Luego siguieron los hoteles. Mansiones blancas con entramados negros, ventanas con vidrieras de colores y patios de grava gris, en el más puro estilo
british
. Inmediatamente después, la selva primigenia volvía a cerrarse, intacta. Podías creer que habías soñado. Luego aparecía de nuevo un campo de golf. O un hotel de lujo con su piscina azul turquesa…
Marc debía de haber sobrepasado los 1.500 metros de altitud cuando vio los primeros poblados de chozas. Las guías también hablaban de eso: los
orang-asli
, literalmente el «pueblo de los orígenes». Hombres de los bosques, con taparrabos, que sobrevivían, cerbatana en mano, entre los edificios de ladrillo y los viajeros en todoterreno.
Redujo la velocidad y se dio cuenta de que eran una atracción turística más. En lugar de taparrabos, llevaban camisetas Reebok, y las cerbatanas habían sido sustituidas por antenas de radio. En cuclillas delante de sus cabañas, vendían productos del bosque: miel, brotes de flores, escarabajos y escorpiones clavados en trozos de cartón»
En ese momento, un grupo surgió de la jungla. Esos iban provistos de otros instrumentos. Marc los alcanzó y observó la larga vara de madera que llevaban al hombro. Cazamariposas. Seguramente, otra especialidad de la región…
Frenó bruscamente.
«Busca hacia el cielo.»
«Jalones que Vuelan y Pululan.»
¡Mariposas!
Nada más llegar a la primera ciudad, Ringlet, un vistazo a las tiendas le confirmó su intuición: las mariposas eran la especialidad de la región. Entró en uno de los establecimientos y preguntó el motivo: en las Cameron Highlands se habían desarrollado, como consecuencia de la altitud, especies endémicas cuya belleza era única en el mundo.
Prosiguió su camino. En Tanah Rata —dos mil metros de altitud— encontró un restaurante chino y se sentó al fondo de la sala. A las tres de la tarde el local estaba vacío. Pidió un café. Las mariposas. No conseguía quitarse esa idea de la cabeza. «Busca hacia el cielo.» «Jalones que Vuelan y Pululan.» Encajaba.
Mientras bebía a pequeños sorbos una espuma parda con cierto olor a lejía, imaginó prácticas criminales y perversas a base de mariposas. Vio a Reverdi depositando esos insectos sobre las mujeres ensangrentadas, pegando las alas de colores sobre las heridas, observando esa caricia palpitante sobre las incisiones.
Recordó un detalle. El índice anormal de glucosa. Reverdi había forzado a Pernille Mosensen a ingerir alimentos azucarados. ¿Para atraer a las mariposas?
Pidió otro café. Se le ocurrió una objeción. Esa hipótesis recordaba la novela de Thomas Harris,
El silencio de los corderos
, en la que el asesino colocaba crisálidas en la garganta de sus víctimas. Y Marc estaba seguro de que Reverdi no sufría ninguna influencia. Jamás se habría inspirado en los crímenes de otro. Y menos aún en los de una novela, una ficción que para él tenía el valor de una quimera. Entonces, ¿qué?
Sentado en la sala débilmente iluminada, distinguía, más allá de la terraza, la calle principal de la pequeña ciudad. La mezcla de estilos seguía predominando: tiendas de comestibles asiáticas, edificios coloniales y también —lo que resultaba más curioso— chalets, casas de montaña. Tanah Rata parecía un pueblo alpino.
Centró su atención en los transeúntes. Colegiales con la cartera a la espalda. Adultos indolentes de diversos orígenes: malayos, chinos, indios… Y también turistas, que aportaban su propio toque exótico. Se concentró en dos chicas rubias, de tez rosada, que llevaban grandes zapatones y enormes mochilas. Su convicción se impuso de nuevo con fuerza.
Reverdi había ido allí.
Había cazado en esas cumbres.
Se levantó y pagó.
Las mariposas: solo tenía que comprobarlo.
Visitó los talleres de enmarcado, donde los lepidópteros eran colocados bajo un cristal. Formuló preguntas entre la indiferencia general. Los obreros chinos apenas se dignaban levantar los ojos del trabajo. Partió en busca de los invernaderos, en los alrededores de la ciudad, donde cultivaban plantas secretas, las únicas que servían de alimento a las orugas de las especies más bellas. Otro fracaso. Todo el mundo reconocía a Jacques Reverdi en la foto, pero por haberla visto en la primera página de los periódicos. Subió a la parte alta de la ciudad y llamó a las puertas de los ricos mayoristas han, los que exportaban a todo el mundo mariposas, insectos y reptiles. La misma respuesta: nadie había visto nunca a Reverdi.
A las seis de la tarde, Marc se puso a buscar un hotel. Extenuado, seguía negándose a darse por vencido. Sin embargo, el crepúsculo le embarullaba las ideas, le hacía dudar. Reverdi había hablado de altura y él se había precipitado a la montaña. Después, se había inventado una película sobre aquellas mariposas. Todo eso no tenía ninguna base.
