A veces Marc veía a un grupo de tailandeses bañándose de un modo original: totalmente vestidos, con chalecos salvavidas, gafas y tubo de bucear, cuando el agua solo les llegaba hasta las rodillas.
Toda la isla estaba invadida de turistas y, sin embargo, Marc tenía una sensación de soledad total. En ese instante supo que coincidía con Jacques Reverdi. Con su modo de vida contradictorio. Solitario y secreto en lugares demasiado frecuentados, siempre amenazados por la civilización.
Marc percibió un cambio a su alrededor. Una especie de aligeramiento, de refinamiento de los sonidos. Y también una atención y una condescendencia orientadas hacia él. La jungla se inclinaba, lo rodeaba, lo acariciaba… Tardó unos segundos en comprender: los bambúes. Se encontraba en una gran extensión de gramináceas que se balanceaban al viento con languidez. Por pura intuición, Marc se adentró entre el follaje: un sendero descendía hacia la izquierda, hasta el borde de la roca que dominaba el mar.
No había dado veinte pasos cuando vio, enterrado bajo el follaje, un techo negro. Con una certeza absoluta, supo que había encontrado la Cámara de Pureza. La choza en la que Jacques Reverdi había vivido y sin duda sacrificado a una de sus víctimas.
Un cuadrado de tablas y de palmas, situado en un minúsculo claro. Por poco que soplara el viento, las hojas de los bambúes lamían sus paredes, cubrían su techo. Marc aguzó el oído: nada se movía en el interior. Lo rodeó con precaución: la puerta y las ventanas estaban selladas.
Se decidió a forzar la entrada.
La primera sensación fue el olor a moho. Al mismo tiempo, percibía la atmósfera sanísima del espacio. De una u otra forma, la choza había sido preservada de las estaciones de las lluvias.
Dio unos pasos y observó el decorado. Paredes desnudas, un suelo de madera, una mesa y una silla en la esquina más alejada, a la derecha. Una estera de rafia, acartonada, a la izquierda. Ni rastro de sangre. Ninguna señal de violencia. Marc distinguió en la penumbra, dispuesto a lo largo de la pared, material de submarinismo: cinturón de plomos, botella de aire comprimido, descompresor, traje de neopreno, linterna frontal…
Estaba, sin sombra de duda, en la madriguera de Jacques Reverdi, monitor de submarinismo.
Pero ¿por qué Cámara de Pureza?
Dio unos pasos más. Algo no cuadraba en aquella caseta. Un detalle no coincidía con su situación física. Cerró la puerta. La oscuridad total se cernió sobre él. Era imposible. En ese tipo de cabañas, la luz del sol siempre se filtra por multitud de orificios.
Abrió de nuevo la puerta y observó las paredes con atención: las ranuras entre las tablas habían sido cuidadosamente taponadas con fibra vegetal. Rota o rafia. Levantó los ojos y siguió la unión entre el techo y las paredes; normalmente, ahí suele haber una abertura, una ventilación natural. En este caso, la línea había sido tapada con hojas de palma cruzadas y atadas, una vez más, con cuerdas de rota. Marc bajó la mirada. Increíble: los espacios entre las tablas del suelo habían sido obstruidos también con silicona. Observó la puerta y obtuvo confirmación del sistema: estaba rodeada asimismo de fibra vegetal, de manera que, una vez cerrada, no dejaba penetrar el menor soplo de aire.
La Cámara de Pureza.
Reverdi había preparado cuidadosamente su celda a fin de que no pudiera entrar ni una mota de polvo.
Una frase del último mensaje acudió a su memoria:
«Un rito necesita un espacio particular. Un lugar sagrado donde cada gesto adquiere un significado superior, donde cada movimiento es un símbolo».
Marc pensó en las crisis de apnea de Reverdi, cuando se cerraba al mundo dejando de respirar. Reproducía el mismo fenómeno en otra escala. La cabaña calafateada se convertía en el espacio de su yo…, de su locura. En la prolongación de su persona. La doctora Norman había dicho: «El escenario del crimen se transforma en una especie de extensión de sí mismo.
Despliega
su ser en ese espacio y provoca en él un aflujo de sangre para protegerse mejor».
Una vez más, la psiquiatra había acertado. Pese al calor, Marc estaba empezando a temblar. Se proyectó mentalmente al interior del cuerpo del apneísta cuando dejaba de respirar. Imaginó la sangre convergiendo hacia sus órganos vitales. Unos órganos rojos, palpitantes, brasas en el fondo del hogar… El proceso era idéntico en aquella cámara: la sangre se concentraba en su centro, en el cuadrado de pureza.
Marc se ahogaba. A su pesar, había contenido la respiración.
Se dirigió hacia la puerta.
En el umbral, se volvió.
La escena del crimen se desarrollaba claramente ante él.
Jacques Reverdi estaba sentado en la postura del loto, con los ojos cerrados, rodeado de velas, de varitas de incienso y de tarros de miel. El silencio y la limpieza parecían circular por el espacio. Ni una mota de polvo, ni un soplo de aire penetraban en él. Tan solo se oía, fuera, el susurro de los bambúes. Como plegarias recitadas por fieles.
