Una cosa era segura: esas palabras ocultaban un acto de crueldad. La miel daba origen a una tortura específica. Wong-Fat, el vendedor de insectos, había dicho: «Ahora que sé que Reverdi es un asesino, imagino lo que les hace a las chicas». Pero el chino desconocía el detalle de la sangre azucarada, no publicado en la prensa. Y sin embargo, había comprendido la función de la miel en el sacrificio. ¿Por qué?
El contacto del tren de aterrizaje con el asfalto penetró en sus huesos como un rayo de muerte.
Siem Reap era la continuación lógica de Phnom Penh.
Al menos por lo que podía ver en plena noche. Grandes árboles de hojas fatigadas; polvo gris que, a la luz de los faros del coche, adoptaba un matiz plateado; edificios chatos, compactos, austeros.
En el centro de la ciudad, se detuvo en el primer hotel que encontró. El Golden Angkor Hotel. Quince dólares la noche, con el desayuno incluido. Aire acondicionado. Y una limpieza absoluta.
Cuando Marc entró en su habitación, apreció las paredes claras, el lino impecable, el olor a limpio. Pensó en una galería de arte contemporáneo. Con el enorme ventilador en el techo a modo de escultura expuesta.
Un espacio puro.
Un espacio de reflexión.
Era cuanto necesitaba.
Retomó el hilo de sus pensamientos tumbado en la cama. Las preguntas continuaban girando, incansablemente, dentro de su cabeza. Pero, antes de nada, ¿debía escribir un e-mail a Reverdi? No. Más vaha esperar a ir a Angkor y ver al apicultor. Entonces Élisabeth demostraría que había sido capaz de aprovechar su segunda oportunidad.
Apagó la luz. Otras ideas se abrían camino. Como esa teoría del segundo hombre. Vanasi había conseguido introducir la duda en su mente. Marc no podía descartar la posibilidad de que existiera un cómplice.
El enigma del padre se planteó de nuevo. ¿Era posible que existiera en alguna parte un padre criminal que hubiese influido en Reverdi, que lo hubiese formado, o incluso ayudado en sus crímenes? La bailarina real había dicho: «Él no es el único culpable». Y el doctor Alang, refiriéndose al contenido de la cinta de vídeo, había comentado: «Habla del asesinato como si hubiera sido testigo, y no el autor», Marc oía aún la vocecita de Reverdi convertido en niño: «Escóndete, viene papá».
Marc sacudió enérgicamente la cabeza. No. Imposible. Debía abandonar esa teoría absurda. Ya había pasado un mal rato imaginando al abogado pervertido, el tal Jimmy, convertido en el brazo armado de Jacques. No iba a inventarse ahora a un padre diabólico que podría estar siguiéndole los pasos.
Guardó todos sus delirios en un rincón de su cabeza y cerró los ojos con este pensamiento tranquilizador:
Jacques Reverdi estaba solo.
Y él, contando a Élisabeth, era dos.
A la mañana siguiente, Marc alquiló un scooter: las ruinas de Angkor estaban a cinco kilómetros. Atravesó Siem Reap, vasta ciudad de provincias que no tenía rasgos particulares, y llegó a una barrera con peaje que marcaba la entrada al yacimiento arqueológico.
Antes de entrar, Marc tomó un desayuno asiático: un gran cuenco de tallarines templados, con trozos de buey y láminas de zanahoria fríos. Con el estómago lleno, pagó el diezmo a los guardias adormilados y preguntó por el apicultor. Los hombres asintieron con la cabeza levantando el pulgar: «
Honey very good
».
Marc siguió la carretera entre la maleza gris. Era absolutamente recta, sin ramificaciones ni curvas; una simple pista asfaltada, abierta en el bosque, para llevarte «allí».
Se cruzó con algunos campesinos en bicicleta, enterrados bajo haces de palmas. Vio chabolas donde vendían gasolina en botellas de whisky; elefantes preparándose para una ruda jornada de paseos turísticos. Contemplaba sobre todo los grandes árboles plateados, cuyos nombres había leído una vez más en su guía: banianos, ceibas, bananos…
Una curva lo sorprendió. Más bien un ángulo recto, que se estrellaba contra un río inmóvil, alfombrado de nenúfares. Marc se detuvo y escrutó las aguas estancadas. Ningún cartel. Ningún transeúnte. Percibió —pura intuición— que algo se perfilaba a la izquierda, detrás de la línea de árboles, pasado el primer meandro del río.
Cambió de marcha y avanzó en esa dirección. La carretera estaba cada vez más seca, más polvorienta. Pequeñas hojas rascaban el suelo. La vibración del motor se mezclaba con su frotamiento contra el asfalto. Marc no paraba de lanzar miradas hacia la orilla de enfrente, presintiendo que una presencia iba a aparecer.
Entonces vio, de repente, rematando la superficie de los nenúfares y la franja verdeante del follaje, las torres legendarias de Angkor Vat. Cinco mazorcas de maíz de contornos cincelados, dispuestas en abanico, que en la memoria colectiva se habían convertido en el símbolo absoluto de los templos nacidos en la selva.