Los hoteles de la ciudad estaban completos. Marc probó suerte en los alrededores de Tanah Rata. Encontró una casa de campo encalada, con crestería cubierta de hiedra, altas chimeneas y sombrillas de rayas blancas y negras en la terraza. El Lake House.
El recepcionista indio preguntó, con exagerado acento británico:
—¿Vamos a buscar su material?
—¿Mi material?
—¿No es usted cazador de mariposas?
—No.
En el rostro oscuro apareció una sonrisa servil.
—Perdone. Se aloja aquí un francés, un cazador muy conocido, y pensé…
Marc ató cabos. Cazador. Francés. Bosque. Ese perfil lo aproximaba confusamente a Reverdi. Decidió hacer un intento. El último del día.
—¿Ha regresado ese francés de su jornada de caza?
El recepcionista adoptó una expresión burlona.
—Todo lo contrario: acaba de marcharse.
—¿A las seis de la tarde?
—Señor, estamos hablando de mariposas nocturnas.
La hora verde.
Ese fue el término que le vino a los labios cuando bajó del coche. Había seguido las indicaciones del indio: tomar la carretera hasta el cartel que anunciaba la «misión luterana» y después el sendero que se adentraba, enfrente, en la vegetación. Había recorrido trescientos metros hasta que no pudo seguir avanzando en coche. El camino terminaba en la ladera de la colina y a continuación había una selva exuberante, en terrazas, que se cerraba también por encima de su cabeza.
La hora verde.
El momento en que la sombra se extiende bajo los árboles. En que todo parece contribuir a que el bosque se adormezca, pero en que este, por el contrario, despierta. Marc se sentía transportado. A su alrededor, los ruidos se volvían ensordecedores. Castañeteos a ráfagas, silbidos agudos, raspaduras sordas: cohortes de pájaros invisibles se excitaban en las ramas. A veces se elevaban sonidos momentáneos: el aleteo de unos cuervos, el gorgeo de un pájaro… Pero sobre todo, como telón de fondo, sonaba el rumor continuado de las hierbas altas, cañas, palmas o helechos, que bordeaban el sendero y lo invitaban, como olas, a sumergirse en su vaivén.
Se puso en camino. El recepcionista había dicho: «Espere a que se haga de noche y busque la luz». El cazador nocturno utilizaba focos. Bajó por la ladera de la colina. El azote del viento aumentaba. Se levantó el cuello de la chaqueta y se adentró más.
Las hierbas y los árboles se agitaban, se ahuecaban, se contoneaban, como poseídos por una excitación lánguida provocada por el contacto con la sombra. Los olores se elevaban, se intensificaban. Todos los sentidos del bosque estaban despiertos. Marc no conseguía identificar la causa de ese fenómeno. ¿Qué esperaba la selva? ¿Por qué cobraba tanta vida?
Entonces empezó a llover.
Primero unas gotas. Luego un chapoteo regular que cubrió los gritos de los pájaros. El bosque, sediento, seco tras las horas ardientes del día, vaciado de sus esencias por el intenso calor, despertaba para beber.
Marc continuaba descendiendo. Una vieja pista de tenis apareció entre la vegetación. Siempre la misma paradoja: cuando pensaba haber recuperado la savia primitiva del mundo, se encontraba con las huellas omnipresentes de la civilización, aunque en una versión deteriorada: hojas muertas, lianas y hiedra habían ocupado el lugar de la red y las marcas.
Estaba rodeando la explanada cuando empezó el verdadero chaparrón. Marc había renunciado a refugiarse. Al contrario, avanzaba por el borde de los precipicios para admirar las terrazas de jungla, que espejeaban bajo sus pies. Las frondas parecían ahora rollos oscuros que oscilaban entre la lluvia para transformarse en una espuma verdeante. Toda la vegetación se balanceaba, brillaba, crepitaba, mostrando un verde que ya no era un color sino un grito.
Siguió bajando y encontró un río. Se volvió por reflejo: la oscuridad había borrado su camino. Ya no había sendero, ni pista de tenis, ni coche… Solo un decorado impreciso, como si la noche le volviera la espalda. «Busque la luz.» No había ni rastro de focos en los alrededores.
Decidió cruzar el curso de agua siguiendo un vado de guijarros que distinguía vagamente en la oscuridad, unos metros a su izquierda. Cuando hubo llegado a la otra orilla, empapado hasta la cintura, las tinieblas habían acabado su obra. Continuó avanzando a tientas, maldiciéndose por no haber cogido una linterna, cuando de repente oyó una voz:
—
What's going on? Who is here?
Marc, estupefacto, pronunció unas palabras en francés. Solo le respondió el silencio. Luego, de pronto, sin que nada permitiera preverlo, un chorro de luz blanca bañó los árboles con una violencia de quirófano.