Jacques abrió los ojos y contempló a la mujer que se debatía bajo sus ataduras. Se hallaba sumida en la oscuridad y parecía una crisálida de dolor retorciéndose para liberar una mariposa de sangre. Jacques se levantó…
Marc se apoyó en el marco de la puerta. Trató de huir, pero no lo consiguió. Notaba el calor sofocante de la choza. Respiraba las emanaciones. Olores venidos de muy lejos, huellas de tierras áridas y de junglas húmedas. Unos versos del Cantar de los Cantares le vinieron a la memoria:
¿Quién es esa que se eleva del desierto
como humo que brota de la mirra,
el incienso y toda clase de polvos aromáticos?
Reverdi clavó el cuchillo en la garganta. Marc gritó: acababa de notar, en la yema de los dedos, el choque de la hoja contra una vértebra. Salió de la cabaña y echó a correr, aplastando los bambúes a su paso. Le parecía oír los gemidos de la víctima amordazada.
A las cinco de la tarde, Marc estaba en el embarcadero de Koh Surin preparado para partir. Un turista entre muchos más. No temblaba. No se leía nada en su semblante. Él mismo estaba sorprendido de su hazaña. Nadie habría podido imaginar la experiencia que acababa de vivir. Se instaló en la proa del
speedboat
, como a la ida, y miró la tierra que se alejaba.
El barco rodeó despacio el flanco este de la isla. Marc seguía con la mirada la costa que había recorrido a pie. Incluso percibía el susurro de los bambúes en el viento. Sintió de nuevo las hojas sobre su rostro, las olas verdes entre las que había «nadado».
Tomó conciencia de otra verdad.
Cuando había escogido ir en esa dirección, había creído actuar instintivamente. En realidad, había recordado inconscientemente las últimas palabras de Reverdi: «Busca el movimiento en el seno de la vegetación y descubrirás la Cámara…».
Los bambúes.
Eso era lo que el asesino le había indicado.
Rememoró otros hechos. La cabaña de Papan, donde Pernille Mosensen había sido asesinada, estaba situada en el corazón de un bosque de bambúes. El cazador de mariposas, en las Cameron Highlands, había encontrado varias veces a Reverdi entre esas gramináceas. Marc oía también el murmullo que había acompañado su encuentro con el apicultor, en Angkor.
Reverdi mataba a la sombra de los bambúes.
Marc incluso estaba convencido de que estos últimos desempeñaban un papel en el rito. ¿Poseían un valor purificador? ¿Había que atravesarlos para «lavarse» del mundo inferior? ¿O se trataba, por el contrario, de un encuentro agravante, de un hecho desencadenante que le recordaba un trauma y suscitaba el deseo de matar? Marc sintió de nuevo el roce de las hojas sobre su piel, extraña caricia que evocaba la de unas manos indolentes.
El barco navegaba ya por alta mar. Marc cerró los ojos y llevó sus pensamientos más lejos. Se identificó con Jacques. Cuando el bosque cobraba vida a su alrededor, cuando las sombras temblaban ante él, cuando las hojas rozaban sus sienes, entonces se volvía loco. Su deseo asesino afloraba para eclosionar, como una planta venenosa.
Marc abrió los ojos y miró a los otros pasajeros. No reconoció a nadie. Estaba impaciente por estar en su coche, a salvo, para ir inmediatamente a Phuket. Allí, lo escribiría todo en el ordenador y lo incorporaría a la trama de la novela.
Se dijo que no tenía título para su thriller.
French Kiss, Pinocchio, Soï Cow-Boy… Los nombres de los clubes, escritos con letras luminosas, danzaban en los charcos de lluvia. Cada fachada exhibía una originalidad, un pequeño hallazgo. Una brillaba bajo una herradura. Otra dibujaba un anillo de Saturno. Otra representaba la entrada de un submarino. Pero en la puerta siempre había mujeres.
Jóvenes sobre todo, vestidas con prendas más o menos relacionadas con el tema de la casa madre. Chaquetas con flecos, uniformes con aberturas o, simplemente, cintas y trozos de tela inflamando el cuerpo. Todas bailaban al ritmo de una música techno ensordecedora. A veces se agrupaban para contonearse de espaldas a la calle, con las piernas abiertas y las nalgas hacia fuera, evitando una lluvia de cubitos lanzados desde el bar. Otras veces iban a buscar al cliente y le metían una mano entre los muslos. Algunas caminaban balanceando con las dos manos sus pechos desnudos, en cuyos pezones llevaban un corazón fluorescente.
Marc caminaba con el equipaje en la mano, consciente de que tenía un aspecto horrible. Había conducido toda la tarde. Pese a la lluvia, pese a que a las seis se había hecho de noche, había mantenido su velocidad media. A las diez, mientras circulaba por una carretera mal iluminada, había ido a parar a una verdadera explosión solar: Patang, el barrio más tórrido de Phuket. No había podido resistirse a la tentación. Había estacionado el Suzuki en un aparcamiento vigilado y se había sumergido en el frenesí. En busca de un hotel. Y de nuevas sensaciones.