Al principio Marc se quedó desconcertado. Como sucede siempre ante un cuadro demasiado famoso, no encontraba sus puntos de referencia. No reconocía la imagen que tenía en la cabeza. Todo aquello parecía falso. Desentonaba. Luego, casi inmediatamente, lo invadió la sensación contraria: una familiaridad natural se asentó en su conciencia, como si hubiera vivido siempre junto a esos edificios.
No se detuvo. Según el plano, faltaba aún bastante para llegar al Bayon, el otro templo importante, en cuyas inmediaciones el apicultor tenía sus colmenas. Siguió la pista, invariablemente recta y desnuda, junto al río.
Al cabo de diez minutos apareció, al final de un puente de piedra, una puerta monumental bordeada de guerreros y dragones. Una pesada ojiva, construida con bloques verdosos y coronada por un inmenso rostro plácido cuya sabiduría y dulzura parecían salir de sus labios sonrientes como si fuera vaho.
Al otro lado no estaba la ciudad, sino que continuaba el bosque. Marc seguía avanzando. Las dimensiones del yacimiento eran vertiginosas. La selva, alta, despejada, parecía interminable. Marc saboreaba el paisaje aspirando el aire soleado. Admiraba los altos troncos cenicientos, la inmensa fronda que se abría ante él como manos en señal de bienvenida.
Al poco, los árboles parecieron quedar clavados al final de la carretera. Marc creyó que era un efecto de la luz. Pero no: aunque él se acercaba, las copas se negaban a alejarse, y las hojas habían dejado de moverse. Ahora dibujaban trazos, curvas, ornamentos. Piedra. El primer templo, tallado en el bosque, estaba a la vista. Torres y terrazas aparecían al fondo de la espesura. Marc revisó su impresión. Rostros. Rostros a flor de jungla… Cada rasgo de laterita, cada bloque de gres revelaba una frente, una mirada, una sonrisa. El templo se aproximaba a él como una procesión de dioses, tranquila y lenta.
Había llegado. El Bayon, conocido como «el bosque de los rostros». Marc recorrió su contorno. En el tercer lado vio, arriba de los escalones, un muro esculpido. Detuvo el scooter y se acercó, pasando por encima de los cientos de bloques caídos y esparcidos por el suelo.
Esa fachada era de una complejidad extraordinaria: había varias terrazas escalonadas, y cada una de ellas sostenía decenas de rostros con diferentes expresiones, miradas y coronas. En los huecos aparecían bailarinas, se recortaban guerreros. Todo estaba tallado, labrado, cincelado.
Marc, con su bolsa de turista al hombro, pensaba en los artistas que habían esculpido esas maravillas. Tenía la impresión de penetrar en su cerebro. Como si cada detalle, cada rincón revelara un aspecto de su conciencia, de su exigencia, de sus obsesiones. Esa reflexión le recordó a Reverdi y su poder nocturno.
«Busca el fresco.»
Ese era el lugar que indicaba. Se trataba de esos bajorrelieves en escalera, cuyos soldados «miraban» el terreno del apicultor.
Sí, estaba seguro, la miel ya no se encontraba lejos.
Marc encontró la granja en el eje del bajorrelieve, a cincuenta metros, detrás de un grupo de altas ceibas. Dos edificios sucios, dispuestos en forma de L, cuyos tejados estaban cubiertos de hojas secas. Un cartel anunciaba con orgullo: laboratorio de bosque. A la izquierda, decenas de cajas de madera: las colmenas. Alrededor de ellas zumbaban nubes de abejas.
Críos con aspecto de gatos salvajes bailaban, giraban, correteaban entre las colmenas, rivalizando en rapidez con los insectos. Marc vio entre la horda una figura no más alta que las demás pero que parecía mucho mayor. El Señor de Oro. Viéndolo, el sobrenombre parecía exagerado. Un esqueleto canijo, con la cabeza envuelta en un
sarong
viejo y manchado de laterita. Sobre este, un sombrero de paja sujetaba un trozo de red verde de ping-pong que le caía por delante de la cara.
El hombre se acercó a Marc apartando el velo de un rostro quemado y surcado de arrugas. Los niños lo acompañaban. Uno llevaba unos zapatones sin cordones, otro una chaqueta de falso tweed abrochada con un cordel, otro un impermeable sobre el torso desnudo. Todos llevaban la misma red verde delante de los ojos.
Los olvidados
en versión asiática. Cuando estuvieron delante de Marc, levantaron al unísono su protección y dejaron al descubierto la misma mirada de malicia.
Marc se presentó en inglés. El apicultor debió de notar su acento y contestó en francés. Un francés de la vieja escuela.
—Encantado, señor. Yo me llamo Som.
En su semblante, en forma de piña, brillaba un reflejo socarrón. Los niños no paraban de parlotear a su alrededor y de empujarlo. Él se echó a reír: la mitad de sus dientes eran de oro.
—Y estos son hijos y nietos míos. Pasada cierta edad, vivir sin niños es quedarse completamente seco. Es muy triste vivir solo para uno mismo, ¿no le parece?
