La línea negra (31 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, Policíaco

BOOK: La línea negra
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En ese instante comprendió la razón de su miedo. La idea, todavía confusa, de que Jacques Reverdi no estaba solo. De que su abogado, el gordo pervertido, podía constituir un instrumento de venganza en el exterior de la prisión. ¿Qué pasaría si el asesino descubría la intriga? ¿Qué pasaría si lanzaba a su «perro» tras el impostor?

Aceleró sin mirar atrás.

Llegó a su habitación del hotel a las diez de la noche.

La habitación sin aire ni ventana. Puso el aire acondicionado al máximo y vació sus bolsillos entre el estruendo del aparato. Aún tenía en la garganta el olor a carne chamuscada. Se sentía sucio, manchado, impregnado de muerte y de polvo.

Dejó en la mesita las llaves, las tarjetas de visita de la doctora Norman, las de los vendedores de insectos con los que había hablado y otra que no reconoció, escrita con ideogramas chinos.

Le dio la vuelta: el dorso estaba redactado utilizando el alfabeto latino.

La tarjeta del «señor Raymond» que le habían dado en la calle, al salir del Hard-Rock Café. Marc leyó la frase escrita bajo los números de teléfono: «Todas las chicas que necesita».

¿Por qué no?

Para borrar el sabor de la muerte, necesitaba un tratamiento de choque.

A Marc le gustó enseguida.

Menuda, atlética, parecía una gimnasta adolescente. Un fino vestido de muselina negra marcaba sus muslos abombados y sus pechos aprisionados. Su presencia desprendía una energía sensual, una fuerza de deseo que cortaba la respiración, secaba la garganta.

Incómoda, se sentó en el único sillón de la habitación y permaneció a la espera. Su rostro cuadraba con el carácter tosco del cuerpo: facciones bastas, pómulos salientes, ojos pequeños. «La belleza de un puñal», pensó Marc. Pero estaba fantaseando: era una simple cara de campesina disfrazada de
pin-up
.


Where do you come from?


Miam-Miam.

—I
'm sorry. I didn't get the name. Where do you come from?


Miam-Miam
.

Necesitó un buen rato para comprender que era de Myanmar, el actual nombre de Birmania. Pagó por adelantado y los malentendidos se multiplicaron. Él soñaba con quitarle él mismo el vestido o, mejor aún, subírselo poco a poco hasta por encima de los muslos. La birmana se desnudó rápidamente, como si estuviera en un vestuario de chicas antes de una competición de natación.

Le señaló la ducha. Marc sonrió, imaginando ya sus caricias a través del vapor, su larga cabellera rozándole el torso. La profesional se encasquetó un gorro de ducha y después empezó a lavarle la verga como si frotara la herrumbre de una vieja vega.

Cuando fueron a la cama, la gimnasta se colocó a horcajadas sobre su vientre y apoyó las manos en su pecho. Por fin los masajes… Marc cerró los ojos, esperando que los pequeños pellizcos de placer recorrieran su cuerpo, luego que la lengua humedeciera sus músculos hasta llegar al sexo. En lugar de eso, recibió unos puñetazos en las costillas; al abrir los ojos, vio que la chica buscaba algo en su bolso. Sacó un preservativo cuyo envoltorio rasgó con los dientes, como si fuera la bolsa de una jeringuilla. Todos sus gestos eran breves, precisos, profesionales.

Marc había esperado un Kama-Sutra tórrido.

Le estaban haciendo un reconocimiento médico.

Con todo, al cabo de unos instantes el goce llegó. Breve como una bolita de arroz tragada sin masticar. La chica fingió quedarse dormida para evitar hablar en inglés, idioma que no sabía.

Marc se levantó sin hacer ruido y se sentó junto a la mesita. Acercó la lámpara e inclinó la pantalla hacia la pared. Luego abrió el ordenador. No podía esperar más. Tenía que escribir a Reverdi. Confesar su fracaso y encontrar la manera de obtener la clemencia del asesino.

Sus deseos de volver a París habían desaparecido. Su miedo de Jimmy también. No había ninguna razón para ser descubierto. Ni para temer a un hijo de papá desequilibrado.

Empezó la carta sin titubear. No tenía más que escuchar a su corazón: su decepción, su amargura, su empeño en actuar bien, que habían desembocado en un callejón sin salida. Llevado por su propio estilo —es decir, el de Élisabeth—, suplicó a Reverdi que le diera otra oportunidad.

Al cabo de media hora, Marc se sintió mejor. Como reconfortado, en la piel de esa chica que no quería ser abandonada. Aunque cada palabra le hacía daño, aunque cada sílaba lo remitía a su fracaso, saboreaba esa relación íntima, espiritual, en la que podía hablar abiertamente de lo único que le preocupaba: el secreto de un asesino.

Oyó cerrarse la puerta.

Vio la habitación, las paredes ciegas, la cama deshecha. Miam-Miam se había ido. Estaba tan absorto en la carta que ni siquiera la había oído levantarse, vestirse, coger el bolso…

Tardó unos segundos más en comprender la siniestra verdad.