Marc se protegió los ojos. Pestañeando, distinguió, unos diez metros más arriba, un rectángulo de luz perfecto, sin manchas ni defectos. Al mismo tiempo, oyó el ronroneo del grupo generador. Sobre la sábana —porque era una sábana blanca rodeada por un marco metálico— se recortó una silueta vestida con un impermeable.
El hombre se acercó y dijo en francés:
—Póngase esto.
Le tendió unas gafas de sol. Él también llevaba, bajo la capucha, unas gafas con cristales de mercurio.
—Mi luz tiene muchos rayos ultravioleta. Vale más protegerse.
Marc se puso las gafas y contempló la trampa, que ya estaba cubriéndose de insectos.
—No se sabe por qué la luz las atrae. Se supone que toman las estrellas como puntos de referencia y que se precipitan hacia cualquier fuente luminosa. Eso las vuelve locas. ¿Sabe que tienen varios miles de ojos? ¿Qué hace aquí? ¿Le interesan las mariposas?
Marc lo observó. Con la capucha y las gafas plateadas, su rostro resultaba poco visible. Pero sus facciones parecían brillantes, musculosas, como lavadas por la lluvia.
Decidió hablar con franqueza.
—Soy periodista especializado en sucesos. Estoy investigando el caso de Jacques Reverdi.
El cazador emitió un silbido de admiración.
—Debe de ser muy tenaz para haber llegado hasta mí.
Marc entró en calor bajo sus ropas mojadas. Así que ese hombre conocía a Reverdi…
—¿Qué relación había entre ustedes? —preguntó con naturalidad.
El entomólogo se acercó a la tela tensada. El rectángulo ya estaba cubierto de insectos, que chirriaban y se agarraban a la sábana con sus patitas adherentes.
—Coincidimos varias veces —dijo, cogiendo con precaución una mariposa gris. Avispas, abejas y mosquitos formaban a su alrededor una nube zumbante.
—¿Dónde?
—Aquí, en el bosque.
—¿De noche?
—De noche, sí. Vagaba. Como yo.
Marc se estremeció. Imaginó a Reverdi: espigado, silencioso, al acecho. Lo «veía», no sabía por qué, con traje de submarinista. Una piel negra, a la vez mate y brillante. Una pantera.
—¿Cazaba mariposas?
—No creo…, no. No lo vi nunca con el material necesario.
Un fuerte olor a amoníaco impregnó el aire mojado. El cazador acababa de coger un bote de plástico. Metió al lepidóptero en el interior. Marc creyó tener una alucinación: la mariposa gritaba. El hombre colocó el tapón de corcho sonriendo.
—Es una Sphinx, una de las especies nocturnas más importantes. Concretamente, es una
Acherontia atropos
, una esfinge de la calavera. La llaman así por el dibujo de las alas. Grita y no duda en atacar los panales para llevarse la miel. ¿Se acuerda de
El silencio de los corderos
? Es la mariposa que el asesino mete en la garganta de sus víctimas.
De nuevo
El silencio de los corderos
. No, decididamente no le parecía una buena pista. La locura asesina de Reverdi era única. Marc agitaba las manos para apartar los insectos.
—El amoníaco… —murmuró el cazador—. Eso las paraliza antes de la ejecución.
Sacó una jeringuilla. A su pesar, Marc volvió la cabeza. Sobre la sábana, torbellinos de bichos rivalizaban con las ráfagas del aguacero.
—En su opinión —insistió el periodista—, ¿qué buscaba en el bosque?
El hombre cerró el bote con su víctima dentro y se lo metió bajo el impermeable.
—No lo sé. Seguramente un insecto concreto. Un bicho raro.
—¿No le comentó nunca nada?
—No.
—¿No tiene ni idea?
—Durante un tiempo creí que trabajaba con ciertas especies diurnas cuya oruga se alimenta de bambúes.
—¿Por qué?
—Porque lo sorprendí varias veces entre esos árboles. Pero en realidad buscaba otra cosa. Nunca llegué a saber qué.
—¿Cómo era? Quiero decir… en general.
El cazador no vaciló.
—Simpático. Tomábamos copas al amanecer en el hotel. Decía que no necesitaba luz para «ver» el bosque, que dejaba de respirar cuando se acercaba a su presa. Era especial… Pero bastante tranquilo. —Se calló y pareció reflexionar—. ¿Es verdad lo que dicen los periódicos?
Marc no contestó. Los artefactos voladores redoblaban sus embates. Luchaba contra unos deseos irresistibles de huir a toda velocidad. El hombre prosiguió, como si sus pensamientos hubieran vuelto con toda naturalidad a su disciplina:
—Yo creo que todo lo que decía eran faroles. No era él quien cazaba.
—¿Quién, entonces?
—Los
orang-asli
. Son expertos. Debía de mostrarles los bichos que quería y ellos iban en su busca.
—¿Podría hablar con ellos?
—No. No hablan inglés. Y la mayoría están como cubas de la mañana a la noche. Además, encontrar a los que trabajaban para Reverdi…
—¿Hay otra solución?
El cazador localizó otra Sphinx en su tela hormigueante.