañana, a pleno sol.

Tumbado sobre una de las paredes de separación de las duchas, con los brazos recogidos contra el pecho, Jacques Reverdi esperaba. Raman no se resistiría. Pese a la hora, pese a los riesgos…

El chaval que gozaba actualmente de sus favores era un indonesio llamado Kodé, de dieciséis o diecisiete años, que había sido condenado a cadena perpetua por haber degollado a su madre con un trozo de tubo de escape. Todos los días, alrededor de las seis de la tarde, el jefe de seguridad se reunía allí con él mientras los demás reclusos regresaban a sus celdas.

Reverdi sonrió.

Ese día las cosas irían de un modo diferente.

Un gran líquido blanco, cegador, se esparcía entre las duchas a cielo abierto, restallando sobre la cerámica en reflejos agudos. Todas las paredes, todas las esquinas vibraban como esos paneles reflectantes que utilizan los fotógrafos. Jacques evitaba bajar los ojos para no ser deslumbrado y perder el equilibrio.

Permanecía inmóvil, en el eje de la pared, vientre y cara pegados al borde, respirando el olor a la masilla entre los baldosines. Iba en calzoncillos y ya no notaba la quemazón del sol. A esas alturas ya era él mismo una brasa. Una materia incandescente cuya menor parcela estaba chamuscada, cuyo menor movimiento despedía efluvios de fuego.

Cuando las agujetas resultaban insoportables, recordaba su plan y todo su organismo entraba en esa lógica. Sus miembros anquilosados se ajustaban, se introducían en el proyecto como cartuchos en la culata de un fusil.

Raman no se resistiría.

Reverdi había ido a ver a Kodé. Le había ordenado que incitara al guardia después del desayuno y lo atrajera hacia las duchas, a esa cabina en concreto. El guardia desconfiaría, pero Reverdi podía contar con el encanto del mariquita. En unas semanas había eclipsado a todos los travestis del edificio D.

Jacques conocía las manías de Raman. Se desnudaba, pero se dejaba puestos los zapatos con suela de goma y no soltaba la porra eléctrica. Antes de encular a los chavales, les propinaba violentas descargas a fin de hacerles contraer las nalgas al máximo y experimentar, en el momento de la penetración, una sensación de desvirgamiento. Les desgarraba el ano, y saboreaba la sangre que resbalaba entre sus piernas y lubrificaba la penetración, acariciaba su piel todavía cargada de electricidad…

Reverdi cerró las manos en torno al cepillo-cuchilla. Había llevado unos guantes de crin porque Raman hacía el amor al estilo indio, con el cuerpo untado con aceite de sésamo. Bajo la lengua notaba la aguja de dar puntos de sutura y el hilo quirúrgico que había cogido de la enfermería. Echó un vistazo hacia abajo y vio, en el cuadrado de la ducha, el cubo que contenía los despojos. Como haciendo eco a su estrategia, oía a los chinos, a lo lejos, trajinar en la entrada de las cocinas: el principal jefe de los gánsteres han celebraba ese día su cumpleaños. Desde hacía una semana, él y los suyos estaban preparando un banquete destinado a toda la comunidad china.

Reverdi sonrió de nuevo al pensar en el festín.

Él iba a hacer su pequeña aportación al menú.

De pronto, ruido.

La luz blanca empezó a vivir, a palpitar, a lo largo de las duchas. Jacques tensó los músculos. Maquinalmente, acercó la mano a su calva de la misma forma que habría tocado un fetiche; luego se puso los guantes. Oyó unas risas, las del chaval. Inmediatamente después, un grito de dolor. Raman acababa de calmar a su compañero golpeándolo con la porra.

La puerta de la cabina se abrió con violencia.

Kodé se estampó de cara contra el cemento, completamente desnudo. Reverdi podía ver brillar sus cabellos untados de aceite de coco, moverse sus músculos bajo la piel como pequeñas perlas. Raman entró tras él y cerró la puerta. Desnudo también, con la porra y los zapatos con suela de goma. Jacques estaba a cincuenta centímetros de su cabeza.

El indonesio se había acurrucado contra los baldosines con el culo levantado. Raman le propinó una serie de golpes en los riñones, las nalgas y los muslos. Cada vez que recibía una descarga chocaba contra la pared y levantaba más el culo, tenso, vibrante, excitante. El chaval gritaba.

Reverdi no intervino enseguida. Después de todo, esa «víctima» le había rebanado el cuello a su madre de una oreja a la otra.

Un golpe.

Convulsión eléctrica.

Contemplaba, fascinado, la espalda negra de Raman. Sus vértebras se movían bajo su piel reluciente, a la manera de falanges dentro de un guante de seda negra. Su cuerpo era fibra muscular. Un armazón de pura violencia, que exhalaba al mismo tiempo un suave olor a sésamo.

Otro golpe.

El degollador suplicaba. Muslos apretados, trémulos. Hasta Reverdi estaba impresionado por ese espectáculo de humillación sexual.

Cuando notó que estaba teniendo una erección, supo que debía actuar.

Alargó un brazo hacia la izquierda hasta tocar la pared de enfrente. Apoyado en ambas, estiró el cuerpo sobre la cabina y lo envolvió de pronto en una sombra gigante. Raman, con la porra en alto, se volvió para averiguar qué pasaba.

Reverdi se dejó caer. Empujó al guardia contra la pared, le puso la cuchilla de afeitar sobre la base del pubis y le tapó la boca con la mano. El hombre echó el cuerpo hacia atrás, con los ojos desorbitados. Jacques ordenó al chaval:


Get out
.

Kodé, sacudido por espasmos, no se movía.


I said: GET OUT!

El chico se esfumó. La puerta rebotó contra los baldosines. Reverdi la cerró con el talón sin soltar a su presa. Él también se había dejado puestos los zapatos; la porra eléctrica despedía chispazos sobre el suelo mojado. Se felicitó asimismo por haber pensado en coger los guantes: el pervertido chorreaba aceite.

Raman, inmóvil, respiraba por las fosas nasales. Reverdi estaba impresionado por la belleza de su cara a cara: cuerpo de bronce, cuerpo de cobre. Dos atletas unidos por la lucha… o por el amor. De momento se mantenía la ambigüedad.

Jacques clavó ligeramente el cepillo-cuchilla. Lo justo para que brotara una pizca de sangre. Notaba contra su mano apretada los músculos abdominales del guardia, más duros que el acero. Durante un segundo, temió que la cuchilla no pudiera penetrar en semejante caparazón, pero la sensación de tibieza lo tranquilizó: ya manaba sangre.

Las aletas de la nariz de Raman palpitaron. Sus ojos encendidos decían: «No te atreverás». Pero las arrugas que se multiplicaban en su frente delataban lo contrario. La duda. La incertidumbre. El pánico. Acababa de ver los despojos en el cubo.

Other books

A Dozen Black Roses by Nancy A. Collins
Evening Stars by Susan Mallery
Love Again by Doris Lessing
The Hunt by Andrew Fukuda
Starstruck by MacIntosh, Portia
Devlin's Light by Mariah Stewart