En ese instante, prefería escribir a Jacques Reverdi que hacer el amor de nuevo con aquella prostituta.

Prefería ser Élisabeth Bremen que Marc Dupeyrat.

44

L'Axe era uno de los restaurantes más modernos de París. Jadiya había oído hablar de él y se temía lo peor. Sin embargo, nada más verlo le gustó su arquitectura. Un gran espacio blanco, puro, donde se alineaba una hilera de compartimientos abiertos. En la pared de enfrente se extendía una barra estrecha que acentuaba más la sensación de profundidad.

Esas líneas claras le recordaban uno de sus viejos sueños. Esperaba poder visitar algún día una capilla situada en Ibaraki, en Japón, de la que había visto fotos. El arquitecto, Tadao Ando, había abierto en la pared del fondo dos ejes, uno vertical y otro horizontal, por los que el sol penetraba y dibujaba una cruz. A Jadiya le encantaba esa idea: una cruz de luz pura. Cuando tuviera el dinero necesario iría a Japón a recogerse en esa capilla, se lo había jurado. Era su objetivo secreto.

Vincent eructó.

—Perdón. Un pequeño SOS de mi organismo. —Se puso de puntillas—. No sé por qué nos hacen esperar.

Estaban en el vestíbulo, débilmente iluminado. Reinaba en esa antesala la impaciencia habitual en los restaurantes de moda, donde todo el mundo espera, nervioso, su mesa, temiendo que le den una mal situada o, todavía peor, que le digan que no tienen ninguna disponible. Jadiya, por el contrario, estaba tranquila. Podría haber cenado en cualquier sitio con Vincent. Solo tenía curiosidad por saber qué quería «celebrar» esa noche.

Les dieron una de las mejores mesas. Un compartimiento de entramado de madera que despedía un agradable olor a resina.

—Te advierto que este sitio es frugal —dijo Vincent quitándose la chaqueta—. Del tipo Anoréxicas Anónimas.

Jadiya se sentía cada vez más a gusto con él. Grande, ancho y sin complejos, parecía disfrutar metiéndose con todo el mundo. Siempre llevaba la camisa llena de manchas. Amplios cercos decoraban sus axilas. Y difundía un olor que no debía nada a las fragancias refinadas ensalzadas por la publicidad. En el ambiente de la moda, Vincent era un bicho raro, no pegaba ni con cola, pero había conseguido hacerse un hueco.

Jadiya leyó la carta detenidamente, disfrutando de las asociaciones de palabras, de categorías e incluso de lenguas. Los nombres de especias se codeaban con los de ensaladas campestres. Las carnes más clásicas eran espolvoreadas con azúcar y sabores dulces. Pescados del Báltico se mezclaban con verduras tropicales.

Ella misma pertenecía a esa cultura de mestizaje. No había puesto nunca los pies en el Magreb, pero decoraba su look habitual —tejanos y americana— con elementos étnicos de estilo sahariano. Pesadas joyas de plata, blusas de tejidos tornasolados, perfume penetrante en el que se mezclaba el jazmín y el almizcle… Hasta se había teñido los dedos con
henna
.

—¿Ya sabes lo que vas a pedir? —preguntó Vincent.

—Estoy un poco perdida.

—¿Quieres que te lo explique?

—No. Me da igual.

—Más esnob que los esnobs, ¿eh? —ironizó Vincent.

—Simplemente, mantengo las distancias. Me crié en Gennevilliers. En un barrio llamado La Banane. Puedes imaginártelo. Busco una oportunidad en este oficio para ganarme la vida, no para convertirme en otra persona.

Vincent levantó la copa. Ya había pedido un cóctel helado, coronado de finos cristales de sal.

—¡Por La Banane!

En ese momento, Jadiya observó un detalle en el que nunca se había fijado. Vincent tenía una señal en el dedo anular de la mano izquierda.

—¿Has estado casado?

Vincent se miró maquinalmente los dedos y su semblante se ensombreció. Asintió lentamente con la cabeza.

—¿Un mal recuerdo?

—Digamos que en ese juego me quemé.

Jadiya no dijo nada. Intuía que Vincent iba a ampliar la confidencia.

—Para mí —prosiguió, efectivamente, el fotógrafo—, el matrimonio fue una especie de incendio químico.

Ella optó por la ironía para neutralizar la gravedad que empezaba a pesar en el ambiente.

—Una metáfora muy original.

—No es una metáfora, es una experiencia… práctica. —Vincent no abandonaba el tono serio que había adoptado—. A lo largo de los años, entre un hombre y una mujer todo arde, todo se consume. Me refiero a lo mejor que hay en ellos. Un día, se despiertan entre las cenizas.

—Pero ¿por qué incendio químico?

—Porque entre ellos quedan los materiales más duros, las piezas no inflamables. El odio. La amargura. El rencor. Y el miedo. Cuando era reportero, cubrí muchas catástrofes: accidentes de avión, explosiones de fábricas. Siempre quedan carcasas negras, trozos incorruptibles que se niegan a quemarse. Ese tipo de cuadros me recuerdan mi matrimonio.