Oscuramente, intuía que Reverdi había merodeado por esos lugares.
Olores a comida lo asaltaban. Ajo, cebolla, pimiento, cilantro… Los deseos, los apetitos se mezclaban en su organismo. Las propias chicas, doradas y finas, le recordaban pequeñas golosinas caramelizadas. Pese a las bolsas que acarreaba, pese al cansancio, su erección iba en aumento: las jóvenes tailandesas poseían verdadera fuerza magnética. No a causa de sus vestidos sugerentes o sus maneras provocativas, sino, por el contrario, porque hicieran lo que hiciesen siempre conservaban un toque de inocencia, una parcela de pureza susceptible de ser degradada. Gatitas o campesinas hoscas cuyos pómulos salientes sustituían el maquillaje y los atavíos incitantes. Era precisamente ese vestigio de cosechadoras de arroz lo que resultaba excitante.
Observaba también a los occidentales. Los jóvenes, en grupos, con una lata de cerveza en la mano, disimulaban su incomodidad tras unas risas burlonas; los viejos, solitarios, nadaban allí como tiburones en aguas apacibles; los trotamundos, agotados, posaban sobre aquel hervidero una mirada hastiada. Pero en el fondo de todos esos ojos siempre había el mismo deseo desnudo. El mismo apetito, crudo y vil, pillado por sorpresa.
A Marc le interesaba especialmente otra categoría: las mujeres extranjeras. Esposas atónitas, cohibidas, del brazo de su marido; chicas con mochila en busca de un alojamiento barato, que trataban de manifestar su cólera contra ese «mercado de esclavas» mediante una expresión indignada. Todas parecían perdidas. Acorraladas entre el deseo de los machos, que nunca había sido tan claro pero que no les estaba destinado, y el odio de las putas tailandesas, que las detestaban por regodearse contemplando el espectáculo igual que los hombres.
Marc pensó en Linda Kreutz, en Pernille Mosensen. En las dos presuntas víctimas de Reverdi en Tailandia. Su convicción se reafirmó: el predador había cazado aquí. Este barrio era otro bosque, mucho más demencial, más inextricable que el de las Cameron Highlands o Angkor.
Marc imaginaba al asesino tranquilizando a sus jóvenes compañeras, llevándolas lejos de ese infierno, explicándoles en un tono resignado que «Asia funciona así». Y seduciéndolas con su voz grave, apaciguadora, hipnotizándolas… Apretó el paso en busca de un hotel.
En la habitación, evitó tumbarse para no quedarse dormido enseguida y se obligó a escribir a Reverdi. Élisabeth tenía la palabra. Contó el periplo en Koh Surin, describió sus descubrimientos. Todo de un tirón, sin vacilar ni un instante. Marc tuvo fuerzas justo para conectar el módem a la toma telefónica y enviar el mensaje. Todavía no se había acostado y ya dormía.
Cuando su cuchillo chocó de nuevo con un hueso, abrió los ojos. Vio su habitación atravesada por flashes de luz rosa y azul. La música hacía temblar las paredes y el suelo. Bajó los ojos: su mano continuaba crispada sobre un arma imaginaria. Las dos de la madrugada. Solo había dormido tres horas. Y, por supuesto, había soñado con asesinatos. Heridas costrosas y azucaradas. Carnes violentadas por estiletes cromados. El crimen no lo abandonaba. ¿No era eso lo que esperaba?
Fue tambaleándose al cuarto de baño y se metió bajo la ducha. El agua se mantenía templada en las ardientes tuberías. Se observó en el espejo del lavabo. Bronceado, más delgado, de aspecto tosco, como un viajero que hubiera permanecido demasiado tiempo al sol y quemado todas sus señas de identidad. ¿Quién era en la actualidad? Recurrió a su fórmula habitual: cincuenta por ciento Élisabeth, cincuenta por ciento Reverdi, cien por cien impostor.
Su sueño, al igual que la alucinación sufrida en la cabaña, había sido de otro tipo. Poblado de sensaciones físicas reales. Ya no imaginaba los crímenes, los vivía. ¿Qué estaba pasando? No tenía una explicación, pero decidió aprovechar la proximidad del sueño, que aún hormigueaba en su cuerpo, para redactar una parte de la novela. Anotar las sensaciones precisas, patológicas, del asesino.
Escritura automática.
Sus manos revoloteaban sobre el teclado, sin pasar ni por la reflexión ni por la conciencia. Alguien que no era él describía su deseo de matar, su placer al ver la sangre fluir, el goce que le producía hacer sufrir. En un rincón de su cabeza, Marc lo dejaba libre. Mantenía las distancias frente a ese ser imaginario que ahora se expresaba en su lugar. ¿Acaso no estaba desarrollando en ese momento su faceta de novelista? ¿Acaso su papel no era prestar su cerebro a su personaje mientras estuviera escribiendo?