Marc asintió sin convicción. Los últimos niños a los que se había acercado descansaban en cajones de acero inoxidable, en un depósito de cadáveres. Asesinatos. Pederastia. Incesto. La retahíla habitual.
Para evitar cualquier pregunta sobre su propia familia, habló inmediatamente de la muerte de Linda Kreutz sin parar de mover los brazos para ahuyentar a las abejas. La escena le recordaba las Cameron Highlands: estaba dando vueltas en el mismo círculo.
—Esa chica… —dijo, haciendo una mueca, el apicultor—. Es muy triste, mucho. Pero ¡qué jaleo se organizó! ¿Sabe cuántos asesinos continúan en libertad en Camboya?
Marc puso cara de circunstancias. Esperaba los inevitables lamentos sobre el genocidio jemer, pero se equivocaba: Som no era un aguafiestas. Se quitó los guantes y preguntó:
—¿Viene a hacerme preguntas sobre Jacques Reverdi?
Su francés presentaba algunas lagunas, pero su mente no. Marc asintió con la cabeza, observando que las manos del viejo, manchadas de laterita, ofrecían toda la gama de los rojos y los marrones, desde el ocre hasta el naranja pasando por las diferentes tonalidades de carmín. Las abejas y los niños habían desaparecido. Los pájaros estaban ahora a sus anchas.
—No puedo decirle nada sensacional —prosiguió, sacudiendo los guantes contra uno de sus brazos—. Yo apreciaba mucho a Jacques. Venía a verme cuando trabajaba en Ba-Phuon.
Marc no estaba dispuesto a escuchar más elogios.
—¿Sabe que lo han pillado en flagrante delito de asesinato en Malaisia?
El anciano sacudió enérgicamente su sombrero de paja. Todos sus movimientos despedían un olor dulzón, ligeramente empalagoso.
—Sí, pero me cuesta creerlo. Sobre todo el método. Tan salvaje… Jacques es un hombre muy reflexivo, muy… —se apuntó con los dedos rojos el pecho— interior.
Marc no deseaba evocar otra vez las múltiples personalidades del asesino. Adoptó un tono firme:
—Oiga…
—No, oiga usted. Jacques, gran hombre para la meditación. La apnea le había aportado tranquilidad espiritual. ¿Sabe cómo se practica la meditación?
—No.
El viejo levantó el índice y lo hizo girar.
—Esta noche, en su habitación, observe el ventilador. Las palas giran tan deprisa que no es posible distinguirlas. El cerebro humano igual. Nuestros pensamientos van demasiado deprisa. Imposible desenredarlos. —Ralentizó el movimiento—. Pero detenga el ventilador. Mire cada una de las palas a medida que se van precisando, encuentre su forma… Haga lo mismo con su mente. Separe una idea de las demás. Obsérvela desde todos los puntos de vista. Ese es el papel de la meditación. Transformar el pensamiento en objeto fijo.
Marc suspiró.
—¿Qué relación tiene eso con Reverdi?
—Él era el campeón. El maestro. Podía aislar una idea, considerarla bajo todos sus aspectos. La apnea le dio poder.
Un ruido extraño, que persistía bajo el piar de los pájaros, distrajo a Marc. Un susurro languideciente que, ahora se daba cuenta, sonaba desde que había llegado.
Volvió la cabeza y vio, detrás de él, a la derecha de las colmenas, un muro de pequeñas hojas prietas, muy verdes, muy ligeras, que se movían como olas. Bambúes. Ese «laboratorio de bosque» incluía un campo de bambúes.
Huyendo de ese murmullo, se dirigió a un mostrador sobre el que había botellas y tarros pegajosos y dorados. Debía volver al objeto de su visita.
—¿Es esta miel la que Reverdi le compraba?
El apicultor se acercó.
—No. Eso, miel para comer. Jacques compraba miel para curar.
—¿Para curar?
Con su mano roja, el hombre cogió un frasquito.
—Miel muy rara, que cierra las heridas. —Apretó el índice contra el pulgar—. Coagula la sangre. ¿Cómo se dice en francés? He… mos… tá… ti… ca.
Marc le quitó el frasco de las manos. Estaba pringoso. Unas abejas seguían revoloteando alrededor.
—¿Esta miel permite pegar carne desgarrada?
—La mejor para cicatrizar. Reverdi la compraba para las heridas producidas por el coral. Normalmente tardan mucho en cicatrizar. Con esto, ningún problema… Lo pone sobre la herida. La miel se seca, los vasos y la piel se cierran. En unos segundos. No hay nada mejor.
Marc tenía la impresión de estar cayendo en el interior de sí mismo.
Escrutaba los reflejos del cristal como si fuese el fondo del crisol de un alquimista. Las palabras de Wong-Fat azotaban su memoria: «Ahora que sé que Reverdi es un asesino, imagino lo que les hace a las chicas». Y había añadido: «Sobrepasa el entendimiento».
Marc estuvo a punto de echarse a reír.
Y de dejarse llevar por el espanto.
Sí: aquello sobrepasaba el entendimiento.
Marc acababa de entender también la atrocidad del rito.