El camarero se acercó. Pidieron. Cuando se hubo marchado, Vincent miró el fondo de su copa. La hacía girar siguiendo sus reflejos circulares.

—Por lo menos comprendí una cosa —murmuró—. Las mujeres llevan el amor dentro.

—Igual que los hombres, ¿no?

—No. Ellas tienen el fuego sagrado. Ellas «creen» en el amor, de la misma forma que los integristas creen en Dios. Sea la chica que sea, sea cual sea su actitud, al margen de su despreocupación aparente y de su independencia, siempre conserva en su interior, a veces muy profundamente, ese fuego sagrado.

Las alusiones repetidas al fuego hicieron estremecer a Jadiya. Cualquiera hubiera dicho que Vincent utilizaba esa imagen expresamente. Sin embargo, la joven sentía al mismo tiempo complicidad entre ellos.

—Como esas mujeres de la Antigüedad —continuó Vincent— que vigilaban una hoguera que no debía apagarse nunca.

—Las vestales.

—Eso. —Le guiñó un ojo—. Tendría que haber más modelos como tú.

El sumiller, más tieso que un palo, les llevó el vino. Vincent le quitó la botella de las manos y le hizo una seña para que se fuera.

—Cada mujer es un templo —continuó, llenando las copas—. Con esa llama en su interior que no se apaga nunca.

Jadiya estaba atónita por el giro que había tomado la conversación. Evocar esas figuras antiguas con el «rey del
flou
»: París reservaba ese tipo de sorpresas.

—En la época, ¿cómo lo superaste? —preguntó a su pesar.

Él vació su copa de un trago.

—Gracias al alcohol. —Rió para sus adentros—. No, es broma. Gracias a un amigo con el que formé equipo durante varios años. Éramos
paparazzi
. Un tándem infernal.

Jadiya intuía la continuación. El corazón se le aceleró.

—¿El pelirrojo?

—Sí. Marc Dupeyrat. El que te ha entrado por los ojos.

—Lo encuentro bastante… curioso.

—Es lo menos que se puede decir. Él también vivió una experiencia singular.

—¿Otro caso de «fuego sagrado»?

—Mucho peor que el mío.

La gravedad de Vincent se acentuó. La cena estaba tomando un cariz abiertamente fúnebre. Jadiya cruzó los brazos sobre la mesa y clavó los ojos en los de su interlocutor.

—Ya has dicho demasiado para callarte ahora.

Él intentó reír y negó con la cabeza, agitando sus largos cabellos.

—Olvídalo. Hemos venido para divertirnos.

—Ya nos divertiremos después.

—Me extrañaría que nos quedaran ganas.

—Correré el riesgo.

Vincent resopló fuerte y miró a ver si el camarero llegaba con los platos, pero, por supuesto, no había nadie a la vista. Así que tuvo que empezar:

—Sucedió antes de que yo lo conociera. En 1992. Estaba trabajando en un caso bastante sonado que guardaba relación con la mafia siciliana. Tenía que pasar varias semanas allí y le pidió a su novia que lo acompañara.

A Jadiya se le hizo un nudo en la garganta.

—¿Cómo se llamaba?

—Sophie. Para él, ese viaje a Sicilia era una especie de ceremonia de compromiso. Pensaba casarse con ella poco después.

Ella bajó la cabeza para disimular su turbación: aquellas palabras la herían.

—¿Qué pasó?

—La asesinaron.

Jadiya levantó los ojos. Vincent sonreía tristemente mientras llenaba de nuevo su copa. Bebió un trago e hizo chascar la lengua.

—Estaban en Catania, una de las grandes ciudades de Sicilia. Un día, a última hora de la tarde, cuando Marc volvió de visitar la cárcel de menores de Bicocca, encontró su cuerpo en la pensión donde estaban alojados.

Jadiya comprendía ahora la razón de la extraña personalidad de Marc. Un trauma original. Aquello habría podido crear un vínculo con ella, pero no; esa historia aislaba totalmente a Marc. Un viudo hermético, encerrado en su pesar.

—¿Fue cosa de la mafia?

—Nunca llegó a saberse, pero no era su estilo. Más bien la obra de un chiflado, del tipo «asesino en serie».

—¿Qué le hizo?

—Creo que vamos a meternos en un terreno poco apropiado para una cena a la luz de las velas.

—Cuéntamelo.

—¿Estás segura de que quieres saber los detalles?

—Estoy acostumbrada, no te preocupes.

Vincent se encorvó sobre la mesa y escrutó la botella de vino, cuyos reflejos negros evocaban ahora una lámpara mágica.

—Marc nunca quiso darme detalles —prosiguió con una voz profunda—, pero me pasaba lo mismo que a ti: quería saber más. Así que telefoneé a unos colegas italianos, unos
paparazzi
que tenían contactos en la policía de Sicilia. Al cabo de una semana tenía toda la información. Hasta conseguí el expediente completo de la instrucción. Ya sabes que en Italia los
paparazzi
son…

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